Un relato de Route 1963
—¿Dónde está ese herido? —preguntó acercándose un oficial republicano que llevaba una gorra de plato con la visera hundida sobre la cara para resguardarse del sol.
—Aquí, en la cabina.
—¡Enfermera, enfermera! —voceó el militar sin hacer siquiera ademán de asomarse al camión.
Venciendo todo el pudor de mi sucia desnudez tuve que bajarme de la cabina, como es lógico. Durante unos instantes pensé en hacerlo por el lado derecho, en donde podía quedar en principio a resguardo de las miradas indiscretas de aquella multitud, pero se me interponía el cuerpo del chófer, caído sobre el asiento corrido, y esto dificultaba tanto mi maniobra y la hacía tan sospechosa que no tuve más remedio que bajarme por la izquierda y quedar de inmediato a merced de las dos enfermeras que se acercaban, las cuales me tomaron enseguida por el verdadero herido cogiéndome protectoramente de los brazos.
—Yo no —dije—, ahí dentro.
En esos momentos, como en tantos otros desde que había estallado la guerra, habría vendido mi alma al diablo sin dudarlo a cambio de poder pasar desapercibido, o aún mejor, de poder hacerme invisible a voluntad, tal era el desasosiego que me producía la mirada de aquella gente anónima —militares, enfermeras, médicos y paisanos— que clavaban sus ojos en mi cuerpo astroso y fruncían el ceño en un gesto que no se sabía muy bien si era de lástima o de repugnancia. Creo que sólo dejé de ser el centro de atención de tantas miradas cuando sacaron al herido y lo tumbaron en el suelo, sobre una manta, en mitad de la carretera. Escuché una voz extraña a mi espalda que preguntaba:
—¿Qué os ha pasado? ¿De dónde venís?
—Del infierno —respondí sin volver la cabeza para no ver a quien me hablaba.
—Nos han apedreado en un pueblo, unos salvajes, no muy lejos de aquí —le explicaba mi hermano al oficial de la gorra de plato—, y el compañero se ha llevado la peor parte. El camión es suyo. Iba con estos sacos de harina para Albacete y nos recogió en la carretera cuando nos quedamos sin gasolina en la moto. Nosotros vamos para Valencia. Somos comisarios políticos de la Ceneté.
—¿Dónde está ese motociclo? —preguntó el militar.
—Arriba, en la caja del camión. Necesitamos urgentemente gasolina y aceite para continuar el viaje.
—No tantas prisas —le cortó el hombre con severidad, y vi que a Juan le cambiaba la expresión de la cara—. A ver, la documentación.
Juan me hizo una seña que comprendí enseguida. Entré en la cabina del camión y cogí la mochila. Allí estaban nuestros carnets falsos. Se los enseñamos al oficial, que hizo como que los miraba apartándose apenas la visera de los ojos.
—Está bien —dijo dándonos la espalda con desdén, no debían de gustarle demasiado los anarquistas—. Podéis continuar. Nosotros nos haremos cargo del camión y del herido. Buen viaje.
—Tenéis que ayudarnos a bajar la moto —replicó mi hermano—, y necesitamos gasolina, ya te lo he dicho.
El hombre se volvió y se nos quedó mirando sin poder disimular su fastidio. Tuve miedo de que se arrepintiera y no nos dejase marchar si le molestábamos en exceso, pero no nos quedaba otro remedio. Sin moto y sin combustible no íbamos a ninguna parte. Aunque desde que habíamos entrado en aquel pueblo la suerte se había puesto de nuestro lado y no parecía dispuesta a abandonarnos, por lo menos de momento.
—¡A ver, vosotros, venid aquí! —gritó el oficial a unos soldados que fumaban en corro junto a una ambulancia—. Hay un motociclo en la caja del camión y quiero verlo abajo en menos de cinco minutos, ¿me habéis entendido?
Los soldados acataron la orden de su jefe sin excesiva ceremonia, diríase que casi con desgana. La tropa del Ejército Popular de la República, que se pretendía inspirado en modernos principios democráticos, a diferencia del rancio Ejército rebelde sublevado, no se caracterizaba precisamente por su férrea disciplina, marcialidad y amor a la milicia, atributos de indudables connotaciones fascistas, idea que compartían en secreto también algunos oficiales, y por este motivo mandos y subordinados se comportaban a menudo con exagerada tibieza y laxitud, lo que les restaba eficacia militar, llegado el caso. Incluso meses después, más avanzada la guerra, cuando ante la escasez de efectivos se incorporaron al Ejército contingentes de voluntarios de las milicias populares, de filiación anarquista y libertaria, se produjo el hecho insólito de que muchas de las órdenes recibidas de la superioridad eran debatidas en asamblea para decidir su idoneidad política y estratégica antes de ser acatadas o desobedecidas.
No fue mucha la diligencia que pusieron estos soldados en la tarea que se les había encomendado y tardaron cerca de un cuarto de hora en mover los sacos de harina necesarios y casi otro tanto en bajarnos la moto, para lo cual se valieron de dos largos tablones de madera que consiguieron en alguna parte. Mientras esto sucedía el oficial de la gorra de plato iba de un lado a otro del convoy con las manos en los bolsillos de los pantalones desentendiéndose de todo. Mi hermano volvió a requerir su atención:
—Danos agua, compañero, nos morimos de sed.
—¡Os habéis creído que nosotros somos la Cruz Roja, coño! —protestó el militar—. ¿Es que os ha hecho la boca un fraile, tanto pedir?
Una enfermera nos trajo al rato un cubo de latón rebosante de agua limpia y fresca que probablemente provenía del pozo de alguna casa cercana. Bebimos hasta saciarnos y con el agua sobrante nos lavamos mal que bien la cara, los brazos y el pecho en un acto de higiene pública y precipitada que volvió a despertarme todos los fantasmas ancestrales del pudor. Después, mientras los soldados se disponían a bajar nuestra moto nos sentamos en una acera y fumamos un cigarrillo. Mi hermano dijo:
—¿Sabes lo que vamos a hacer enseguida?
—Seguir hasta Valencia, supongo —respondí resignado.
—No, tonto. Primero compraremos ropa limpia y buscaremos una pensión con aseo para darnos un baño con agua caliente y jabón. Después comeremos algo, tomaremos un café y nos echaremos una siesta. ¿Qué te parece?
—Demasiado bonito para ser verdad. Hasta que no me vea sumergido en una bañera y luego tumbado en una cama no me lo creeré.
—Pues eso va a suceder muy pronto, hermanito, ya lo verás. Por cierto, ¿qué tal estará nuestro chófer?
Vimos que al chófer se lo llevaban inconsciente en una camilla y le introducían luego en una ambulancia que abandonó la fila del convoy y partió a toda velocidad por la carretera. Una enfermera nos dijo después que le trasladaban a un hospital para hacerle una transfusión de sangre. Jamás volvimos a verle ni a tener noticias suyas. Si le mató o no aquella pedrada es algo que nunca sabremos.
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