domingo, 15 de enero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 22ª Entrega




Un relato de Route 1963



Sólo por casualidad fui yo quien los vio a ellos primero, a unos doscientos metros de distancia, pero todavía en el camino de tierra. La sorpresa casi me dejó mudo.

Están ahí —le indiqué a Juan moviendo apenas los labios, mientras volvía a ocultarme a su lado.

¿Estás seguro?

Me temo que sí.

Juan se asomó muy despacio apartándose las hojas de la cara. Yo me asomé con él. Si alguien nos hubiera descubierto le habríamos parecido un par de niños traviesos jugando al escondite. Menos a la pareja de carabineros, por supuesto. Se habían bajado de las motos y observaban en silencio a su alrededor sin soltar el fusil de la mano. Estaban muy juntos, casi espalda con espalda, y cada uno de ellos miraba hacia una orilla del camino, pero ambos veían lo mismo, un inmenso mar de girasoles que se cimbreaban levemente mecidos por la suave brisa de la mañana. Tal vez estuvieran pensando que buscar allí a dos fugitivos habría sido tanto como intentar buscar una aguja en un pajar, y por eso hubo un momento en el que yo creí que iban a terminar por subirse en las motos y marcharse, y de hecho se acercaron a ellas con intención de subirse, pero cuando ya cantábamos victoria ocurrió algo increíble, se dieron la vuelta y uno de ellos sacó una moneda de un bolsillo de la casaca de cuero, se la mostró a su compañero, señaló con el brazo extendido primero a un lado del camino y luego al otro, arrojó la moneda al suelo, la recogió, volvió a mostrársela a su socio, éste asintió, se adentraron en la plantación de girasoles y echaron a andar los dos con los fusiles terciados hacia el lugar preciso en donde nos encontrábamos.

¡Joder, Mariano —exclamó mi hermano postrándose de rodillas—, nos ha tocado la china!


Tirados en el suelo bajo los girasoles y temiendo que en cualquier momento aquellos hombres que nos buscaban fusil en mano nos encontrasen, nosotros dos, sin quererlo, estábamos representando la metáfora cainita del país que se desangraba en el verano de 1936, cuando la mitad de los españoles aguardaban cuerpo a tierra a ser víctimas inevitables de la otra mitad. Y lo más desalentador de todo era que, a veces, el destino de unos y de otros lo decidía simplemente una moneda arrojada al aire. Si salía cara, vivías. Si salía cruz, tenías que morir. O a la inversa. No cabía hablar ni siquiera de injusticia, sino simplemente de azar, y el azar no discriminaba buenos de malos, inocentes de culpables, valientes de cobardes. El azar era únicamente un cálculo neutro de probabilidades matemáticas, una lotería imprevista y caprichosa que nunca se sabía si convenía que te tocase o no.

Y a nosotros nos acababa de tocar, y sabíamos que se trataba de una lotería trágica. Media vuelta de más o de menos de aquella maldita moneda que habían arrojado los carabineros al aire, y ahora nos estarían buscando en dirección opuesta o habrían optado por marcharse. Quizá, después de todo, decidieran marcharse si no nos encontraban en un tiempo prudencial. Nosotros tampoco éramos tan importantes para ellos, o por lo menos era eso lo que queríamos creer. Pero la tozuda realidad nos indicaba que ellos estaban avanzando por el sembrado abriéndose paso entre los girasoles con la culata de los fusiles, y escuchábamos un rumor vegetal en el laberinto del follaje y el sonido de sus pasos, que tan pronto nos parecían peligrosamente cercanos como se nos antojaban tranquilizadoramente lejanos, lo cual nos desorientaba todavía más y acrecentaba nuestro temor a ser descubiertos. Yo casi había renunciado a respirar, apoyada como tenía la cabeza contra el suelo seco y polvoriento, y si hubiera podido silenciar los latidos de mi corazón también lo habría hecho, y si en mi mano hubiera estado el dejarme engullir por aquella tierra rojiza y caliente como la sangre, tampoco habría opuesto resistencia, con tal de acabar cuanto antes con esta pesadilla. Ni siquiera me importaba llegar o no a Valencia. Ni siquiera deseaba salvarme o condenarme. Sólo quería ponerle fin a todos mis sufrimientos y privaciones. Mi hermano me miraba en silencio con los ojos velados por el miedo. Incluso él, llegados a este punto culminante de nuestras desdichas, ya debía de haber perdido la fe. Nos iban a cazar como a vulgares alimañas del campo y sin embargo no podíamos movernos, teníamos que permanecer tumbados y quietos sobre la tierra, sin hacer el menor ruido o movimiento que pudiera delatar nuestra presencia. Era difícil de concebir que dos hombres pudieran encontrarse alguna vez tan indefensos y expuestos como lo estábamos nosotros ahora. Y así fueron pasando unos minutos que se nos hicieron eternos como horas, sudando a raudales bajo el sol de agosto, ahogándonos en nuestra propia respiración contenida y ansiosa, apretando los puños y los dientes como si con este gesto instintivo de autodefensa pudiéramos volvernos invisibles ante el enemigo.


De repente, el sonido de las pisadas de aquellos hombres se hizo irremediablemente cercano, tanto que pudimos ver un par de botas negras que se movían apenas un metro por delante de nuestros cuerpos. Si hubiéramos estirado los brazos habríamos podido tocarle los pies al individuo, en tanto que a él le habría bastado con dar un paso al frente para pisarnos. Pero no lo dio. Vistas desde el suelo, a ras de tierra, aquellas botas negras algo rozadas por el uso y cubiertas de polvo tenían una presencia amenazadora y siniestra, y todavía hoy, setenta años después, las sigo viendo con la misma nitidez con que las vi entonces, como si nunca se hubieran marchado de mi memoria. No eran muy grandes, más bien al contrario, parecían pertenecer a un hombre de baja estatura y pie pequeño, pero en aquel momento tuve la impresión aterradora de que las calzaba un ogro descomunal e iracundo de cuyas manos —o de cuyos pies— dependía por entero nuestra vida. Durante unos instantes interminables las botas se quedaron ancladas al suelo, sin moverse del sitio. Tal vez su propietario acababa de detenerse a descansar, y había decidido hacerlo justamente allí, a unos palmos de nuestras cabezas, lo que ya era el colmo de la mala suerte. No podíamos verle las piernas ni el resto del cuerpo, oculto por las hojas y los tallos tupidos de los girasoles, pero tal vez nos había descubierto y en silencio le estaba haciendo señas a su compañero para que se acercase. Y entonces vimos otro par de botas idénticas que llegaban hasta allí y se paraban junto a las primeras. Por si no había sido suficiente con uno, ahora teníamos a los dos carabineros de la patrulla sobre nosotros. Ni el más inconcebible y celestial de los milagros podría sacarnos ya de semejante situación. Enseguida escuchamos el diálogo de los dos hombres, que hablaban en un tono de voz más alto de lo necesario, como si sospecharan que estábamos cerca y quisieran que nos enterásemos de su conversación:

¿Has visto algo?

Nada.

Yo creo que no están aquí. Han debido seguir por el camino con el motociclo.

De todas maneras tampoco hemos mirado a conciencia todo el sembrado, y es demasiado grande para buscar.

Eso es lo malo, que es demasiado grande, y con este calor...

Bueno, ¿qué hacemos, entonces?

Marcharnos a almorzar, compadre. Me muero por unas tajadas de queso en aceite y un buen porrón de clarete bien fresquito.

¡Coño, eso sí que es una buena idea! ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?

Porque a ti nunca se te ocurre nada que merezca la pena, sólo piensas en el deber, en el deber, aunque te caigas de hambre. Seguramente te crees que te van a condecorar con una medalla o concederte una pensión vitalicia. ¡Pues vas listo! En cuanto encontremos un teléfono daremos aviso a la superioridad para que otras patrullas sigan buscando a estos fugitivos. ¡Venga, vámonos!

Será lo mejor, sí, porque aquí ya no pintamos nada.
¡Benditos sean todos los almuerzos, y todas las tajadas de queso en aceite, y todos los buenos porrones de clarete bien fresquito del mundo!, exclamé para mis adentros en cuanto vi que los dos pares de botas se alejaban de nosotros levantando una ligera polvareda entre las hileras de girasoles. Mi hermano sonrió, yo sonreí, nos estrechamos las manos sudadas y todavía un poco rígidas por la tensión del momento y las mantuvimos apretadas largo rato fraternalmente como si no terminásemos de creer que aún seguíamos vivos, que nada estaba perdido, que nuestra buena estrella seguía intacta alumbrándonos el camino, aunque no fuese un camino de rosas. Al cabo de algunos minutos, cuando oí el sonido de las motos de los carabineros que regresaban a la carretera de Valencia en busca de ese almuerzo reparador que tanto se tenían merecido, hice intención de levantarme convencido como estaba de que el peligro ya había pasado y no corríamos ningún riesgo, pero Juan, tirándome otra vez de los faldones de la camisa, me devolvió al suelo.

¡No te muevas, Mariano! ¡Puede que sea una trampa!

¿Una trampa? —susurré—. ¡Pero si ya se han marchado! ¿Es que no has oído las motos?

La moto, querrás decir —sentenció mi hermano con su autoridad indiscutible—, porque sólo han arrancado una.

Joder, no sé...

Pero yo sí lo sé, que para eso soy mecánico y de esto entiendo algo, ¿no crees? Tú entiendes de leyes y yo de motores, y te digo que sólo se ha escuchado una moto, y por lo tanto la otra y el carabinero que la monta se han quedado en el camino esperándonos, y en cuanto asomemos la gaita, ¡pum, pum! ¡Que no son tontos, Mariano, que no son tontos! Saben que estamos aquí y sólo tienen que aguardar a que salgamos por nuestro propio pie. Lo del almuerzo no es más que una maniobra de distracción.

¿Estás seguro?

Me gustaría equivocarme.




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