Un relato de Route 1963
Se mirase por donde se mirase, esta vez sí que no teníamos escapatoria alguna. En las ocasiones anteriores en las que nos habíamos visto acorralados, en el último instante siempre habíamos encontrado una vía de escape providencial, ya fuesen los largos corredores de la pensión de la señora Engracia, una boca de Metro abierta, las estrechas callejuelas del barrio de Tetuán o un camino oscuro y solitario a través de los bosques de la Dehesa de la Villa. En cambio ahora, de viaje precipitado por la carretera general y a las puertas de Arganda, cualquier otra cosa que hiciésemos que no fuera detenernos ante los gestos imperativos de aquellos hombres en mangas de camisa que parecían desarmados —pero que sólo lo parecían, y no por ello resultaban menos intimidantes, más bien al contrario— seguramente nos habría costado la vida. Incluso lo más probable, y esto era lo peor de todo, es que tampoco el hecho de detenernos de inmediato pudiera salvarnos de una muerte cierta si tales individuos, quienesquiera que fuesen, nos estaban esperando.
Y sin embargo, a pesar del terror que había vuelto a apoderarse de mí y de la propia impotencia que sentía al no poder tomar ninguna decisión, agarrotado como iba en el asiento trasero de la moto, de repente me acordé de la pistola y pensé que sólo un arma podría sacarnos con bien de allí si tomábamos la opción de defendernos, de abrirnos paso a tiros, de morir matando si de todos modos ya estábamos sentenciados a muerte hiciésemos lo que hiciésemos. Ni siquiera podía saber si aquella pistola Astra 400 que sólo la casualidad había puesto en nuestras manos se encontraba ahora en una de las carteras laterales de cuero de la Brough Superior o acaso por ventura la llevaba mi hermano en alguno de los bolsillos de sus pantalones, y menos aún podía imaginar en este caso si Juan estaría o no dispuesto a utilizarla contra alguien, y con qué grado de eficiencia, incertidumbre que me hacía sentir todavía más impotente e indefenso. Traté de hablarle, de comunicarle mis temores, de transmitirle la necesidad de defendernos, pero él, ocupado como estaba en aminorar la velocidad de la inglesita, bajar marchas y frenar delante de aquellos hombres que se interponían en nuestro camino, no pudo o no quiso escucharme. Un aluvión de gritos, de voces, de órdenes atropelladas se nos vino encima premiosamente cuando apenas si acabábamos de detenernos:
—¡Abajo, policía, vamos, abajo, apaguen el motor y apéense, andando, vamos, con los brazos en alto, andando, no vuelvan la cabeza, los brazos bien altos y en silencio, venga, contra aquella tapia, deprisa, no hagan ningún movimiento extraño, por su bien hagan lo que se les dice, caminen, caminen...!
Eran media docena de hombres los que se movían a lo largo de la cuneta deteniendo la marcha de todos los vehículos que circulaban por la carretera y haciendo descender a sus ocupantes, a los que empujaban con suavidad contra un cercano muro de ladrillo mientras les cacheaban. Las piernas me temblaban tanto por el miedo que pensé que nunca podría llegar hasta aquel muro, dos o tres metros más allá, pero de pronto me encontré con la cara pegada a la pared y los brazos en alto, como nos ordenaban. Junto a nosotros había más personas, hombres, mujeres, ancianos, una fila de gente desconcertada que se apretaba contra el muro atormentada por los más negros presagios. En aquel violento verano de 1936, los muros, las tapias, las paredes o los paredones de toda España eran inequívoco sinónimo de la muerte. Se fusilaba día y noche contra las tapias de los cementerios, los muros de las prisiones, los paredones de los cuarteles y las paredes de ladrillo de corrales o fábricas a la entrada de las poblaciones o en mitad de los campos. Aquellos tipos de paisano que no exhibían distintivos ni armas y decían ser policías, podían ser, en realidad, cualquier cosa, desde verdaderos policías, o guardias de Asalto, o militares, o carabineros, hasta milicianos anarquistas, pistoleros falangistas, fascistas camuflados o delincuentes comunes. Al fin y al cabo, si nosotros mismos viajábamos con documentación falsa haciéndonos pasar por líderes sindicales de la CNT, nada tenía de extraño que otros muchos se hicieran pasar por cualquier cosa y llegado el momento no tuvieran el menor escrúpulo en asesinar a la gente a capricho, por puro placer homicida, a sabiendas de que en el desorden de la guerra sus crímenes quedarían impunes.
—¡Documentación, venga, rápido, documentación! —gritó una voz ronca a nuestra espalda.
—Está en la mochila de mi compañero —respondió Juan titubeando.
—¡Bien, sáquela, vamos, sáquela, que no tenemos todo el día!
Sin despegarme del muro, pensando que ya nunca me podría separar de él, temiendo que el tacto rugoso del ladrillo sobre mi rostro y las palmas de las manos sería la última sensación que tendría en esta vida, y no estaba seguro de que hubiera otra, noté cómo Juan tanteaba nerviosamente en la mochila buscando los papeles, aquella documentación falsa que bien podía salvarnos o bien condenarnos para siempre en esa luminosa mañana de agosto.
—¡Usted, vuélvase! —me ordenó la voz, al tiempo que unos dedos me palpaban el hombro.
Me volví sin bajar los brazos para tropezarme con la mirada fría y un tanto apática, quizá funcionarial, del hombre que me interpelaba. Nunca olvidaré su rostro. Tendría unos treinta años y en su cara se reflejaba todo el cansancio de una larga noche en vela. Probablemente era un policía de verdad, leal a la República, y aquella detención forzosa obedecía sólo a un rutinario control de carretera y no iban a matar ni a detener a nadie. Puede que sí, puede que no, pero este pensamiento ayudó a tranquilizarme.
—Baje los brazos —me dijo.
Los bajé, y entonces me di cuenta de que no sabía qué hacer con ellos, si cruzarlos, ponerlos en jarras o dejarlos colgando con los pulgares apoyados en el cinturón, así es que debí de hacer las tres cosas mientras el supuesto policía miraba nuestros papeles. Juan, entretanto, tenía las manos metidas en los bolsillos de los pantalones y observaba la situación con aire ausente, tratando quizá de aparentar una falsa tranquilidad que no debía sentir, y acaso por ello evitaba mirarme a los ojos, como si se arrepintiese o se encontrase culpable de la temeraria aventura que habíamos emprendido y temiera sus fatales consecuencias.
—Enrique Bejarano Jiménez, Bernardo Buenaposada León —dijo el policía leyendo en voz alta nuestros nombres supuestos, que se me hicieron muy extraños al oído, y añadió—: Motocicleta Brough Superior modelo SS100 Alpine Grand Sport con matrícula de Madrid, número treinta y siete mil ciento uno. ¿Llevan armas en la moto?
—No —respondió Juan con tal aplomo que llegué a pensar que se habría desprendido de la pistola antes de salir de Madrid, lo cual me parecía una insensatez, pero a la vista de los acontecimientos a lo mejor no lo era tanto.
—¿Y en esa mochila? —me señaló el policía.
—Tampoco. Vamos desarmados.
—Enséñenme su contenido, hagan el favor. Y también el de las carteras de la moto. Simple rutina, ya saben.
Saqué primero el bidón vacío del combustible y después volqué el contenido de la mochila en el suelo. Al policía no pareció interesarle demasiado.
—Está bien, recójalo todo.
-Cada vez se eleva más la tensión... Por favor, Route, no nos dejes sin publicar la próxima entrega.
ResponderEliminarNunca lo hago. Semanalmente publico sin falta una nueva entrega. Y así va a seguir siendo, por supuesto.
EliminarMuchas gracias. Tenías razón en tu preámbulo, esta historia engancha. Reitero las felicitaciones, un saludo.
EliminarGracias, Chema. Lo peor de todo es que va a tocar terminar la historia, que quedó inconclusa hace diez años. ¡Saludos!
Eliminar