jueves, 27 de abril de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 36ª Entrega




Un relato de Route 1963



Todos esos autos tienen gasolina —insistió mi hermano empezando a perder la paciencia—, gasolina muerta de risa, ya que no la necesitan para nada, porque están averiados o a punto de ir al desguace, pero nosotros, que somos tan obreros como tú, sí la necesitamos y no vamos a movernos de aquí hasta que nos la des, por las buenas o por las malas.

Entonces el hombre se levantó del asiento de repente y se encaró con Juan. Tenía más envergadura que mi hermano y tal vez siendo consciente de ello no encontró el menor reparo en asirle con las manos llenas de grasa de la pechera de la blusa como si quisiera levantarle en vilo, y es probable que lo hubiera intentado de no ser porque Juan reculó instintivamente unos pasos.

Lo que les pase a esos autos es algo que a ti ni te va ni te viene, ¿me has entendido? —dijo el encargado enfureciéndose por momentos—. Y aunque tengan gasolina por arrobas no voy a darte ni una gota, porque no se me pone el gusto en los cojones, así es que ya os estáis largando de aquí.

Ya sólo quedaba un modo de conseguir aquella maldita gasolina y mi hermano comprendió que era innecesario seguir perdiendo el tiempo con semejante energúmeno. Como en un rápido y habilidoso juego de manos de prestidigitador, pasó de abanicarle suavemente la cara con el fajo de billetes a hundirle de improviso el cañón de la pistola en la garganta. Y fue entonces cuando nuestra suerte empezó a cambiar de verdad.

Ya te he dicho que nos ibas a dar la gasolina por las buenas o por las malas —le explicó Juan recuperando la iniciativa—, y tú has elegido libremente que sea por las malas. No quiero matarte, y no lo haré, si colaboras. Pero que sepas que en todo caso, pase lo que pase, nos vamos a llevar esa gasolina, porque sólo para eso hemos venido a este taller repugnante y no pensamos marcharnos de vacío.

lunes, 17 de abril de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 35ª Entrega




Un relato de Route 1963



Quise creer que el disparo que estaba esperando haría temblar la tierra como un trueno apocalíptico y me dejaría sordo durante unos instantes, pero yo no sufriría ningún dolor, sólo un profundo aturdimiento, como si me hubiera caído de bruces en el interior de una enorme campana de hierro. ¿Sería esta, acaso, la primera sensación que tendría uno después de muerto? Pero enseguida escuché el chasquido de la corredera de la pistola expulsando el cartucho de la recámara y el crujir de unas pisadas que se alejaban sobre la grava de la cuneta, y a continuación el sonido familiar y acompasado del motor de la Brough Superior. Naturalmente mi hermano no había tenido el cuajo necesario como para dispararme. Este era el final del juego. Me incorporé penosamente y caminé renqueando unos pasos por la carretera hasta donde él se encontraba. Me estaba esperando. Nos conocíamos bien. Yo tampoco tenía el valor suficiente como para quedarme tirado en aquella cuneta mientras Juan se marchaba solo, y él lo sabía. Me arrojó la mochila sin dignarse a mirarme y mientras yo me la colocaba en la espalda y me subía en la moto quejumbroso por mis innumerables dolores, me dijo de mala gana:

No sé cómo en lugar de seguirte en tu estúpida comedia no te he dado dos buenas bofetadas a tiempo, que era eso lo que me apetecía hacer y lo que más te merecías, pedazo de imbécil.

A lo mejor era yo quien te las tenía que haber dado primero, por comportarte conmigo como un chulo y un matón —le contesté—, que pareces un asqueroso fascista.

¡A mí ni me hables!

¡Ni tú a mí!

jueves, 6 de abril de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 34ª Entrega




Un relato de Route 1963



Independientemente de que mi hermano creyese en Dios o no, y de que éste fuese a perdonarle si me mataba, a mí no me cabía ninguna duda de que quien no iba a perdonarle era yo, suponiendo que los muertos tuviesen la potestad de perdonar a sus verdugos, lo cual ya era demasiado suponer. Pero en realidad lo que buscaba Juan contando despacio hasta diez antes de ejecutar su sentencia era que yo me levantase enseguida y le diese de este modo la oportunidad de perdonarme la vida, porque de lo contrario, si al final me disparaba, le atormentarían para siempre la mala conciencia y los remordimientos inconsolables del asesino que se siente culpable de su crimen, y si no lo hacía sentiría la comezón humillante de la vergüenza y del ridículo, tan propia de los fanfarrones débiles de espíritu a quienes se les va la fuerza por la boca, pero que a la hora de la verdad son incapaces de llevar a cabo sus amenazas. Si un momento antes había estado convencido de que me iba a matar de inmediato, ahora le miré fijamente a los ojos y tuve la certeza que contaría hasta diez, hasta cien, hasta mil o hasta el infinito, pero jamás se atrevería a dispararme, y por eso no me moví de la cuneta.

Si vas a pegarme un tiro —le provoqué— no sé porqué no lo haces ya. No pienso levantarme. ¿Para qué necesitas contar hasta diez? Reconoce que no tienes cojones para matarme.

Qué poco me conoces, Mariano. Eso mismo pensaba yo, que nunca iba a ser capaz de matar a nadie, y mira. Ha sido encontrar esta pistola por un capricho del destino y empezar a sentirme muy fuerte. Los que entienden de estas cosas dicen que lo más difícil es vencer la repugnancia y el pudor de matar por primera vez. Pero cuando ya te has estrenado con uno después pueden venir en fila todos los demás, y no importa quienes sean. Debe de ser una simple cuestión de virilidad y de autoestima: matando te sientes seguro de ti mismo. No juegues con fuego, hermanito: voy a contar del uno al diez y después, sin que me tiemble el pulso, apretaré el gatillo.

Pues ya puedes empezar a contar. Creo que mientras tanto echaré una cabezadita. En tu mano está el que alcance el sueño eterno.

¡Uno! —dijo mi hermano comenzando su fatídica cuenta.

jueves, 30 de marzo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 33ª Entrega




Un relato de Route 1963



Pegados a la fachada de la pensión Juan me fue arrastrando trabajosamente por la acera sin soltar la pistola de la mano. Andaba unos metros y se volvía para mirar hacia el balcón en busca de nuevos enemigos, pero ya no encontró ninguno. El solo se había ocupado de dejar fuera de combate a los tres policías —o a quienes quiera que fuesen— que nos hostigaban. Enseguida volverían más, era de temer. De no haber sido por su determinación y por su sangre fría jamás habríamos salido con vida de allí. Mi pie derecho, hinchado y palpitante como una víscera, no hacía sino recordarme mi nueva condición de cojo, un contratiempo más que añadir a la extensa lista de los que llevábamos acumulados en el viaje. La Brough Superior se hallaba apenas dos manzanas calle arriba, oculta entre unos árboles. Juan, tan previsor como siempre, había tomado la precaución de no estacionarla frente a la pensión, pues su sola presencia habría despertado enseguida la curiosidad de la gente, y no digamos ya la de los milicianos o la de las autoridades, algo que había que evitar a toda costa si queríamos pasar desapercibidos. Y ni aún así lo habíamos conseguido, puesto que la policía nos seguía los pasos. Ser forastero en cualquier pueblo de España en aquel verano de 1936 le hacía a uno irremediablemente sospechoso. Aunque, pensándolo bien, en nuestras circunstancias nosotros habríamos resultado igualmente sospechosos incluso en lo más recóndito de una isla deshabitada. No teníamos escapatoria y sin embargo estábamos obligados a seguir huyendo por lo menos hasta Valencia o, llegado el caso, hasta el mismo fin del mundo.

Mi hermano se subió en la inglesita de un salto y la puso en marcha. Arrancó a la primera. Yo traté de subirme también lo más rápido que pude, pero el dolor del pie me hacía ver las estrellas y abortaba todos mis movimientos. Y había, además, otro inconveniente no menos grave. Juan se impacientó:

¿Subes ya, o qué? ¡Vamos, que es para hoy!

Es que no puedo —protesté—, me estorba la mochila.

jueves, 23 de marzo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 32ª Entrega




Un relato de Route 1963



Hay que salir de aquí inmediatamente —dijo mi hermano con voz trémula.

Sí, pero ¿por dónde?

Saltaremos por el balcón.

¿Por el balcón? ¿Es que acaso pretendes que nos suicidemos? —protesté.

Quedarnos aquí dentro sí que es un suicidio. Este sitio es una ratonera. Si no saltamos, nos matarán. ¡Rápido, al balcón!

Juan salió gateando de debajo de la cama sin soltar la pistola. Volvieron a sonar unos golpes terribles en la puerta de la habitación. No tardarían ni un minuto en echarla abajo. Abandoné el escondrijo envuelto en la toalla. Antes de salir al balcón vimos una puerta medianera que daba acceso a la habitación contigua, algo muy frecuente en las pensiones de la época, cuando muchas de las estancias estaban comunicadas entre sí. Lo habitual, desde luego, era que aquella y todas las demás puertas medianeras se hallasen cerradas con llave o todo lo más con un ligero pestillo, y así fue, en efecto, como nos la encontramos. Tratamos de abrirla a empujones, pero la puerta no cedió.

¡Al balcón! —repitió Juan.

Sobre una de las camas estaba tirada la ropa nueva que acabábamos de comprar. Cogí a toda prisa una blusa blanca, unos pantalones de pana marrones y unas alpargatas, y me vestí de mala manera. Mi hermano, que se había cambiado antes y vestía unas prendas muy parecidas a las mías, guardó la pistola en un bolsillo de sus pantalones, cogió la mochila y salió al balcón. Yo le seguí con un nudo en la garganta. Más que una huida precipitada y furiosa, aquello parecía una inmolación heroica, un sacrificio honorable y épico, a imagen y semejanza de las inmolaciones y sacrificios de los moradores de las ciudades asediadas de la antigüedad, que preferían arrojarse a las hogueras o despeñarse por las murallas antes que caer vivos en manos del enemigo. Dentro de lo malo, por lo menos estábamos en un primer piso y la altura que había desde el balcón hasta la acera de la calle no era excesiva, aunque seguramente sí la suficiente como para romperse la cabeza o las costillas si uno se daba un mal golpe.

¡Vamos, salta! —me ordenó Juan empujándome contra el barandal de hierro forjado del balcón.

viernes, 17 de marzo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 31ª Entrega




Un relato de Route 1963



Dudé durante unos segundos, aunque en realidad daba lo mismo enterarse antes de una cosa que de otra, puesto que a fin de cuentas iba a ser informado de ambas, por muy halagüeñas o terribles que fuesen.

Empieza por la mala noticia —respondí—. Los malos tragos que pasen cuanto antes.

He hablado con Madrid, con la pensión —prosiguió Juan con cara de circunstancias—, y resulta que a la señora Engracia, nuestra patrona, se la llevaron los milicianos anoche, de madrugada, horas después de marcharnos nosotros. Me lo ha dicho llorando una de las pocas chicas de servicio que todavía están allí.

La señora Engracia no se metía en política —razoné—, pero en todo caso simpatizaba con el Frente Popular, ¿no? ¿Por qué se la han llevado?

No lo sé, Mariano, seguramente se han vengado de nosotros con ella, pensando que nos ocultaba o que nos protegía, una represalia rastrera y vil, estas cosas suceden, y lo más probable es que la hayan matado.

¡Pobre mujer! —me compadecí—. Ella no tenía la culpa de nada, ni siquiera estaba al tanto de nuestros planes.

Lo sé —reconoció Juan un tanto compungido—, pero esto es lo que hay. Ya no podrá servirse del dinero que escondimos bajo la baldosa de la habitación. Para eso la llamaba, y mira de lo que me he enterado.

No hay que perder la esperanza —dije con escasa convicción—. La soltarán, y cuando la República gane la guerra volveremos a Madrid y nos encontraremos con ella, ya lo verás.

Mi hermano negó con la cabeza.

Gane quien gane esta maldita guerra nosotros nunca podremos regresar a Madrid. Difícil será incluso que podamos permanecer en España, escondidos en algún lugar en donde nadie nos conozca. Con unos vencedores o con otros siempre estaremos perseguidos. Nuestro destino es el exilio.

miércoles, 8 de marzo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 30ª Entrega




Un relato de Route 1963



Encontramos una pensión dudosamente limpia y confortable en el centro del pueblo y tomamos alquilada una habitación por unas horas. Los militares del convoy sanitario nos prestaron muy poca gasolina para la Brough Superior, apenas la imprescindible para poder arrancarla y desaparecer de su vista, que en el fondo era lo único que le interesaba al oficial que se había ocupado de nosotros, así es que nuestro principal problema, la falta de combustible para llegar a Valencia, seguía sin resolverse, pero al menos mi hermano pudo comprar ropa y calzado nuevo para los dos en una tienda cercana y encargar comida caliente en una taberna, porque la que llevábamos en la tartera (unas rebanadas de pan, unos pimientos asados, un par de huevos duros y algunos pedazos menudos de bacalao con tomate de la cena de la víspera) se nos hizo intolerable nada más olerla, de modo que la arrojamos sin ningún miramiento por el retrete comunal que se encontraba en una amplia estancia al final del pasillo. Allí se hallaba también la pesada bañera de hierro fundido de la pensión, que debía de llevar años sin usarse, a juzgar por los restos de óxido, moho y telarañas acumulados en su interior, y que el dueño del establecimiento se comprometió con tanta diligencia como sorpresa a limpiar y llenar después con agua caliente para que pudiéramos darnos un baño, como me había prometido Juan. En aquellos días revolucionarios y poco aseados la simple costumbre higiénica de bañarse en una bañera con agua caliente y jabón (la ducha no se conocía) era considerada por las clases populares como un inequívoco y provocador distintivo burgués, gozoso placer que el proletariado nunca había podido permitirse y que por eso mismo denostaba, pero a nosotros, que no éramos burgueses y siempre nos habíamos bañado por lo menos un par de días a la semana (lo cual ya era mucho para los usos de la época), no nos convenía en absoluto ser tomados por tales, lo que era tanto o más que ser tomados por fascistas —el verdadero motivo por el que habíamos salido huyendo de Madrid—, y lo primero que hicimos fue desbaratar el malentendido mostrándole a nuestro patrón las falsas identidades anarquistas que llevábamos encima. El hombre pareció comprender la situación. Después de todo se antojaba muy razonable que unos huéspedes como nosotros, agotados y sudorosos al cabo de varias horas de viaje en motociclo y en verano por las polvorientas carreteras españolas necesitasen de un baño reconfortante sin ser por ello confundidos con fascistas. Incluso muchos burgueses y fascistas genuinos no se habrían bañado en su vida, y no digamos ya los miembros del clero, que obsesionados como estaban con la desnudez del cuerpo humano, abominable instigador de todos los pecados de la carne, y en especial el cuerpo femenino, deploraban con furia desde los púlpitos de los templos la impía costumbre de bañarse.

Pero no era sencillo darse un baño siquiera tibio en aquellos años, y menos en una modesta pensión de un pueblo de la Mancha. Sin agua corriente ni jabón y con notable escasez de combustible para calentar grandes cantidades de líquido el procedimiento se volvía trabajoso y desalentador. La mujer y dos hijas de nuestro patrón, apenas unas niñas, tuvieron que hacer innumerables viajes con baldes de agua hirviendo para llenarnos la bañera. Nunca supimos cómo ni dónde pudieron calentarla. También nos trajeron dos toallas deshilachadas y una pieza verdosa de jabón de sebo, áspera y basta como la piedra pómez. Echamos a suertes el turno del baño, conociendo de antemano el hecho de que quien lo hiciese en segundo lugar se bañaría ya con el agua sucia y fría, puesto que estaba descartado que nos la fuesen a cambiar. Mi hermano arrojó una moneda al aire y antes de que cayese al suelo, a sabiendas de que me perseguía un fatalismo inevitable, yo ya me había resignado, por si acaso. Hice bien, porque me tocó el segundo turno. Juan me sonrió triunfante.

No te apures, hermanito, que estaré poco rato.

Eso no te lo crees ni tú —respondí sin abandonar mi sombrío fatalismo—. Como si no te conociera. Me voy a echar en la cama. Cuando termines me avisas.

viernes, 3 de marzo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 29ª Entrega




Un relato de Route 1963



¿Dónde está ese herido? —preguntó acercándose un oficial republicano que llevaba una gorra de plato con la visera hundida sobre la cara para resguardarse del sol.

Aquí, en la cabina.

¡Enfermera, enfermera! —voceó el militar sin hacer siquiera ademán de asomarse al camión.

Venciendo todo el pudor de mi sucia desnudez tuve que bajarme de la cabina, como es lógico. Durante unos instantes pensé en hacerlo por el lado derecho, en donde podía quedar en principio a resguardo de las miradas indiscretas de aquella multitud, pero se me interponía el cuerpo del chófer, caído sobre el asiento corrido, y esto dificultaba tanto mi maniobra y la hacía tan sospechosa que no tuve más remedio que bajarme por la izquierda y quedar de inmediato a merced de las dos enfermeras que se acercaban, las cuales me tomaron enseguida por el verdadero herido cogiéndome protectoramente de los brazos.

Yo no —dije—, ahí dentro.

En esos momentos, como en tantos otros desde que había estallado la guerra, habría vendido mi alma al diablo sin dudarlo a cambio de poder pasar desapercibido, o aún mejor, de poder hacerme invisible a voluntad, tal era el desasosiego que me producía la mirada de aquella gente anónima —militares, enfermeras, médicos y paisanos— que clavaban sus ojos en mi cuerpo astroso y fruncían el ceño en un gesto que no se sabía muy bien si era de lástima o de repugnancia. Creo que sólo dejé de ser el centro de atención de tantas miradas cuando sacaron al herido y lo tumbaron en el suelo, sobre una manta, en mitad de la carretera. Escuché una voz extraña a mi espalda que preguntaba:

¿Qué os ha pasado? ¿De dónde venís?

Del infierno —respondí sin volver la cabeza para no ver a quien me hablaba.

viernes, 24 de febrero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 28ª Entrega




Un relato de Route 1963



La maroma que tiraba de la moto se había partido en dos con los vaivenes del camión, pero milagrosamente mi hermano estaba ileso y empujaba la inglesita por la carretera con gesto de abatimiento. Y no era para menos. Todo se nos volvía en contra. Todas las contrariedades posibles e imposibles nos salían al encuentro y nos presentaban su peor cara. ¿Qué más podría sucedernos? Y sin embargo seguíamos vivos, rotos y agotados pero vivos, y aún con una brizna de fuerza en las piernas como para poder continuar al encuentro de lo que tuviera que ser, de lo que nos deparase nuestro destino. Tal vez inconscientemente me consolaba el hecho de comprender que otros estaban mucho peor que nosotros, incluso estaban muertos, y el saberme vivo en medio de aquella guerra despiadada le otorgaba un valor añadido a mi consuelo, un aura de intrepidez y de heroísmo, un halo de valentía y determinación.

El chófer está en las últimas —le dije a mi hermano—. Sangra mucho por la cabeza y se ha desmayado. O tal vez ya esté muerto.

Vamos a verlo.

Corrimos de vuelta a la cabina. Sudábamos a mares. Abrimos la portezuela de la derecha y el cuerpo inerte del hombre casi nos cayó encima. Lo empujamos hacia dentro y Juan le palpó la garganta con los dedos en busca de pulso. Un moscardón negro azulado zumbaba en torno al coágulo de sangre que el chófer tenía en la cabeza.

Le han dado un buen cantazo en la frente —observó mi hermano—. Todavía está vivo y creo que aguantará. Tenemos que llevarle a un médico, pero para eso necesitamos primero salir de aquí y encontrar otro pueblo en donde no sean tan hostiles. ¿Nos queda agua?

Ni una gota. Te lavaste con ella.

Hay que vendarle la cabeza para contener la hemorragia —me indicó Juan—. Por el momento no podemos hacer otra cosa, e incluso esta la vamos a hacer mal, porque tampoco tenemos vendas. Quítate la camisa. Está un poco más limpia que la mía.

sábado, 18 de febrero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 27ª Entrega




Un relato de Route 1963



Mi hermano y el chófer volvieron a la cabina del camión, y en cuanto el motor se puso en marcha del tubo de escape empezó a manar un humo algodonoso y negro que me envolvió por completo haciéndome, seguramente, invisible.

¡Allá vamos, agárrate fuerte! —me gritó Juan asomando la cabeza por la ventanilla, aunque yo no podía verle.

Sentía todo mi cuerpo en tensión y me costaba un gran esfuerzo respirar. Los cristales de las gafas, que llevaba ceñidas al cráneo con una cinta elástica, estaban llenos de arañazos que me distorsionaban la ya de por sí escasa visión, prácticamente limitada al contorno borroso de las maderas astilladas de la caja del camión y de los sacos de harina que se apilaban en ella. El camión echó a andar muy despacio y durante menos de dos segundos, que a mí se me hicieron eternos, la moto permaneció inmóvil, pero de repente la soga se tensó pegando un tirón brusco acompañado de un crujido, y empezamos a movernos lentamente. Transcurrieron unos cuantos metros sin que me atreviese a levantar los pies del suelo y fui arrastrando las alpargatas por la tierra y las piedras de la calzada hasta que recordé que mi hermano me había dicho que podía partirme una pierna, y entonces los subí a los estribos. La moto se zarandeó de un lado a otro acusando mi peso y mi precario equilibrio, y estuve a punto de caerme. El asiento individual con amortiguación de muelles era duro, incómodo e inestable. Agarré el manillar con fuerza y apreté los dientes. La soga crujía como un mueble viejo acusando el tremendo esfuerzo de la tracción y algunos de sus gruesos hilos de cáñamo resecos y endurecidos por el paso del tiempo parecían a punto de partirse, pero seguíamos avanzando, y aunque yo estaba todavía lejos de alcanzar la suficiente confianza en mí mismo, por lo menos me felicité sinceramente por el hecho de no haberme caído todavía, dadas las circunstancias. Nuestra velocidad fue aumentando poco a poco, y vi en el velocímetro de la inglesita los cuarenta kilómetros por hora. A ese ritmo de marcha el humo del escape del camión conseguía disiparse un poco en la atmósfera, concediéndome un respiro, y nunca mejor dicho, pero entonces eran sus ruedas traseras gemelas las que empezaban a levantar una polvareda densa y cegadora, y a pesar de la protección de mi embozo si movía los dientes la tierra rechinaba entre ellos. A veces el camión perdía velocidad sin motivo aparente, y por lo tanto la soga se destensaba y la moto se embalaba contra la caja dispuesta a estrellarse, y yo apretaba el freno delantero con cuidado, apenas acariciándolo, como me había instruido mi hermano, pero antes de detenerme del todo la soga se tensaba de nuevo con violencia dándome un tirón brusco que parecía que iba a descoyuntarme. Cada vez que el chófer levantaba el pie del pedal del acelerador y volvía a pisarlo una terrible vaharada de humo negro y asfixiante se me venía encima dejándome sin aliento, y en no pocas ocasiones llegué a creer que me desmayaba. Cuando tomábamos una curva Juan se asomaba por la ventanilla y me hacía con los brazos señas incomprensibles a las que yo respondía sólo con la cabeza —pues no me atrevía a soltar las manos del manillar— con otros gestos todavía más incomprensibles, porque a ciencia cierta no sabía cómo hacerle llegar mi deseo de que acabase cuanto antes aquella tortura, pero él debía de entenderlos como señal de conformidad y asentimiento y volvía a la cabina satisfecho: su esforzado hermanito se estaba comportando como un hombre, debía de pensar.