Un relato de Route 1963
Encontramos una pensión dudosamente limpia y confortable en el centro del pueblo y tomamos alquilada una habitación por unas horas. Los militares del convoy sanitario nos prestaron muy poca gasolina para la Brough Superior, apenas la imprescindible para poder arrancarla y desaparecer de su vista, que en el fondo era lo único que le interesaba al oficial que se había ocupado de nosotros, así es que nuestro principal problema, la falta de combustible para llegar a Valencia, seguía sin resolverse, pero al menos mi hermano pudo comprar ropa y calzado nuevo para los dos en una tienda cercana y encargar comida caliente en una taberna, porque la que llevábamos en la tartera (unas rebanadas de pan, unos pimientos asados, un par de huevos duros y algunos pedazos menudos de bacalao con tomate de la cena de la víspera) se nos hizo intolerable nada más olerla, de modo que la arrojamos sin ningún miramiento por el retrete comunal que se encontraba en una amplia estancia al final del pasillo. Allí se hallaba también la pesada bañera de hierro fundido de la pensión, que debía de llevar años sin usarse, a juzgar por los restos de óxido, moho y telarañas acumulados en su interior, y que el dueño del establecimiento se comprometió con tanta diligencia como sorpresa a limpiar y llenar después con agua caliente para que pudiéramos darnos un baño, como me había prometido Juan. En aquellos días revolucionarios y poco aseados la simple costumbre higiénica de bañarse en una bañera con agua caliente y jabón (la ducha no se conocía) era considerada por las clases populares como un inequívoco y provocador distintivo burgués, gozoso placer que el proletariado nunca había podido permitirse y que por eso mismo denostaba, pero a nosotros, que no éramos burgueses y siempre nos habíamos bañado por lo menos un par de días a la semana (lo cual ya era mucho para los usos de la época), no nos convenía en absoluto ser tomados por tales, lo que era tanto o más que ser tomados por fascistas —el verdadero motivo por el que habíamos salido huyendo de Madrid—, y lo primero que hicimos fue desbaratar el malentendido mostrándole a nuestro patrón las falsas identidades anarquistas que llevábamos encima. El hombre pareció comprender la situación. Después de todo se antojaba muy razonable que unos huéspedes como nosotros, agotados y sudorosos al cabo de varias horas de viaje en motociclo y en verano por las polvorientas carreteras españolas necesitasen de un baño reconfortante sin ser por ello confundidos con fascistas. Incluso muchos burgueses y fascistas genuinos no se habrían bañado en su vida, y no digamos ya los miembros del clero, que obsesionados como estaban con la desnudez del cuerpo humano, abominable instigador de todos los pecados de la carne, y en especial el cuerpo femenino, deploraban con furia desde los púlpitos de los templos la impía costumbre de bañarse.
Pero no era sencillo darse un baño siquiera tibio en aquellos años, y menos en una modesta pensión de un pueblo de la Mancha. Sin agua corriente ni jabón y con notable escasez de combustible para calentar grandes cantidades de líquido el procedimiento se volvía trabajoso y desalentador. La mujer y dos hijas de nuestro patrón, apenas unas niñas, tuvieron que hacer innumerables viajes con baldes de agua hirviendo para llenarnos la bañera. Nunca supimos cómo ni dónde pudieron calentarla. También nos trajeron dos toallas deshilachadas y una pieza verdosa de jabón de sebo, áspera y basta como la piedra pómez. Echamos a suertes el turno del baño, conociendo de antemano el hecho de que quien lo hiciese en segundo lugar se bañaría ya con el agua sucia y fría, puesto que estaba descartado que nos la fuesen a cambiar. Mi hermano arrojó una moneda al aire y antes de que cayese al suelo, a sabiendas de que me perseguía un fatalismo inevitable, yo ya me había resignado, por si acaso. Hice bien, porque me tocó el segundo turno. Juan me sonrió triunfante.
—No te apures, hermanito, que estaré poco rato.
—Eso no te lo crees ni tú —respondí sin abandonar mi sombrío fatalismo—. Como si no te conociera. Me voy a echar en la cama. Cuando termines me avisas.
Cuando me avisó yo estaba dormido profundamente en la habitación de la pensión. El sueño fue dulce y reparador como pocas veces lo había sido en mi vida, tanto que opté por rechazar el baño para seguir durmiendo, pero Juan me zarandeó sin contemplaciones.
—Vamos, desnúdate y vete a bañar. El agua está templada todavía.
Me desnudé y me envolví en mi toalla, que ofrecía una limpieza discutible. No quise ni mirarla. Caminé como un sonámbulo por el pasillo hasta llegar a los aseos. La pensión parecía deshabitada a esas horas. Todas las pensiones del país debían de estarlo. Descartados los muertos y los huidos como nosotros, el resto de la población abarrotaba las carreteras y los campos de batalla. Bien pensado casi podía considerarme un privilegiado en un momento como este: muy pocos españoles, o quizá ninguno, tenían a su alcance una bañera de agua tibia en la que poder zambullirse a las dos de la tarde. Solté la toalla, levanté las piernas y me introduje lentamente en aquel receptáculo de hierro fundido que se sustentaba sobre unas patas doradas que imitaban las zarpas de un león. El agua había tomado una tonalidad turbia y fangosa y no estaba tan templada como acababa de asegurarme Juan, sino más bien fresca, pero aún así apoyé las nalgas en uno de los extremos y me deslicé con suavidad en su interior hasta quedar completamente tendido exhalando un suspiro de placer.
Todos los sufrimientos padecidos hasta ahora y todos cuantos nos quedaban por padecer en el viaje quizá iban a merecer la pena si la recompensa inmediata consistía, no en llegar a Valencia sanos y salvos, como era nuestro propósito último, sino en poder regalarse con un saludable baño como este a mitad de camino. Me froté el cuerpo a conciencia con aquel trozo de jabón áspero y crudo como la lija para desprenderme de la roña que tenía adherida a la piel. No era este producto, manufacturado artesanalmente por las amas de casa y en cuya elaboración empleaban sustancias tan poco nobles como el sebo y la sosa, el más indicado para las tareas de la higiene personal, y tanto era así que de hecho solía utilizarse sólo para lavar la ropa y los cacharros de la cocina, pero a falta de mejores remedios en una época en la que cualquier lujo o comodidad podían considerarse insólitos para la mayoría de la gente, incluyéndome a mí, no pude por menos que admirarme y disfrutar del bienestar repentino de sentirme limpio y fresco a medida que me iba liberando de aquella indeseable costra renegrida de polvo, sudor y carbonilla que me cubría de los pies a la cabeza como una segunda piel. Ni siquiera tuve grandes escrúpulos ante el hecho de saber que sólo un momento antes mi propio hermano se había estado aseando también en la bañera, en esta misma agua en la que yo me sumergía y que ahora ya se había vuelto tan fría, oscura y maloliente como la de una cloaca. Salí de la bañera y me envolví en la toalla con esa cierta insatisfacción que producen las cosas gratas que uno cree que podría haber seguido disfrutando con más intensidad, durante más tiempo, recreándose en ellas ante el temor fundado de que habrán de tardar mucho en presentarse de nuevo. Tuve el negro presentimiento de que acaso no podría volver a bañarme hasta que acabase la guerra y esto, en verdad, me desmoralizaba tanto o más que la propia guerra y las otras incomodidades que se derivaban de ella. Cuando llegué a la habitación mi hermano me dijo:
—Mientras te bañabas he bajado a telefonear, y tengo dos noticias, una buena y otra mala. ¿Por cuál quieres que empiece?
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