viernes, 27 de enero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 24ª Entrega




Un relato de Route 1963



A pesar de que corrían malos tiempos, muy malos tiempos, podríamos decir, puesto que estábamos en guerra, lo habitual era que los chóferes se detuvieran en la carretera cuando alguien les hacía señas en solicitud de ayuda. La solidaridad se practicaba y se socorría al prójimo muchas veces sin pensar en los posibles riesgos, o precisamente pensando en ellos, pues era preferible parar el vehículo por las buenas antes que exponerse al tacto frío del cañón de un arma sobre la nuca o a recibir un tiro por la espalda, llegado el caso. Y por otra parte, siendo como eran pésimas la mayoría de las carreteras españolas y lentos los más de los vehículos a motor que circulaban por ellas, sobre todo camiones y autobuses, darse a la fuga solía ser siempre la peor opción posible.

Fuese por todas estas o por otras razones, lo cierto es que aquel camión se detuvo unos metros por delante cuando le hicimos señas con los brazos desde la cuneta. Sin apagar el motor, que resollaba como un caballo viejo agotado por un esfuerzo excesivo, el chófer se bajó de la cabina y vino hacia nosotros. Era un hombre alto y fornido, de mediana edad, que calzaba alpargatas y vestía pantalones negros y una camisa blanca remangada por debajo de los codos y desabrochada desde el cuello hasta el abdomen. Sudaba copiosamente y según iba caminando se pasaba uno y otro antebrazo por la frente para secársela, pero se trataba de un gesto inútil, porque enseguida volvía a cubrírsele de gotas de sudor pequeñas y brillantes como perlas.

Necesitamos ayuda —dijo mi hermano saliéndole al encuentro.

El hombre nos miró de arriba abajo con curiosidad. La Brough Superior aparcada a nuestro lado tampoco escapó a su observación.

¿De la Ceneté? —preguntó.

Sí.

Yo soy de la Fai, de la sección del transporte. ¡Salud!

domingo, 22 de enero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 23ª Entrega




Un relato de Route 1963



Apenas si había terminado de hablar cuando se escuchó el sonido de la segunda moto que se marchaba camino abajo. Mi hermano reconoció la parte del error que le correspondía:

Bueno, ha sido una falsa alarma. Sólo se había quedado rezagado. Esas máquinas a veces fallan al arrancar. Ya podemos salir, pero con cuidado, no vaya a ser que vuelvan.

Nos asomamos con precaución por encima de las hojas de los girasoles. Desde aquella zona de la loma se divisaba un breve tramo de la carretera, justo en donde desembocaba el camino de tierra por donde habíamos subido. Los carabineros no tardaron en llegar al cruce y giraron a la izquierda en dirección a Tarancón. El zumbido de sus motos todavía se pudo oír durante unos segundos, cada vez más lejano y tenue, hasta que cesó por completo.

De esta hemos salido —dijo Juan sacudiéndose el polvo de la camisa y de los pantalones—, pero ahora tenemos que volver a empezar desde cero. Y lo primero, encontrar la inglesita.

Parecía fácil, pero no lo fue y nos llevó un buen rato el dar con ella. En algún lugar de aquella loma sembrada de espesos girasoles habíamos abandonado con precipitación la Brough Superior, y ahora necesitábamos recordar todos nuestros pasos para desandarlos y encontrarla. También habíamos tenido mucha suerte de que no la encontrasen antes los carabineros, en cuyo caso la situación habría sido muy diferente, y no queríamos ni pensar en sus consecuencias. Pero nosotros, como seres urbanos que éramos, nos orientábamos muy mal en el campo, de modo que todos los estrechos surcos y vericuetos de la plantación se nos antojaban idénticos y teníamos la impresión de andar dando palos de ciego para acabar regresando siempre al punto de partida, es decir, a ninguna parte, mientras la moto seguía sin aparecer.

A lo mejor, si salimos al camino y volvemos a entrar, tenemos más suerte —se me ocurrió decir.

¡Buena idea, hermanito, buena idea! —me felicitó Juan.

domingo, 15 de enero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 22ª Entrega




Un relato de Route 1963



Sólo por casualidad fui yo quien los vio a ellos primero, a unos doscientos metros de distancia, pero todavía en el camino de tierra. La sorpresa casi me dejó mudo.

Están ahí —le indiqué a Juan moviendo apenas los labios, mientras volvía a ocultarme a su lado.

¿Estás seguro?

Me temo que sí.

Juan se asomó muy despacio apartándose las hojas de la cara. Yo me asomé con él. Si alguien nos hubiera descubierto le habríamos parecido un par de niños traviesos jugando al escondite. Menos a la pareja de carabineros, por supuesto. Se habían bajado de las motos y observaban en silencio a su alrededor sin soltar el fusil de la mano. Estaban muy juntos, casi espalda con espalda, y cada uno de ellos miraba hacia una orilla del camino, pero ambos veían lo mismo, un inmenso mar de girasoles que se cimbreaban levemente mecidos por la suave brisa de la mañana. Tal vez estuvieran pensando que buscar allí a dos fugitivos habría sido tanto como intentar buscar una aguja en un pajar, y por eso hubo un momento en el que yo creí que iban a terminar por subirse en las motos y marcharse, y de hecho se acercaron a ellas con intención de subirse, pero cuando ya cantábamos victoria ocurrió algo increíble, se dieron la vuelta y uno de ellos sacó una moneda de un bolsillo de la casaca de cuero, se la mostró a su compañero, señaló con el brazo extendido primero a un lado del camino y luego al otro, arrojó la moneda al suelo, la recogió, volvió a mostrársela a su socio, éste asintió, se adentraron en la plantación de girasoles y echaron a andar los dos con los fusiles terciados hacia el lugar preciso en donde nos encontrábamos.

¡Joder, Mariano —exclamó mi hermano postrándose de rodillas—, nos ha tocado la china!

domingo, 8 de enero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 21ª Entrega




Un relato de Route 1963



La Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport de los años veinte era todavía en 1936 la mejor motocicleta de todos los tiempos, y no sólo por la cuidada calidad de sus componentes mecánicos, sus exclusivos acabados de un lujo exquisito del que muy pocos motoristas privilegiados podían disfrutar, dado el desorbitado precio de la máquina, que se fabricaba prácticamente por encargo —el Rolls Royce de las dos ruedas, se la llegó a denominar—, su rendimiento apabullante para las otras motos de la competencia —hasta cien millas por hora acreditadas, una velocidad excesiva para las carreteras de la época en cualquier país del mundo—, y su probada resistencia y fiabilidad ante las condiciones más adversas de utilización. Porque, además de todo esto, por si fuera poco, la Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport, así como los demás modelos de la marca británica, tenía, a decir de los entendidos como mi hermano, un carisma y una nobleza míticas sin parangón con máquina alguna, por moderna que fuese, de modo que lo que para otras era imposible para ella se convertía en realidad con el sólo objeto de satisfacer los deseos de su propietario.

Pero una cosa era el mito y otra cosa muy distinta que nuestra inglesita pudiera seguir funcionando sin gasolina y sin aceite sólo por un capricho antojadizo de mi hermano. Y sin embargo, justo es reconocerlo, algo de cierto debía de haber en ese mito que todos le atribuían a la SS100, porque cuando los carabineros que nos seguían con sus motos estaban pisándonos los talones y nosotros ya lo dábamos todo por perdido, todavía la inglesita, haciendo un alarde de la dignidad aristocrática que le caracterizaba, fue capaz de embalarse durante tres o cuatro kilómetros, suficientes como para sacarles a aquellos perseguidores una ligera ventaja provisional que nos concedió no poco respiro.

Habíamos salido de Tarancón y rodábamos otra vez por carretera abierta, sintiendo en la cara el aire templado del verano. La pareja de carabineros circulaba en paralelo —lo cual les restaba eficacia en su tarea, pero tal vez eran esas las ordenanzas del Cuerpo—, con las motos muy juntas, casi tocándose con los extremos de los manillares, y a veces parecía que aminoraban la marcha y se ponían a gesticular como si deliberasen acerca de la conveniencia de cesar en la persecución y darse la vuelta. Probablemente hubieran regresado a Tarancón de comprobar que no nos acortaban la distancia, lo que habría sucedido sin duda de funcionar la Brough Superior a pleno rendimiento, porque con sus máquinas toscas y mal preparadas las opciones de alcanzarnos eran mínimas. Pero en cambio, casi agotado el combustible en el tanque de nuestra moto, ellos habían comprendido que aún tenían muchas posibilidades de capturarnos. Seguramente les movía más la curiosidad de saber quiénes éramos que el propio celo profesional de infligir un severo escarmiento a dos fugitivos de la autoridad que acababan de hacer caso omiso a una orden de detenerse. Aunque en aquellos días de violencia e impunidad, en los que se mataba y se moría por nada, tampoco habría sido tan extraño que estos hombres vestidos de cuero negro y armados con fusiles reglamentarios salieran a las carreteras de su jurisdicción dispuestos a cobrarse un tributo de sangre al azar, sin motivo ni propósito alguno, a lo mejor tan sólo empujados por algo tan imprevisible como un pasajero cambio de humor.

domingo, 25 de diciembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 20ª Entrega




Un relato de Route 1963



Tarancón era un importante población agrícola y núcleo estratégico de aprovisionamiento y de comunicaciones ferroviarias con la capital de la República, de la que distaba menos de noventa kilómetros. Viejos trenes de madera se alineaban sobre las vías de la estación a la espera de recibir la orden de proseguir su viaje hacia el interior de la Península o hacia Levante. Uno de ellos, procedente de Valencia, llegaría ese mismo 1 de agosto a Madrid transportando efectivos militares de refresco destinados a reforzar las guarniciones empleadas en la defensa de la ciudad ante la más que inminente ofensiva de las tropas fascistas sublevadas. Mientras nosotros escapábamos a toda prisa de la capital, soldados entusiastas embriagados de cánticos y de banderas entrarían en ella a bordo de uno de aquellos ruinosos trenes de vapor que circulaban a velocidades de tortuga. Lo supimos semanas o meses más tarde, pero siempre nos llamó la atención por cuanto tenía de coincidencia con nuestra huida.

En los primeros días de la guerra el ambiente popular que se respiraba en el país tenía más de festivo que de bélico, si nos atenemos a los hechos conocidos. Milicianos y paisanos voluntarios marchaban al frente por la mañana pobremente armados, cuando no desarmados por completo, en autobuses de línea y en autos particulares en los que regresaban por la noche a dormir a sus casas. Provistos de tarteras con tortillas de patata y de botas de vino en lugar de fusiles, parecía que acudieran alegremente a una romería en vez de hacerlo a los campos de batalla en los que iba a decidirse el futuro de la nación. Y meses más tarde, cuando el conflicto ya había alcanzado todo su sangriento desarrollo, si eventualmente entraban en contacto con el enemigo era demasiado probable que acordasen largas pausas en el combate para cambiar alimentos, café o cigarrillos con los contrarios, y una vez hechos los trueques pertinentes cada bando volvía a sus trincheras y se reanudaba la lucha. Pero es que incluso en los momentos más dramáticos de la historia los españoles siempre hemos sido incapaces de renunciar a nuestra peculiar idiosincrasia.

Pero nosotros, desde luego, no estábamos por tomarnos las cosas tan a la ligera. Era difícil saberlo, pero muy probablemente nuestra moto fuese la única Brough Superior SS 100 que circulaba por España en aquellos años, y por más que llevásemos falsificada su documentación y sus placas de matrícula seguía siendo un vehículo demasiado exclusivo y singular como para poder pasar desapercibido en ninguna huida, y menos aún si a quienes se la habíamos arrebatado por sorpresa apenas unas horas antes les daba por buscarla —por buscarnos— empujados por un súbito deseo de venganza que nosotros, si nos encontraban, no podríamos por menos que pagar con nuestra propia vida. Y es que no había que descartar en absoluto la posibilidad de que los milicianos anarquistas madrileños se hubiesen puesto en contacto telefónico con sus correligionarios de la provincia de Cuenca y de otras provincias leales limítrofes con Madrid ante la más mínima sospecha de que nosotros pretendiéramos escapar por carretera. Teniéndonos por genuinos fascistas como nos tenían, tal vez pensaran incluso que nuestra verdadera intención era cruzar las líneas enemigas para unirnos a los sublevados, en cuyo caso la carretera de Valencia, que se adentraba en un extenso territorio que había quedado en manos de la República, no parecía la ruta más adecuada para este propósito. Y si era buena esta suposición, por tanto, lo razonable es que nos buscasen por la carretera de la Coruña —una temeridad, porque nadie habría tratado de escapar por ella sabiendo de los violentos combates que se libraban en la sierra de Guadarrama—, por la de Irún o por la de Aragón, destinos ambos demasiado inciertos. Quizá después de todo no nos buscaban por ninguna parte, ocupados como estaban en Madrid en la persecución de otros fascistas acreditados o supuestos, y mis temores eran infundados.

domingo, 18 de diciembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 19ª Entrega




Un relato de Route 1963



Tan pronto como salimos otra vez a terreno despejado Juan me avisó para que me sujetara bien, porque iba a hacer correr de verdad a la Brough Superior, la máquina más veloz de la época, y apenas si había tenido tiempo de comprender su oportuna advertencia cuando sentí un violento tirón en los riñones y la moto empezó a rodar a una velocidad endiablada sobre una calzada irregular que ahora estaba pavimentada con una fina capa de asfalto rugoso y medio deshecho en algunas curvas en las que entrábamos derrapando con las dos ruedas y a punto siempre de salirnos a la cuneta, o al menos eso era lo que yo me temía que pudiera suceder en cualquier momento. Y como si quisiera de repente recuperar todo el tiempo perdido, mi hermano no cesó en su frenética carrera durante un buen puñado de kilómetros que a mí se me hicieron insufribles mientras íbamos dejando atrás vertiginosamente un paisaje polvoriento de lomas desmochadas, olivares y campos de labor camino del valle del Tajuña. En muchas de esas lomas la mano del hombre había ido excavando con el curso de los años profundas y negras cuevas que se internaban en las entrañas de la tierra y que servían de hogar a familias menesterosas tiznadas por la mugre de la miseria. Vimos niños harapientos y recién levantados asomados a la boca de sus cuevas con la mirada perdida en una triste lejanía y ancianos que encendían fogatas en los desmontes para calentar la primera —y tal vez la única— comida que harían en todo el día. Mujeres medio desnudas sacaban del interior de las oscuras covachas colchones de borra destripados para orearlos al sol. Algunos hombres en camiseta se encorvaban sobre el suelo y recogían basura que iban depositando en unos enormes serones de esparto. Había enseres viejos, trapos sucios, botes oxidados, botellas rotas y restos de neumáticos deshechos por todas partes. La brisa de la mañana traía hasta nosotros un olor nauseabundo a putrefacción, enfermedad y muerte. Los desheredados que habitaban en estos muladares, víctimas de una miseria secular e irredenta, probablemente ni tenían noticias de que había estallado la guerra en España. Nadie se había acercado hasta ellos para comunicárselo y tampoco debía de interesarles demasiado. Eran como seres alucinados que viviesen en otro mundo.

domingo, 11 de diciembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 18ª Entrega




Un relato de Route 1963



En las carteras de la moto tampoco estaba la pistola, y si estaba, aquel hombre no la vio o no quiso verla, porque apenas si les echó un vistazo apresurado, le devolvió la documentación a mi hermano y dijo sin mirarnos:

Pueden marcharse. ¡Vamos, circulen!

Nos subimos en la inglesita y arrancamos. A mí se me escapó un profundo suspiro de alivio. Mi hermano volvió la cabeza para explicarme:

La policía secreta no se mete con los anarquistas. Órdenes del Gobierno. Y no vamos a ser tan ingenuos como para creer que ese tipo no se ha dado cuenta de que todos nuestros papeles eran falsos. Naturalmente ha hecho la vista gorda.

Ahora comprendo, pero... ¿qué ha sido de la pistola? No me digas que la dejaste en la Dehesa de la Villa.

La curiosidad mató al gato —respondió Juan, y me pareció que sonreía—. No te preocupes, la pistola y las municiones vienen con nosotros, en un lugar seguro. Lo único que dejé en el bosque fueron los listados malditos: los quemé mientras dormías.

Bueno, tú sabrás. No quiero ser indiscreto.

Más te vale. Por cierto, que sepas que en cuanto veamos una estación de servicio tendremos que llenar el bidón, vete haciéndote a la idea.

Ya me hago —le dije, y sólo de pensarlo me empezaron a doler los riñones—, pero recuerda que me prometiste que nos turnaríamos y me dejarías conducir.

Conducir, conducir... —silabeó mi hermano—, pero habrá que encontrar el momento, y no creo que estén ahora las cosas como para perder el tiempo enseñándote a conducir y que por menos de nada tengamos una desgracia. Casi prefiero llevar yo la mochila todo el tiempo antes que correr ese riesgo.

domingo, 4 de diciembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 17ª Entrega




Un relato de Route 1963



Se mirase por donde se mirase, esta vez sí que no teníamos escapatoria alguna. En las ocasiones anteriores en las que nos habíamos visto acorralados, en el último instante siempre habíamos encontrado una vía de escape providencial, ya fuesen los largos corredores de la pensión de la señora Engracia, una boca de Metro abierta, las estrechas callejuelas del barrio de Tetuán o un camino oscuro y solitario a través de los bosques de la Dehesa de la Villa. En cambio ahora, de viaje precipitado por la carretera general y a las puertas de Arganda, cualquier otra cosa que hiciésemos que no fuera detenernos ante los gestos imperativos de aquellos hombres en mangas de camisa que parecían desarmados —pero que sólo lo parecían, y no por ello resultaban menos intimidantes, más bien al contrario— seguramente nos habría costado la vida. Incluso lo más probable, y esto era lo peor de todo, es que tampoco el hecho de detenernos de inmediato pudiera salvarnos de una muerte cierta si tales individuos, quienesquiera que fuesen, nos estaban esperando.

Y sin embargo, a pesar del terror que había vuelto a apoderarse de mí y de la propia impotencia que sentía al no poder tomar ninguna decisión, agarrotado como iba en el asiento trasero de la moto, de repente me acordé de la pistola y pensé que sólo un arma podría sacarnos con bien de allí si tomábamos la opción de defendernos, de abrirnos paso a tiros, de morir matando si de todos modos ya estábamos sentenciados a muerte hiciésemos lo que hiciésemos. Ni siquiera podía saber si aquella pistola Astra 400 que sólo la casualidad había puesto en nuestras manos se encontraba ahora en una de las carteras laterales de cuero de la Brough Superior o acaso por ventura la llevaba mi hermano en alguno de los bolsillos de sus pantalones, y menos aún podía imaginar en este caso si Juan estaría o no dispuesto a utilizarla contra alguien, y con qué grado de eficiencia, incertidumbre que me hacía sentir todavía más impotente e indefenso. Traté de hablarle, de comunicarle mis temores, de transmitirle la necesidad de defendernos, pero él, ocupado como estaba en aminorar la velocidad de la inglesita, bajar marchas y frenar delante de aquellos hombres que se interponían en nuestro camino, no pudo o no quiso escucharme. Un aluvión de gritos, de voces, de órdenes atropelladas se nos vino encima premiosamente cuando apenas si acabábamos de detenernos:

¡Abajo, policía, vamos, abajo, apaguen el motor y apéense, andando, vamos, con los brazos en alto, andando, no vuelvan la cabeza, los brazos bien altos y en silencio, venga, contra aquella tapia, deprisa, no hagan ningún movimiento extraño, por su bien hagan lo que se les dice, caminen, caminen...!

viernes, 25 de noviembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 16ª Entrega




Un relato de Route 1963



Con las primeras luces de la mañana del 1 de agosto de 1936 empezamos a rodar por aquella estrecha carretera de dos carriles, con firme de macadán, que llevaba hasta la costa levantina. El sistema de pavimentación conocido como “macadán” se había empezado a emplear en las principales carreteras españolas en los años 20 en sustitución de las viejas calzadas de piedra o tierra, dentro del denominado Circuito Nacional de Firmes Especiales impulsado por los gobiernos del general Primo de Rivera. Con todo y con eso, las calzadas de macadán no eran sino pistas de un adoquinado irregular que maltrataba sin misericordia los neumáticos y las suspensiones de los vehículos de la época, todavía encomendadas en su mayoría a rudimentarias ballestas en lugar de los modernos amortiguadores de muelles o aceite. En comparación con sistemas anteriores de pavimentación, no mucho mejores que los empleados por los romanos en sus célebres calzadas, y a menudo incluso mucho peores a pesar de la evolución de los materiales de construcción de obras públicas, el macadán por lo menos garantizaba una mayor solidez y estabilidad del terreno y un drenaje más eficaz de la calzada, razón técnica por la cual las carreteras presentaban ese característico abombamiento convexo de su superficie, con el eje central ligeramente sobreelevado sobre las cunetas para facilitar la evacuación del agua. Semejante diseño del firme obligaba, al menos en teoría, a circular a todos los vehículos por un plano inclinado, por imperceptible que fuese el ángulo de inclinación, lo que en el caso de las motocicletas comprometía seriamente la adherencia de los neumáticos, duros como piedras y sin apenas dibujo digno de tal nombre. En aquellos tiempos, no obstante, dado el escaso tránsito de vehículos por las carreteras, nadie circulaba llevando su mano, como se decía, esto es, por la derecha, sino que la costumbre era hacerlo por el centro de la calzada, carente de señalización horizontal que delimitase ambos carriles, y sólo cuando aparecía un vehículo en sentido contrario cada uno volvía a su mano, forma esta de conducir que provocaba no pocas colisiones frontales y salidas de la vía, con sus correspondientes víctimas, sobre todo en curvas sin visibilidad y en cambios de rasante.

Las carreteras españolas de los años treinta eran incómodas y peligrosas en grado sumo, pero no lo eran menos los vehículos que transitaban por ellas, mal cuidados, inestables, escasos de frenos, deficientes de neumáticos y tan propensos a sobrecalentamientos y gripajes del motor así como a cualquier otra avería menor que pudiera dejarlos tirados en las cunetas. Muchos camiones y autobuses, que no eran sino verdaderas tartanas de lata rodante, llevaban el volante a la derecha y a lo sumo un pequeño espejo retrovisor redondo cuya función resultaba meramente testimonial, porque en aquella época, y hasta dos décadas después, se consideraba que los vehículos pesados no debían adelantar a otros vehículos. Nuestra Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport era, a decir de mi hermano, un prodigio de la técnica, una máquina impar adelantada a su tiempo, la mejor moto de la Historia, y puede que lo fuese en verdad en las plácidas carreteras húmedas de la campiña inglesa en donde había sido fabricada, pero en cambio rodando ahora por el abrupto macadán de las carreteras de la España agraria y menesterosa a mí no me parecía otra cosa que un trasto quejumbroso y rudo, a imagen y semejanza de los demás cacharros de dos, cuatro o más ruedas que transitaban penosamente por el país. Si mi hermano Juan estuviese vivo todavía y pudiese leer mi relato de aquel viaje temerario que hicimos hace setenta años, no dudaría en reprenderme y en afear mi supina ignorancia acerca de las excelsas virtudes de la inglesita, a fin de cuentas la moto que nos había permitido escapar de aquel Madrid violento y salvar la vida, y acaso tendría razón, porque el paso del tiempo altera a veces la perspectiva de las cosas y a la vuelta de los años uno las recuerda peores de lo que fueron en realidad (o mejores, aunque distintas, en cualquier caso), pero aún así mi memoria se resiste a traicionar mis sensaciones de antaño, y lo que sentí entonces es lo que sigo sintiendo hoy, y lo que pensé ese día es lo mismo que sigo pensando ahora, y es como si todavía no me hubiera bajado de aquella moto maldita de la que parecía que íbamos a caernos en cualquier momento según corríamos a trompicones por la bacheada carretera de Valencia, porque el firme de macadán hacía imposible mantener la línea recta y mi hermano conducía a cien kilómetros por hora sobre los adoquines, una velocidad considerable para la época, dando tumbos de un lado a otro de la calzada, iba y venía del resbaladizo eje central, que estaba sucio por el aceite que derramaban los camiones, al carril derecho, tan peligroso e inestable que nuestro precario equilibrio se veía constantemente amenazado, y en apenas una docena de kilómetros sentía tanto miedo y tenía el cuerpo tan molido que ya estaba deseando bajarme.

sábado, 19 de noviembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 15ª Entrega




NOTA DEL AUTOR:

Las entregas 1 a 14 de este relato de ficción han sido publicadas en el blog EN LA CARRETERA Classic, del mismo autor del presente blog. En ellas, se narra la odisea de dos hermanos que tratan de huir de Madrid en una motocicleta robada durante los primeros días de la guerra civil española. Su objetivo es llegar a Valencia para ponerse a salvo de toda persecución política, y después de varias vicisitudes y peripecias en la capital de España, finalmente consiguen iniciar su viaje hacia la ciudad levantina a través de la carretera que unía (y une) ambas ciudades, entonces denominada como carretera radial de primer orden de Madrid a Castellón por Valencia. Como el objeto de este blog es precisamente esa carretera, independientemente de las diversas denominaciones que ha recibido a lo largo de su historia, las siguientes entregas del relato hasta el final del mismo (aunque está inacabado y no es seguro ahora que vaya a dejar de estarlo) serán publicadas aquí semanalmente, manteniendo en todo momento para su lectura un enlace permanente y actualizado con la totalidad del relato ya publicado en las diferentes entregas anteriores, igualmente disponibles en el blog EN LA CARRETERA Classic.





Un relato de Route 1963



Debían de ser las cinco y media o las seis de la mañana cuando realmente comenzó nuestro viaje. En honor a la verdad hay que decir que en aquellos años viajar en moto, con independencia de las circunstancias sociales adversas, era una temeridad que muy pocos estaban dispuestos a llevar a cabo. Ya sólo el hecho de ir en mangas de camisa, con unas gorras de pana en la cabeza y calzados con endebles alpargatas de esparto suponía un verdadero desafío a las más elementales normas de seguridad. Los cascos protectores únicamente los llevaban los soldados en los frentes de batalla, nunca los motoristas civiles, y el contar con la mínima protección de unas gafas de plástico engarzadas en una cinta elástica, como era el caso de mi hermano, ya podía considerarse todo un lujo para la época. Y luego estaban las infames carreteras españolas, proyectadas en el siglo XIX para el tránsito de carros y diligencias, no para los vehículos a motor, de tal suerte que su diseño resultaba con frecuencia más impracticable que peligroso, con curvas imposibles de trazar, rampas y pendientes vertiginosas, profundas roderas y baches en los que podía hundirse un automóvil hasta los ejes y pasos tan estrechos que dificultaban el cruce de dos vehículos al tiempo. Vivíamos en el año 1936, pero nada nos hubiera impedido pensar que lo hacíamos un siglo antes. España era un país pobre y atrasado, probablemente tanto como lo había sido ya en tiempos de Don Quijote, y buena parte de sus carreteras no habían recibido la más mínima atención desde que fueron construidas. Y desde luego no existían otras señales de tráfico ni elementos de orientación que no fueran los escasos hitos kilométricos y los carteles indicadores de las localidades, porque todas las carreteras atravesaban uno por uno cuantos pueblos iban encontrando en su trayecto, lo que hacía peligrosos e interminables los viajes. Como ya he dicho antes, se sabía cuándo se salía, no cuándo se llegaba.