Un relato de Route 1963
Quise creer que el disparo que estaba esperando haría temblar la tierra como un trueno apocalíptico y me dejaría sordo durante unos instantes, pero yo no sufriría ningún dolor, sólo un profundo aturdimiento, como si me hubiera caído de bruces en el interior de una enorme campana de hierro. ¿Sería esta, acaso, la primera sensación que tendría uno después de muerto? Pero enseguida escuché el chasquido de la corredera de la pistola expulsando el cartucho de la recámara y el crujir de unas pisadas que se alejaban sobre la grava de la cuneta, y a continuación el sonido familiar y acompasado del motor de la Brough Superior. Naturalmente mi hermano no había tenido el cuajo necesario como para dispararme. Este era el final del juego. Me incorporé penosamente y caminé renqueando unos pasos por la carretera hasta donde él se encontraba. Me estaba esperando. Nos conocíamos bien. Yo tampoco tenía el valor suficiente como para quedarme tirado en aquella cuneta mientras Juan se marchaba solo, y él lo sabía. Me arrojó la mochila sin dignarse a mirarme y mientras yo me la colocaba en la espalda y me subía en la moto quejumbroso por mis innumerables dolores, me dijo de mala gana:
—No sé cómo en lugar de seguirte en tu estúpida comedia no te he dado dos buenas bofetadas a tiempo, que era eso lo que me apetecía hacer y lo que más te merecías, pedazo de imbécil.
—A lo mejor era yo quien te las tenía que haber dado primero, por comportarte conmigo como un chulo y un matón —le contesté—, que pareces un asqueroso fascista.
—¡A mí ni me hables!
—¡Ni tú a mí!
En realidad ambos sabíamos que no íbamos a estar mucho tiempo enfadados. Volvíamos a encontrarnos los dos a bordo del mismo barco, y como antes, ahora era necesario que siguiésemos remando juntos en la misma dirección si queríamos alcanzar nuestro objetivo de llegar a Valencia. Después de un buen rato dando tumbos y tragando polvo por aquella impracticable carretera de tierra conseguimos salir de nuevo a la general de Madrid a Cartagena. Como era la hora de la comida —para quien tuviera con qué hacerla, pues nosotros seguíamos en ayunas— y hacía un calor sofocante que invitaba más a la siesta que a viajar, apenas si había tránsito. Ni siquiera la guerra era lo bastante importante como para poder acabar con esta costumbre genuinamente española de la siesta. Como dos fantasmas alados atravesamos a toda velocidad un par de pueblos manchegos que estaban sumidos en el silencio y en el sopor de las tres de la tarde. Por delante de nosotros se extendía una inmensa recta de asfalto gris que se perdía en el horizonte y mi hermano abrió con decisión el puño del gas de la inglesita a sabiendas de que la poca gasolina que nos habían prestado los sanitarios militares no nos permitiría llegar muy lejos, y eso era lo que yo deseaba fervientemente, parar cuanto antes, porque tenía tanta hambre —además de los dolores consabidos— que pensaba que podría desmayarme en cualquier momento. Pero la suerte, esa dama esquiva y traicionera, volvió a ponerse de nuestro lado, porque cuando menos lo esperábamos ocurrió el milagro y hallamos un taller mecánico a la salida de un pueblo.
En aquellos años de penurias y carestías en un país tan atrasado como España, el hecho de encontrar de repente y fuera de las ciudades un establecimiento en el que pudiera prestarse algún tipo de servicio era casi tanto como decir que a uno le acababa de tocar la lotería. Después ese servicio, el que quiera que fuese, podría ser efectivamente prestado o no, y lo habitual era que no se prestase o se prestase con demasiadas deficiencias, pero por lo menos, encontrado el establecimiento en cuestión, cabía alguna posibilidad. El edificio que albergaba el taller era una construcción tosca de paredes de cemento renegridas sobre las que veían rótulos pintados a mano en los que podían leerse algunos de los servicios ofrecidos, como forja, planchistería, pintura, ebanistería, guarnicionería, cromo níquel, soldadura autógena, metalistería, construcción de muelles de todas clases y venta de vehículos de ocasión. Otro rótulo publicitario rezaba: Más kilómetros con un Peugeot. En el patio, a pleno sol, se alineaban decenas de automóviles herrumbrosos entre pilas de neumáticos viejos y montones de chatarra esparcidos por el suelo polvoriento en el más completo desorden. Varias operarias vestidas con monos azules de trabajo iban y venían por el patio portando largas barras de hierro mientras otras, con los capós de los autos levantados, se ocupaban en las más diversas reparaciones. Estaban todas tan absortas en sus respectivas tareas que no llegaron a percatarse de nuestra presencia. Nos bajamos de la moto y mi hermano les preguntó por el capataz o el encargado del taller, lo que nos llevó hasta otro patio interior cubierto en donde un hombre encorvado sobre el extraño armazón metálico de un asiento de automóvil, que tenía un siniestro parecido con una silla eléctrica, manipulaba en las piezas de un motor rodeado de hierros, de llantas y de volantes de automóvil.
—Buenas tardes —le saludó Juan.
El hombre ni siquiera nos miró. Sólo dijo:
—¿Sí?
—Somos de la Ceneté y vamos a Valencia —le explicó mi hermano—. Necesitamos gasolina, compañero.
El encargado, que seguía sin mirarnos, no movió ni un solo músculo de la cara. Su indiferencia parecía más una cuestión de calculado desprecio que de mala educación.
—A otro perro con ese hueso, amigo —respondió sin abrir casi la boca—. Aquí no vendemos gasolina. Esto es un taller mecánico, no una estación de servicio, así es que si no queréis otra cosa ya podéis marcharos por donde habéis venido.
Fue tal vez la exagerada hostilidad de aquel individuo lo que pareció enfurecer a Juan, que se llevó entonces una mano al bolsillo del pantalón. Pensé que iba a sacar la pistola, pero no lo hizo. El recurso a la violencia todavía podía esperar mientras existiesen otros métodos de persuasión más civilizados, así es que lo que extrajo del bolsillo fue un pequeño fajo de billetes con los que abanicó suavemente el rostro del hombre.
—Ya sé que esto no es una estación de servicio —le dijo mi hermano con forzada amabilidad, porque seguramente lo que más le apetecía en ese momento era golpearle en la cara con alguno de aquellos hierros que había por el suelo—, pero esos autos que están ahí arrinconados seguro que tienen algo de carburante en sus tanques, y nosotros estamos dispuestos a comprarte unos pocos litros.
El individuo nos miró por fin de reojo y negó con la cabeza. Su mirada era fría y despectiva y vi que llevaba los pantalones del mono azul de trabajo atados con una cuerda a la cintura. Debía de ser un gran miserable, pero no había sido buena idea ofrecerle dinero. En aquellos días el dinero iba perdiendo buena parte de su escaso valor, sobre todo en el ámbito rural, ya que cada vez quedaban menos bienes y servicios que poder pagar con él. En tiempos de carestías y estrecheces la gente retornaba a formas de comercio primitivas, como el pago en especie o el trueque. Las mercancías y los servicios, tan escasos, se cotizaban más que el propio dinero devaluado por los vaivenes de una economía en plena crisis y agravada, además, por el estallido de la guerra, de tal suerte que se cambiaban huevos por patatas, patatas por aceite, aceite por harina, harina por vino, vino por tabaco, tabaco por piedras de mechero, y así sucesivamente hasta abarcar todos los productos que circunstancialmente pudiesen encontrarse en el mercado. Pero nosotros no teníamos nada de esto, salvo el tabaco, que ya empezaba a escasearnos, y tampoco sabíamos a cambio de qué se conseguía la gasolina, si es que los particulares realmente podían conseguirla de alguna manera.
—No quiero vuestro dinero —respondió el encargado volviendo a sus quehaceres—, y además ya os he dicho que aquí no tenemos gasolina. Largaos y dejadme trabajar, que tengo mucha faena.
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