Un relato de Route 1963
Mi hermano y el chófer volvieron a la cabina del camión, y en cuanto el motor se puso en marcha del tubo de escape empezó a manar un humo algodonoso y negro que me envolvió por completo haciéndome, seguramente, invisible.
—¡Allá vamos, agárrate fuerte! —me gritó Juan asomando la cabeza por la ventanilla, aunque yo no podía verle.
Sentía todo mi cuerpo en tensión y me costaba un gran esfuerzo respirar. Los cristales de las gafas, que llevaba ceñidas al cráneo con una cinta elástica, estaban llenos de arañazos que me distorsionaban la ya de por sí escasa visión, prácticamente limitada al contorno borroso de las maderas astilladas de la caja del camión y de los sacos de harina que se apilaban en ella. El camión echó a andar muy despacio y durante menos de dos segundos, que a mí se me hicieron eternos, la moto permaneció inmóvil, pero de repente la soga se tensó pegando un tirón brusco acompañado de un crujido, y empezamos a movernos lentamente. Transcurrieron unos cuantos metros sin que me atreviese a levantar los pies del suelo y fui arrastrando las alpargatas por la tierra y las piedras de la calzada hasta que recordé que mi hermano me había dicho que podía partirme una pierna, y entonces los subí a los estribos. La moto se zarandeó de un lado a otro acusando mi peso y mi precario equilibrio, y estuve a punto de caerme. El asiento individual con amortiguación de muelles era duro, incómodo e inestable. Agarré el manillar con fuerza y apreté los dientes. La soga crujía como un mueble viejo acusando el tremendo esfuerzo de la tracción y algunos de sus gruesos hilos de cáñamo resecos y endurecidos por el paso del tiempo parecían a punto de partirse, pero seguíamos avanzando, y aunque yo estaba todavía lejos de alcanzar la suficiente confianza en mí mismo, por lo menos me felicité sinceramente por el hecho de no haberme caído todavía, dadas las circunstancias. Nuestra velocidad fue aumentando poco a poco, y vi en el velocímetro de la inglesita los cuarenta kilómetros por hora. A ese ritmo de marcha el humo del escape del camión conseguía disiparse un poco en la atmósfera, concediéndome un respiro, y nunca mejor dicho, pero entonces eran sus ruedas traseras gemelas las que empezaban a levantar una polvareda densa y cegadora, y a pesar de la protección de mi embozo si movía los dientes la tierra rechinaba entre ellos. A veces el camión perdía velocidad sin motivo aparente, y por lo tanto la soga se destensaba y la moto se embalaba contra la caja dispuesta a estrellarse, y yo apretaba el freno delantero con cuidado, apenas acariciándolo, como me había instruido mi hermano, pero antes de detenerme del todo la soga se tensaba de nuevo con violencia dándome un tirón brusco que parecía que iba a descoyuntarme. Cada vez que el chófer levantaba el pie del pedal del acelerador y volvía a pisarlo una terrible vaharada de humo negro y asfixiante se me venía encima dejándome sin aliento, y en no pocas ocasiones llegué a creer que me desmayaba. Cuando tomábamos una curva Juan se asomaba por la ventanilla y me hacía con los brazos señas incomprensibles a las que yo respondía sólo con la cabeza —pues no me atrevía a soltar las manos del manillar— con otros gestos todavía más incomprensibles, porque a ciencia cierta no sabía cómo hacerle llegar mi deseo de que acabase cuanto antes aquella tortura, pero él debía de entenderlos como señal de conformidad y asentimiento y volvía a la cabina satisfecho: su esforzado hermanito se estaba comportando como un hombre, debía de pensar.
No sé durante cuánto rato ni durante cuántos kilómetros se prolongó mi calvario a lomos de la Brough Superior, porque creo que la mayoría del tiempo estuve fuera de la realidad y abandonado a un estado estupefaciente y enajenado que yo creí que me llevaba hasta la mismísima antesala de la muerte, y tal vez estuve muerto sin saberlo, pero de repente volví en mí y resucité para comprobar sorprendido que entrábamos en un pueblo. Y en maldita la hora. A ambos lados de la calle sin pavimentar por donde discurría la carretera se alineaban unas casas bajas y miserables que parecían abandonadas. Había restos de chatarra, solares llenos de escombros y edificios ruinosos por todas partes. Encontrar gasolina en este lugar tan dejado de la mano de Dios sería sin duda una quimera. El camión atravesó parte del pueblo dando tumbos sobre la irregular calzada de tierra y de guijarros, como si rodara por un desmonte, y las ballestas de la suspensión cedían con un chirrido agónico, tanto que parecían a punto de quebrarse, y detrás seguía yo sujetando con firmeza el manillar de la inglesita y conteniendo la respiración cada vez que las ruedas se hundían hasta los ejes en las profundidades de un bache o pisaban de mala manera un canto, pensando que sería en el siguiente en donde habría de caerme. Una pandilla de mozalbetes desharrapados que jugaban en la calle, no teniendo cosa mejor que hacer, se entretuvo de repente en arrojarnos piedras con saña homicida según pasábamos, y apuntaban como objetivo preferente al parabrisas del camión, pero enseguida se les unieron también algunos adultos asomados a las puertas de sus casas y la lluvia de proyectiles que empezó a caer sobre nosotros llegó a convertirse en una seria amenaza para nuestra vida. Piedras del tamaño de un puño se estrellaban con estrépito contra la chapa del camión causándole notables abolladuras, y alguna de ellas, por más que yo me agachaba sobre la moto, estuvo a punto de impactar en mi cabeza. Tuve un breve momento de lucidez en el que comprendí que nos apedreaban para robarnos los sacos de harina, y seguramente el chófer también fue consciente de ello, porque de pronto detuvo bruscamente el vehículo y se bajó de la cabina empuñando una escopeta. Mi hermano bajó también, con la pistola en la mano, y vino hacia mí.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, creo que sí —respondí desorientado.
—Bájate, yo me ocupo de la moto —me indicó.
Me bajé. Las piedras volaban en todas direcciones. Era el pueblo entero el que nos apedreaba.
—Nos van a matar estos hijos de puta —dije.
—¡Métete bajo el camión y no te muevas! —me ordenó Juan.
Gateando me oculté en los bajos del camión y allí me quedé tumbado esperando a que sucediera un desastre. Sonaron varios tiros. No pude precisar si era mi hermano o el chófer quienes disparaban o por el contrario los disparos provenían del interior de las casas, pero lo cierto es que de repente dejaron de caer piedras y al cabo de unos instantes volvió Juan y me dijo:
—Súbete a la cabina, que nos vamos.
—¿Coges tú la moto?
—Sí, yo la cojo, dame las gafas y el pañuelo y vete a la cabina.
Eso hice. El camión ya estaba en marcha cuando me monté en la cabina. El chófer tenía una brecha enorme en la frente y sangraba a borbotones. Con la mano izquierda asía el volante y sujetando un trapo de dudosa higiene con la derecha se taponaba la herida. El cristal del parabrisas se había astillado y mostraba un boquete abierto por el impacto de una o de varias pedradas.
—¡Te han dado, te han dado esos cabrones! —exclamé.
—No es nada, compañero —respondió el hombre con tranquilidad pasmosa mientras salíamos de aquel pueblo maldito para volver a campo abierto—. Más les hemos dado nosotros. El hambre es muy mala, que te lo digo yo.
—¿Les habéis disparado, habéis matado a alguien? —pregunté sin poder disimular la curiosidad.
—¿Y a ti qué te parece? —respondió el chófer mirándome de reojo—. Teníamos que salir de ahí, ¿no? ¿Para qué llevo la escopeta? Yo también tengo que comer. ¡Era una emboscada en toda regla, coño!
—¿Puedes conducir? Tal vez debería verte un médico.
—Alcánzame la bota, anda. Me vendrá bien un trago. Cuando uno pierde sangre necesita beber, y a fin de cuentas el vino es rojo como la sangre.
Le entregué la bota. El chófer soltó el volante un momento, la alzó con la mano izquierda, clavó las uñas en el cuero renegrido y dejó caer un copioso chorro en su garganta echando la cabeza ensangrentada hacia atrás. El olor desagradable del vino rancio y apestoso se superpuso a todos los demás olores nauseabundos que se respiraban en el interior de aquella cabina. Me devolvió la bota dando un respingo y tomó de nuevo el volante del camión. Pero algo no iba bien.
—Me estoy mareando —dijo con voz pastosa—. ¿Tú sabes conducir?
—No.
—¡Oh, no es nada, no es nada, se me pasará! He de llegar hasta Albacete con la harina, tengo cinco hijos que mantener.
El camión empezó a hacer eses en la calzada mientras perdía velocidad. Aquel hombre ya no tenía fuerzas para pisar los pedales ni para sujetar el volante. Se estaba desangrando. Sentí un mortal desamparo. Finalmente nos salimos de la carretera y estuvimos a punto de volcar y caer por un talud, pero el camión se detuvo mansamente contra un montículo de tierra junto a la cuneta. El chófer se había desvanecido. O aún peor, estaba muerto. No lo sabía y no quería ni pensarlo. Salté de la cabina y corrí en busca de mi hermano.
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