viernes, 24 de febrero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 28ª Entrega




Un relato de Route 1963



La maroma que tiraba de la moto se había partido en dos con los vaivenes del camión, pero milagrosamente mi hermano estaba ileso y empujaba la inglesita por la carretera con gesto de abatimiento. Y no era para menos. Todo se nos volvía en contra. Todas las contrariedades posibles e imposibles nos salían al encuentro y nos presentaban su peor cara. ¿Qué más podría sucedernos? Y sin embargo seguíamos vivos, rotos y agotados pero vivos, y aún con una brizna de fuerza en las piernas como para poder continuar al encuentro de lo que tuviera que ser, de lo que nos deparase nuestro destino. Tal vez inconscientemente me consolaba el hecho de comprender que otros estaban mucho peor que nosotros, incluso estaban muertos, y el saberme vivo en medio de aquella guerra despiadada le otorgaba un valor añadido a mi consuelo, un aura de intrepidez y de heroísmo, un halo de valentía y determinación.

El chófer está en las últimas —le dije a mi hermano—. Sangra mucho por la cabeza y se ha desmayado. O tal vez ya esté muerto.

Vamos a verlo.

Corrimos de vuelta a la cabina. Sudábamos a mares. Abrimos la portezuela de la derecha y el cuerpo inerte del hombre casi nos cayó encima. Lo empujamos hacia dentro y Juan le palpó la garganta con los dedos en busca de pulso. Un moscardón negro azulado zumbaba en torno al coágulo de sangre que el chófer tenía en la cabeza.

Le han dado un buen cantazo en la frente —observó mi hermano—. Todavía está vivo y creo que aguantará. Tenemos que llevarle a un médico, pero para eso necesitamos primero salir de aquí y encontrar otro pueblo en donde no sean tan hostiles. ¿Nos queda agua?

Ni una gota. Te lavaste con ella.

Hay que vendarle la cabeza para contener la hemorragia —me indicó Juan—. Por el momento no podemos hacer otra cosa, e incluso esta la vamos a hacer mal, porque tampoco tenemos vendas. Quítate la camisa. Está un poco más limpia que la mía.

Y aun así estaba en un estado deplorable, manchada de tierra, de polvo, de sudor, de sangre y de carbonilla, y quién sabe si no lo estaría también de otras sustancias desconocidas, pero me la quité y entre los dos la rasgamos hasta convertirla en un puñado de jirones con los que improvisamos un apretado vendaje para la cabeza del pobre chófer. Después mi hermano, en ese tono solemne que solía utilizar para manifestarme cosas terribles, dijo:

Hay que subir la moto al camión.

¿Al camión? ¡Tú estás loco! —exclamé escandalizado—. ¿Cómo vamos a levantarla en vilo los dos solos, con todo lo que pesa? Ni hablar. Conmigo no cuentes.

No estoy loco —respondió él sin mover un músculo de la cara—, pero hay que subirla al camión, y la subiremos. Y no vamos a levantarla en vilo, será más fácil que todo eso. Más vale maña que fuerza.

¿Y qué piensas hacer con todos esos sacos, eh, has pensado en ello?

He pensado en ello. Sólo tendremos que mover unos pocos para hacer hueco, cargaremos la moto y luego los volveremos a colocar. Así de sencillo.

¿Y tú vas a conducir el camión?

Si no tienes inconveniente, sí —respondió con ironía—. ¿O acaso prefieres hacerlo tú? Basta ya de preguntas, hermanito, y vamos a la faena, que no tenemos mucho tiempo.

El montículo de tierra que había frenado al camión iba a servirnos de plataforma y de rampa para cargar la moto. Tenía una altura aproximada a la de la caja y bastaba con darle la vuelta al vehículo, colocarlo en posición, abatir su trampilla trasera, descargar algunos sacos de harina, subir la Brough Superior a lo alto del promontorio y dejarla caer con cuidado hasta su alojamiento antes de volver a colocar los sacos de tal manera que la sujetasen. La idea de mi hermano era ingeniosa, sin duda, y muy digna de él, pero el trabajo a realizar resultó sobrehumano, porque los sacos pesaban tanto que apenas si éramos capaces de moverlos entre ambos, y cada vez que desalojábamos uno teníamos que pararnos a descansar y recuperar el aliento. Pero lo hicimos, vaya si lo hicimos, y cuando ya habíamos movido fatigosamente una veintena de ellos empujamos la moto hasta lo alto del montículo, lo que también nos demandó un esfuerzo excesivo, y la guiamos con suavidad hasta la caja del camión. Después, ya del todo exhaustos, colocamos los sacos alrededor y nos quedamos quietos un momento contemplando nuestra obra magna. Ni nosotros mismos creíamos lo que veíamos, porque parecía que nos hubiese ayudado un ángel invisible y hercúleo, pero la tarea estaba terminada, faltaban pocos minutos para el mediodía y había llegado el momento de partir.

Nos montamos en la cabina del camión, mi hermano al volante, yo a la izquierda y el chófer, que había recuperado la consciencia y balbuceaba palabras incomprensibles, en el centro, por lo que nos vimos obligados a tirar de él sin demasiadas contemplaciones, dada su corpulencia. Su vendaje improvisado con la tela de mi camisa ya estaba empapado en sangre y las gotas le resbalaban por las mejillas mezcladas con el sudor y el polvo. Con los medios de los que disponíamos parecía imposible cortarle la hemorragia, de modo que si tardábamos mucho tiempo en encontrar un médico aquel hombre moriría sin remedio. Juan se hizo enseguida con el manejo del camión y conducía todo lo rápido que le permitía la mecánica y el peso de la carga por un tramo de carretera que volvía a estar asfaltado, pero aun así nunca conseguíamos llegar a una velocidad de cincuenta por hora ni siquiera cuesta abajo, un inconveniente habitual en la época con cualquier vehículo pesado. Circulábamos por el centro de la calzada, como era la costumbre, y sólo cuando escuchábamos un claxon nos echábamos a la derecha para cruzarnos con otros vehículos o dejar que nos adelantase algún automóvil. A través del parabrisas roto nos entraba un aire sofocante y seco que olía a sarmientos quemados y a estiércol. El monótono paisaje árido y abrasado por el sol invitaba al sueño, quizá ese mismo sueño premonitorio de la muerte que iba venciendo al chófer en sucesivas cabezadas cada vez más largas de las que temíamos que acabase por no despertar, pero el calor era tan terrible y el cansancio tan devastador, que ni siquiera yo, que tenía el sueño fácil, era capaz de dormirme.


Cuando encontramos un desvío y un poste con un cartel de madera que indicaba a Albacete, casi dimos un grito de alegría. Después vimos un cortijo manchego con un camión aparcado en la puerta. La carretera general de Madrid a Cartagena no era mucho más que una estrecha pista de asfalto flanqueada por los postes del tendido eléctrico y los mojones kilométricos de piedra, pero el tránsito, a diferencia de las carreteras comarcales, resultaba mucho más intenso, y pronto empezamos a cruzarnos largas caravanas de camiones, autobuses y autos particulares que circulaban en dirección a Madrid, unos cargados con las más diversas mercancías, otros llevando soldados o milicianos armados y alguno más arrastrando pesadas piezas de artillería. Sin poder evitarlo acabábamos de entrar de nuevo en territorio peligroso, porque entre todos aquellos que nos íbamos cruzando seguramente no faltaría alguno que podría tener la curiosidad excesiva de saber quiénes éramos y porqué viajábamos en aquel camión atestado de sacos de harina y con la luna del parabrisas astillada (cosa, por otra parte, también frecuente en la época, ante la falta de repuestos), y acaso no pudiera resistir la tentación de bajarse e interesarse por nosotros, apuntándonos de antemano con el cañón del fusil o de la pistola, eso sí. Fue considerando estos probables riesgos, que podían presentársenos o no, cuando me di cuenta de que iba semidesnudo, sin camisa, con el torso aceitoso de sudor y renegrido de carbonilla, y esto me produjo un pudor ignominioso, no sólo por la notoria suciedad de mi cuerpo, que también, sino sobre todo porque era como si aquella carretera tan transitada acrecentase mi desnudez a la vista de otros, a la vista de tantos y tan hostiles desconocidos, porque era como si yo me sintiese en mi desnudez más indefenso y vulnerable en tiempo de guerra que en tiempo de paz, y miraba a mi hermano, y miraba al chófer desangrado y medio muerto, pero ambos llevaban puestas todavía sus camisas, tan sucias y denigradas como lo había estado la mía, es cierto, y sin embargo en esta sutil diferencia entre un torso cubierto o desnudo parecía que podía encontrarse la esencia última de la dignidad de un hombre.

Al cabo de unos cuantos kilómetros llegamos a un pueblo grande y de cierta entidad, aunque no recuerdo su nombre —cosa extraña en mí, que presumo de buena memoria—, pero creo que era La Roda, ya en la provincia de Albacete. Fue aquí en donde empezó a cambiar nuestra suerte, pues en la misma entrada de la localidad encontramos detenido en sentido contrario lo que parecía un largo convoy sanitario. Había camiones y autobuses con banderas blancas, militares de uniforme, civiles en camiseta y enfermeras con batas y tocas en la cabeza que deambulaban en torno a los vehículos como si esperasen impacientes la orden de partir hacia algún sitio, quizá al frente de guerra. Cuando mi hermano frenó en seco el camión y saltó de la cabina se nos quedaron mirando expectantes.

¡Llevamos un herido grave a bordo! —gritó Juan sin poder contener su nerviosismo, como si temiera haber llegado ya demasiado tarde o que aquellas personas no pudieran o no quisieran socorrernos—. ¿Pueden ayudarnos?




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