viernes, 27 de enero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 24ª Entrega




Un relato de Route 1963



A pesar de que corrían malos tiempos, muy malos tiempos, podríamos decir, puesto que estábamos en guerra, lo habitual era que los chóferes se detuvieran en la carretera cuando alguien les hacía señas en solicitud de ayuda. La solidaridad se practicaba y se socorría al prójimo muchas veces sin pensar en los posibles riesgos, o precisamente pensando en ellos, pues era preferible parar el vehículo por las buenas antes que exponerse al tacto frío del cañón de un arma sobre la nuca o a recibir un tiro por la espalda, llegado el caso. Y por otra parte, siendo como eran pésimas la mayoría de las carreteras españolas y lentos los más de los vehículos a motor que circulaban por ellas, sobre todo camiones y autobuses, darse a la fuga solía ser siempre la peor opción posible.

Fuese por todas estas o por otras razones, lo cierto es que aquel camión se detuvo unos metros por delante cuando le hicimos señas con los brazos desde la cuneta. Sin apagar el motor, que resollaba como un caballo viejo agotado por un esfuerzo excesivo, el chófer se bajó de la cabina y vino hacia nosotros. Era un hombre alto y fornido, de mediana edad, que calzaba alpargatas y vestía pantalones negros y una camisa blanca remangada por debajo de los codos y desabrochada desde el cuello hasta el abdomen. Sudaba copiosamente y según iba caminando se pasaba uno y otro antebrazo por la frente para secársela, pero se trataba de un gesto inútil, porque enseguida volvía a cubrírsele de gotas de sudor pequeñas y brillantes como perlas.

Necesitamos ayuda —dijo mi hermano saliéndole al encuentro.

El hombre nos miró de arriba abajo con curiosidad. La Brough Superior aparcada a nuestro lado tampoco escapó a su observación.

¿De la Ceneté? —preguntó.

Sí.

Yo soy de la Fai, de la sección del transporte. ¡Salud!

Y alzó el puño izquierdo cerrado adoptando una postura que pretendía ser marcial, aunque su aspecto desastrado se empeñase en desmentirlo. Nosotros levantamos los puños también, pero con más que evidente desgana. Nuestro aspecto tampoco era mucho mejor que el suyo.

¿Y qué se os ofrece, compañeros?

Gasolina —suplicó Juan—, necesitamos gasolina. Bueno, y también aceite para el motor.

El chófer se pasó de nuevo los antebrazos por la frente y sonrió. Las mangas de su camisa estaban ennegrecidas y húmedas.

Todo el mundo necesita gasolina, amigos. Incluso yo la necesito para trabajar y a menudo me las veo y me las deseo para encontrarla. El Gobierno y las milicias se han incautado todo el carburante que han podido. Tendréis cupones, por lo menos, ¿no?

No tenemos cupones —dijo mi hermano—. Nosotros pensábamos que...

A veces es malo pensar —le interrumpió el chófer—. Sin cupones no hay gasolina. Bueno, a menos que...

¿A menos que qué? —inquirió mi hermano.

A menos que uno esté dispuesto a tomarla prestada por la fuerza o a pagársela a precio de oro a los estraperlistas, claro está, y menudos cabrones son. ¿Adónde vais?

A Valencia.

El hombre negó con la cabeza.


No puedo ayudaros, yo voy para Albacete. Además, no llevo gasolina, sólo estos sacos de harina —señaló la caja del camión— que tengo que descargar allí. Y ni siquiera estoy seguro de poder ir y volver con el carburante que me queda.

¿Y no podrías llevarnos contigo hacia Albacete? —le pidió Juan—. En cuanto encontremos gasolina por el camino seguiremos hasta Valencia por nuestra cuenta. Tenemos suficiente dinero para pagarla, pero si fuese necesario también disponemos de los medios adecuados para tomarla prestada por la fuerza, ya me entiendes.

El camionero asintió.

¿Vais armados?

Por supuesto.

Entonces mejor que mejor. Me conviene llevaros. Las carreteras están llenas de fascistas infiltrados y de maleantes sin escrúpulos que le salen a uno al paso dispuestos a robarle la mercancía, el camión y la propia vida, por menos de nada. Llevo una escopeta vieja en la cabina, pero nunca se sabe si eso será bastante.

Seguramente no lo será —sentenció mi hermano, poco dispuesto como estaba a enfrentarse a nuevas complicaciones—, pero a nosotros lo único que nos interesa es conseguir gasolina para llegar a Valencia cuanto antes, no escoltar tus sacos de harina. No somos pistoleros, sino comisarios políticos, y tenemos una importante misión encomendada.

La teníamos, sin duda, y era la de salvar la vida sin atender a otras consideraciones secundarias y seguramente enrevesadas. Tal vez Juan acababa de comprender que, si bien no nos quedaba mejor alternativa, la de subir a ese camión no estaba exenta de riesgos, más bien al contrario, suponía un riesgo en sí misma, y acaso por ello decidió tomar la pistola Astra 400 que hábilmente había camuflado desmontada y con su munición correspondiente bajo los dos sillines individuales de la inglesita. Mientras volvía a montar el arma cuidadosamente e introducía varios cartuchos en el cargador, el chófer se había encaramado a la caja del camión y buscaba entre los sacos de harina una soga o un cable metálico que pudiera servirnos para remolcar la moto, pues este era el procedimiento que mi hermano terminó por estimar más idóneo para llevárnosla, porque, eso por descontado, no quería ni oír hablar de dejarla abandonada en la cuneta.

Tú te montarás en la cabina con el chófer —fueron sus instrucciones—, y yo iré detrás remolcado en la moto. Será cosa de pocos kilómetros, ya lo verás, porque más pronto que tarde encontraremos la gasolina necesaria y seguiremos a Valencia por nuestros propios medios.

¿Y por qué no llegamos en el camión hasta Albacete? —sugerí egoístamente, en la idea equivocada de que podría ir más cómodo en aquella cabina que sentado en el asiento trasero de la inglesita—. En Albacete seguro que conseguimos gasolina, y no está tan lejos de Valencia.

Demasiado lento y demasiado peligroso —decidió Juan—. Y encima damos un largo rodeo que no merece la pena. Esa idea ya está descartada.

El chófer encontró por fin una gruesa maroma deshilachada y la arrojó al suelo desde la caja del camión. Cayó con un sonido seco, como una enorme serpiente que se hubiera precipitado desde la rama de un árbol abatida de un disparo.

Esto es todo lo que tengo, amigos. Esperemos que sirva, porque si no, no hay otra cosa.

Servirá —dijo mi hermano—. No creo que vaya a romperse todavía.

Engancharon un cabo de la maroma al chasis de la moto y el otro a la trasera del camión. Aquella soga basta y desflecada, que medía cerca de dos metros, probablemente había tenido con anterioridad un pasado marinero, a juzgar por sus manchas de brea y los restos de óxido y salitre que cubrían sus fibras nudosas. Viéndola, uno tenía la impresión de que podía quebrarse tan pronto como echase a andar el camión y se tensara para tirar de la moto, pero Juan, subiéndose de nuevo en el asiento de la Brough Superior y tomando el manillar con fuerza entre sus manos, ya lo único que quería era salir de allí cuanto antes, encomendándose sólo a la buena suerte.

Todo listo, en marcha. No perdamos ni un minuto —dijo con impaciencia.




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