domingo, 22 de enero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 23ª Entrega




Un relato de Route 1963



Apenas si había terminado de hablar cuando se escuchó el sonido de la segunda moto que se marchaba camino abajo. Mi hermano reconoció la parte del error que le correspondía:

Bueno, ha sido una falsa alarma. Sólo se había quedado rezagado. Esas máquinas a veces fallan al arrancar. Ya podemos salir, pero con cuidado, no vaya a ser que vuelvan.

Nos asomamos con precaución por encima de las hojas de los girasoles. Desde aquella zona de la loma se divisaba un breve tramo de la carretera, justo en donde desembocaba el camino de tierra por donde habíamos subido. Los carabineros no tardaron en llegar al cruce y giraron a la izquierda en dirección a Tarancón. El zumbido de sus motos todavía se pudo oír durante unos segundos, cada vez más lejano y tenue, hasta que cesó por completo.

De esta hemos salido —dijo Juan sacudiéndose el polvo de la camisa y de los pantalones—, pero ahora tenemos que volver a empezar desde cero. Y lo primero, encontrar la inglesita.

Parecía fácil, pero no lo fue y nos llevó un buen rato el dar con ella. En algún lugar de aquella loma sembrada de espesos girasoles habíamos abandonado con precipitación la Brough Superior, y ahora necesitábamos recordar todos nuestros pasos para desandarlos y encontrarla. También habíamos tenido mucha suerte de que no la encontrasen antes los carabineros, en cuyo caso la situación habría sido muy diferente, y no queríamos ni pensar en sus consecuencias. Pero nosotros, como seres urbanos que éramos, nos orientábamos muy mal en el campo, de modo que todos los estrechos surcos y vericuetos de la plantación se nos antojaban idénticos y teníamos la impresión de andar dando palos de ciego para acabar regresando siempre al punto de partida, es decir, a ninguna parte, mientras la moto seguía sin aparecer.

A lo mejor, si salimos al camino y volvemos a entrar, tenemos más suerte —se me ocurrió decir.

¡Buena idea, hermanito, buena idea! —me felicitó Juan.

Y así lo hicimos, pero nada más internarnos en la espesura del campo de girasoles por un punto que consideramos aproximado al de nuestra llegada, volvimos a sentirnos tan perdidos como al principio. Yo estaba tan débil y dolorido que las piernas empezaban a fallarme por el agotamiento y el calor insoportable me nublaba la vista. Para cuando encontrásemos la moto, si es que la encontrábamos, ya no me quedaría ni una brizna de fuerza con que seguir empujándola hasta que consiguiésemos gasolina, si es que la conseguíamos, y aunque Juan había dicho que volvíamos a empezar desde cero, yo tenía la impresión demoledora de que habíamos retrocedido en una escala imaginaria y lo hacíamos desde mucho más atrás, desde una posición tan remota que ese propio cero me resultaba no menos inalcanzable que las estrellas. Miré el reloj. Marcaba casi las diez de la mañana y el sol apretaba con dureza sobre la cresta de la loma. Aquellos de hace setenta años eran veranos extremados de verdad, en donde se fundían hasta las piedras, no como los de ahora, y no digamos de los inviernos, cuando se helaban por dentro hasta los vidrios de las ventanas de las casas y a las pobres gentes se nos llenaban los pies y las manos de terribles sabañones. La guerra fue cruel —todas lo son—, el clima fue crudo, la comida mala y los hombres tan desalmados como el mismísimo diablo. Pero no teníamos otra cosa y había que seguir viviendo, y muriendo, con todo aquello, sin llegar a pensar en que algún día conoceríamos tiempos mejores, porque tal vez esos tiempos mejores con los que tanto soñábamos llegasen demasiado tarde para nosotros. Puede que haya olvidado bastantes cosas en mis noventa años de vida, incluso muchos detalles de todas aquellas privaciones que me ha tocado sufrir en el transcurso de tan larga existencia, pero estoy seguro de que si hay algo que jamás podré olvidar, algo que quedará para siempre grabado en mi memoria como una huella indeleble del pasado, eso será el calor, el calor apocalíptico de las llamas del infierno que lamieron con sus lenguas de fuego todos y cada uno de los rincones de España en aquel verano dramático de 1936.

Ya como un muerto en vida, como una criatura derrotada y errática, a trompicones y casi con los ojos cerrados iba siguiendo a mi hermano a través del sembrado en busca de la abominable inglesita. Nunca la hubiéramos encontrado de no ser porque, de repente, tropecé con un objeto rígido y me caí al suelo aquejado de la debilidad de un pelele. Allí, junto a mi cuerpo exhausto y enredada entre los tallos de los girasoles tronchados, estaba tirada aquella máquina maldita que más parecía ahora un montón de chatarra condenada al olvido que un vehículo a motor capaz de llevarnos a ningún sitio. La levantamos trabajosamente y la empujamos hasta el camino. Luego me senté sobre una piedra y escondí la cabeza entre los brazos vencido por el cansancio y el hastío.

Levántate, hermano, tenemos que irnos.

Es que ya no puedo ni con mi alma —murmuré.

Yo tampoco, pero tenemos que salir de aquí y buscar gasolina para continuar el viaje.

Pues como no me lleves en brazos...

No seas niño, Mariano. Pararemos a descansar y comer algo en el primer pueblo que encontremos de paso. Sólo te estoy pidiendo un último esfuerzo.

Me levanté de mala gana frotándome los ojos escocidos por el sol. Tenía todo el cuerpo bañado en sudor, un sudor espeso y pegajoso que impregnaba también mis ropas, por lo demás sucias y desaliñadas después de todas las accidentadas peripecias que nos habían ocurrido desde la noche de la víspera.

No vamos a volver de momento a la carretera de Valencia —me explicó Juan—. Seguiremos por este camino de herradura hasta donde nos lleve, y luego ya veremos.

¿Y si no encontramos gasolina qué va a pasar? —le repliqué—. ¿Vamos a tener que seguir empujando este puñetero trasto hasta caernos de culo?

La encontraremos, ya lo verás. Este puñetero trasto, como tú dices, nos llevará hasta Valencia. Te prometo que esta noche dormiremos allí.


No llegamos a caernos de culo, pero estuvimos empujando la inglesita hasta la extenuación, y eso a pesar de que el relieve del terreno nos concedió algún respiro, y en cuanto encontrábamos una pendiente, por corta que fuese, tomábamos carrerilla, nos subíamos en la moto y con la transmisión en punto muerto nos tirábamos cuesta abajo a toda velocidad, hasta que la moto perdía su inercia al llegar a un llano o una rampa y nos veíamos obligados a bajarnos y seguir empujando. Así recorrimos unos pocos kilómetros a través de pastizales y campos de labor sin encontrar pueblo ni persona alguna que pudiera darnos razón de dónde nos hallábamos ni hacia dónde nos dirigíamos, pero al final obtuvimos nuestra ansiada recompensa, porque el camino acabó desembocando en lo que parecía una carretera comarcal asfaltada. Aparcamos la Brough Superior sobre la calzada y nos sentamos en la cuneta a esperar que viniera alguien dispuesto a ayudarnos. En aquellos tiempos de escaso tránsito podían llegar a transcurrir muchos minutos, e incluso horas enteras en una comarcal como esta, antes de que acertase a pasar por la carretera un vehículo, pero nosotros tuvimos suerte, porque al poco rato vimos un camión desvencijado que se acercaba lentamente envuelto en una negra humareda.




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