Un relato de Route 1963
Con las primeras luces de la mañana del 1 de agosto de 1936 empezamos a rodar por aquella estrecha carretera de dos carriles, con firme de macadán, que llevaba hasta la costa levantina. El sistema de pavimentación conocido como “macadán” se había empezado a emplear en las principales carreteras españolas en los años 20 en sustitución de las viejas calzadas de piedra o tierra, dentro del denominado Circuito Nacional de Firmes Especiales impulsado por los gobiernos del general Primo de Rivera. Con todo y con eso, las calzadas de macadán no eran sino pistas de un adoquinado irregular que maltrataba sin misericordia los neumáticos y las suspensiones de los vehículos de la época, todavía encomendadas en su mayoría a rudimentarias ballestas en lugar de los modernos amortiguadores de muelles o aceite. En comparación con sistemas anteriores de pavimentación, no mucho mejores que los empleados por los romanos en sus célebres calzadas, y a menudo incluso mucho peores a pesar de la evolución de los materiales de construcción de obras públicas, el macadán por lo menos garantizaba una mayor solidez y estabilidad del terreno y un drenaje más eficaz de la calzada, razón técnica por la cual las carreteras presentaban ese característico abombamiento convexo de su superficie, con el eje central ligeramente sobreelevado sobre las cunetas para facilitar la evacuación del agua. Semejante diseño del firme obligaba, al menos en teoría, a circular a todos los vehículos por un plano inclinado, por imperceptible que fuese el ángulo de inclinación, lo que en el caso de las motocicletas comprometía seriamente la adherencia de los neumáticos, duros como piedras y sin apenas dibujo digno de tal nombre. En aquellos tiempos, no obstante, dado el escaso tránsito de vehículos por las carreteras, nadie circulaba llevando su mano, como se decía, esto es, por la derecha, sino que la costumbre era hacerlo por el centro de la calzada, carente de señalización horizontal que delimitase ambos carriles, y sólo cuando aparecía un vehículo en sentido contrario cada uno volvía a su mano, forma esta de conducir que provocaba no pocas colisiones frontales y salidas de la vía, con sus correspondientes víctimas, sobre todo en curvas sin visibilidad y en cambios de rasante.
Las carreteras españolas de los años treinta eran incómodas y peligrosas en grado sumo, pero no lo eran menos los vehículos que transitaban por ellas, mal cuidados, inestables, escasos de frenos, deficientes de neumáticos y tan propensos a sobrecalentamientos y gripajes del motor así como a cualquier otra avería menor que pudiera dejarlos tirados en las cunetas. Muchos camiones y autobuses, que no eran sino verdaderas tartanas de lata rodante, llevaban el volante a la derecha y a lo sumo un pequeño espejo retrovisor redondo cuya función resultaba meramente testimonial, porque en aquella época, y hasta dos décadas después, se consideraba que los vehículos pesados no debían adelantar a otros vehículos. Nuestra Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport era, a decir de mi hermano, un prodigio de la técnica, una máquina impar adelantada a su tiempo, la mejor moto de la Historia, y puede que lo fuese en verdad en las plácidas carreteras húmedas de la campiña inglesa en donde había sido fabricada, pero en cambio rodando ahora por el abrupto macadán de las carreteras de la España agraria y menesterosa a mí no me parecía otra cosa que un trasto quejumbroso y rudo, a imagen y semejanza de los demás cacharros de dos, cuatro o más ruedas que transitaban penosamente por el país. Si mi hermano Juan estuviese vivo todavía y pudiese leer mi relato de aquel viaje temerario que hicimos hace setenta años, no dudaría en reprenderme y en afear mi supina ignorancia acerca de las excelsas virtudes de la inglesita, a fin de cuentas la moto que nos había permitido escapar de aquel Madrid violento y salvar la vida, y acaso tendría razón, porque el paso del tiempo altera a veces la perspectiva de las cosas y a la vuelta de los años uno las recuerda peores de lo que fueron en realidad (o mejores, aunque distintas, en cualquier caso), pero aún así mi memoria se resiste a traicionar mis sensaciones de antaño, y lo que sentí entonces es lo que sigo sintiendo hoy, y lo que pensé ese día es lo mismo que sigo pensando ahora, y es como si todavía no me hubiera bajado de aquella moto maldita de la que parecía que íbamos a caernos en cualquier momento según corríamos a trompicones por la bacheada carretera de Valencia, porque el firme de macadán hacía imposible mantener la línea recta y mi hermano conducía a cien kilómetros por hora sobre los adoquines, una velocidad considerable para la época, dando tumbos de un lado a otro de la calzada, iba y venía del resbaladizo eje central, que estaba sucio por el aceite que derramaban los camiones, al carril derecho, tan peligroso e inestable que nuestro precario equilibrio se veía constantemente amenazado, y en apenas una docena de kilómetros sentía tanto miedo y tenía el cuerpo tan molido que ya estaba deseando bajarme.
—¿No puedes ir un poco más despacio? —le grité acercando la boca a una de sus orejas—. ¡Nos vamos a caer!
—¡No nos caemos, tú confía en mí! ¡Esta es una buena velocidad!
Y como si quisiera demostrarme que mis temores eran infundados y que todavía estábamos lejos del margen de seguridad, abrió un poco más el puño del acelerador. Saqué la cabeza por detrás de su hombro izquierdo para ver cómo la aguja del velocímetro subía hasta los ciento treinta kilómetros por hora. Botando sobre los adoquines con una trepidación catastrófica fuimos adelantando uno a uno a todos los vehículos que encontramos por delante, varios automóviles, un par de autobuses de línea, tres o cuatro camiones cargados hasta los topes y algún carro de tracción de sangre, que era como se denominaban entonces a los carruajes tirados por caballerías y que tanto abundaban en las carreteras españolas en unos tiempos en los que la motorización del país aún era muy escasa.
La carretera carecía de arcenes y no era extraño encontrarse con demasiada frecuencia automóviles abandonados a su suerte en medio de la calzada o atravesados a la salida de una curva, ya fuese por accidente, por la precipitación de una huida a pie campo a través, por avería mecánica o por falta de combustible si, como solía suceder aquel verano, se trataba de vehículos robados por delincuentes comunes o requisados por los milicianos, los cuales se desprendían de ellos en cualquier sitio cuando ya no les eran útiles, para después bajarse pistola en mano, volver a incautarse el primero que transitara por el lugar y continuar en él sus correrías. En aquellos días dominados por la violencia, la penuria y el caos de una guerra incipiente que ya se iba extendiendo como una mancha trágica por toda la geografía española, las carreteras eran una prolongación dramática de las ciudades, y como en éstas, en ellas imperaban sin medida el terror, la anarquía y la muerte.
Todavía a las afueras de Madrid vimos algunos cadáveres tirados en las cunetas, junto al borde de la carretera general, con las cabezas como sandías reventadas a tiros apoyadas sobre los bordillos salpicados de sangre seca y enjambres de moscas negras ciñéndoles las sienes. Eran las víctimas recientes de la última noche y los cuerpos aún estarían tibios. Podrían transcurrir horas, e incluso días, antes de que alguien se ocupase de ellos, porque la mayor prioridad de las autoridades competentes era organizar la resistencia para contener a los insurrectos que amenazaban la capital desde la sierra de Guadarrama, no el mantenimiento del orden público ni las intervenciones judiciales o sanitarias. Los neumáticos de los vehículos pasaban casi rozando estos cuerpos caídos, a veces tan cerca que los conductores, o chóferes, como se les llamaba entonces, tenían que dar un volantazo brusco para esquivarlos, pero nadie se detenía nunca ni se hacía preguntas, porque aquellos bultos inertes no eran más que eso, muertos, y los vivos sólo teníamos la obligación moral de seguir viviendo. Desde que se habían sublevado los militares fascistas, dos semanas atrás, los muertos de las cunetas eran un elemento más del paisaje, como los postes de madera del tendido eléctrico, las casetas de piedra de los peones camineros o los viejos apeaderos ferroviarios de ladrillo que jalonaban los campos.
Había fábricas de yeso y humildes ventorros construidos con tablas y bidones de chapa a ambos lados de la carretera, entre Madrid y Arganda, en donde servían conejo con tomate y sardinas asadas, y también se veían pulcros merenderos de paredes encaladas con pista de baile y terraza de verano con veladores y sillas de hierro en las que más avanzado el día empezarían a sentarse los viajeros de paso a beber gaseosa y comer entresijos o ancas de rana del cercano Jarama. Como era sábado, los trasnochadores rezagados de la víspera, señoritos ociosos afectos a la República, aún apuraban los momentos finales de su juerga congregados en grandes pandillas ruidosas de risas y de cánticos junto a los merenderos antes de dispersarse y montar en automóviles negros que habrían de llevarles de vuelta a Madrid. En las cercanías de Arganda el paisaje era seco y árido como el de un desierto y estaba salpicado de pequeñas cordilleras de cerros grises a través de los cuales se iba asomando el disco rojo del sol. Cuadrillas de hombres tocados con sombreros de paja marchaban en fila india hacia los campos agostados para comenzar una nueva jornada laboral que se prolongaría hasta la caída de la tarde. Azuzada por la vara de fresno del arriero, una reata de mulas trepaba por uno de los cerros levantando una nube de polvo ceniciento que se quedaba flotando un momento en la atmósfera plácida de la mañana. Pasamos sin detenernos por delante de una gasolinera en cuya fachada, escrito en grandes letras negras que se divisaban desde lejos, podía leerse: LAVADO Y ENGRASE. Un empleado vestido con un mono azul manipulaba la palanca de la bomba de combustible de uno de los postes junto a un autobús desvencijado y herrumbroso que parecía un carromato de feria. Por la ventanilla del chófer asomaban unos pies descalzos cubiertos por unos calcetines de rombos verdes y blancos una y mil veces remendados. Sobre los cristales empolvados de una de las ventanas de la oficina de la gasolinera alguien había dibujado con el dedo con trazo indeciso una hoz y un martillo. Había una bicicleta mugrienta apoyada contra la pared. Después, cuando volví la cabeza para mirar al frente, a la carretera, lo que vi me dejó helado: estábamos entrando en Arganda y a cincuenta metros de distancia unos hombres en mangas de camisa que acababan de bajarse de un auto nos hicieron señas con los brazos para que nos detuviéramos.
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