Un relato de Route 1963
—Hay que salir de aquí inmediatamente —dijo mi hermano con voz trémula.
—Sí, pero ¿por dónde?
—Saltaremos por el balcón.
—¿Por el balcón? ¿Es que acaso pretendes que nos suicidemos? —protesté.
—Quedarnos aquí dentro sí que es un suicidio. Este sitio es una ratonera. Si no saltamos, nos matarán. ¡Rápido, al balcón!
Juan salió gateando de debajo de la cama sin soltar la pistola. Volvieron a sonar unos golpes terribles en la puerta de la habitación. No tardarían ni un minuto en echarla abajo. Abandoné el escondrijo envuelto en la toalla. Antes de salir al balcón vimos una puerta medianera que daba acceso a la habitación contigua, algo muy frecuente en las pensiones de la época, cuando muchas de las estancias estaban comunicadas entre sí. Lo habitual, desde luego, era que aquella y todas las demás puertas medianeras se hallasen cerradas con llave o todo lo más con un ligero pestillo, y así fue, en efecto, como nos la encontramos. Tratamos de abrirla a empujones, pero la puerta no cedió.
—¡Al balcón! —repitió Juan.
Sobre una de las camas estaba tirada la ropa nueva que acabábamos de comprar. Cogí a toda prisa una blusa blanca, unos pantalones de pana marrones y unas alpargatas, y me vestí de mala manera. Mi hermano, que se había cambiado antes y vestía unas prendas muy parecidas a las mías, guardó la pistola en un bolsillo de sus pantalones, cogió la mochila y salió al balcón. Yo le seguí con un nudo en la garganta. Más que una huida precipitada y furiosa, aquello parecía una inmolación heroica, un sacrificio honorable y épico, a imagen y semejanza de las inmolaciones y sacrificios de los moradores de las ciudades asediadas de la antigüedad, que preferían arrojarse a las hogueras o despeñarse por las murallas antes que caer vivos en manos del enemigo. Dentro de lo malo, por lo menos estábamos en un primer piso y la altura que había desde el balcón hasta la acera de la calle no era excesiva, aunque seguramente sí la suficiente como para romperse la cabeza o las costillas si uno se daba un mal golpe.
—¡Vamos, salta! —me ordenó Juan empujándome contra el barandal de hierro forjado del balcón.