sábado, 18 de febrero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 27ª Entrega




Un relato de Route 1963



Mi hermano y el chófer volvieron a la cabina del camión, y en cuanto el motor se puso en marcha del tubo de escape empezó a manar un humo algodonoso y negro que me envolvió por completo haciéndome, seguramente, invisible.

¡Allá vamos, agárrate fuerte! —me gritó Juan asomando la cabeza por la ventanilla, aunque yo no podía verle.

Sentía todo mi cuerpo en tensión y me costaba un gran esfuerzo respirar. Los cristales de las gafas, que llevaba ceñidas al cráneo con una cinta elástica, estaban llenos de arañazos que me distorsionaban la ya de por sí escasa visión, prácticamente limitada al contorno borroso de las maderas astilladas de la caja del camión y de los sacos de harina que se apilaban en ella. El camión echó a andar muy despacio y durante menos de dos segundos, que a mí se me hicieron eternos, la moto permaneció inmóvil, pero de repente la soga se tensó pegando un tirón brusco acompañado de un crujido, y empezamos a movernos lentamente. Transcurrieron unos cuantos metros sin que me atreviese a levantar los pies del suelo y fui arrastrando las alpargatas por la tierra y las piedras de la calzada hasta que recordé que mi hermano me había dicho que podía partirme una pierna, y entonces los subí a los estribos. La moto se zarandeó de un lado a otro acusando mi peso y mi precario equilibrio, y estuve a punto de caerme. El asiento individual con amortiguación de muelles era duro, incómodo e inestable. Agarré el manillar con fuerza y apreté los dientes. La soga crujía como un mueble viejo acusando el tremendo esfuerzo de la tracción y algunos de sus gruesos hilos de cáñamo resecos y endurecidos por el paso del tiempo parecían a punto de partirse, pero seguíamos avanzando, y aunque yo estaba todavía lejos de alcanzar la suficiente confianza en mí mismo, por lo menos me felicité sinceramente por el hecho de no haberme caído todavía, dadas las circunstancias. Nuestra velocidad fue aumentando poco a poco, y vi en el velocímetro de la inglesita los cuarenta kilómetros por hora. A ese ritmo de marcha el humo del escape del camión conseguía disiparse un poco en la atmósfera, concediéndome un respiro, y nunca mejor dicho, pero entonces eran sus ruedas traseras gemelas las que empezaban a levantar una polvareda densa y cegadora, y a pesar de la protección de mi embozo si movía los dientes la tierra rechinaba entre ellos. A veces el camión perdía velocidad sin motivo aparente, y por lo tanto la soga se destensaba y la moto se embalaba contra la caja dispuesta a estrellarse, y yo apretaba el freno delantero con cuidado, apenas acariciándolo, como me había instruido mi hermano, pero antes de detenerme del todo la soga se tensaba de nuevo con violencia dándome un tirón brusco que parecía que iba a descoyuntarme. Cada vez que el chófer levantaba el pie del pedal del acelerador y volvía a pisarlo una terrible vaharada de humo negro y asfixiante se me venía encima dejándome sin aliento, y en no pocas ocasiones llegué a creer que me desmayaba. Cuando tomábamos una curva Juan se asomaba por la ventanilla y me hacía con los brazos señas incomprensibles a las que yo respondía sólo con la cabeza —pues no me atrevía a soltar las manos del manillar— con otros gestos todavía más incomprensibles, porque a ciencia cierta no sabía cómo hacerle llegar mi deseo de que acabase cuanto antes aquella tortura, pero él debía de entenderlos como señal de conformidad y asentimiento y volvía a la cabina satisfecho: su esforzado hermanito se estaba comportando como un hombre, debía de pensar.

sábado, 11 de febrero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 26ª Entrega




Un relato de Route 1963



El hombre pisó el freno y el camión se detuvo con notable estrépito de chapas y resoplidos del motor. Abrimos las portezuelas y saltamos de la cabina. Cuando llegamos a la trasera de la caja mi hermano todavía seguía montado en la inglesita apoyándose con los dos pies en el suelo. Tenía un aspecto en verdad lamentable, como el de los mineros de las galerías de carbón o el de los fogoneros de las locomotoras, pues todo su cuerpo estaba tiznado de carbonilla y de polvo, que al adherirse al sudor de la piel había formado una pasta aceitosa y brillante como el petróleo. Nada más vernos se bajó de la moto y se encaró con el chófer:

¿Cuánto hace que no le miras el carburador a este puñetero carromato?

El hombre se quedó desconcertado.

Pues... bueno, el camión no es mío, y entonces...

Ya supongo que no es tuyo, pero tú lo conduces y te ganas la vida con él, ¿no es cierto? —le recriminó Juan—. No sé si sabes que con los humos que vas soltando por el tubo de escape podrías gasear a todo un regimiento de fascistas. Y yo, que no soy un fascista, voy aquí detrás, enganchado a esta maldita soga y respirando veneno. He tocado la bocina de la moto varias veces para que te parases, y tú, como si nada. ¿Es que quieres matarme?

Lo siento de veras, compañero —se disculpó el chófer—, pero es que no hemos escuchado la bocina, tu camarada te lo puede decir, ¿verdad?

Asentí. En aquella cabina inmunda, con las vibraciones y el ruido del motor atronándonos los oídos, no era posible escuchar ningún sonido procedente del exterior.

Está bien —se rindió mi hermano—, lo creo. ¿Alguien puede darme agua? Me estoy muriendo de sed.

Cuando el camionero fue a buscar el botijo Juan se me quedó mirando fijamente. Su mirada fría hizo que me echase a temblar.

Tengo malas noticias para ti, hermanito —dijo señalando la Brough Superior.

Supongo que me vas a decir que ahora me toca a mí subirme en la moto, ¿no?

En efecto, y por varios motivos.

domingo, 5 de febrero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 25ª Entrega




Un relato de Route 1963



Nada más montarme en la cabina del camión y sentarme en su asiento corrido de tablas cubiertas de gutapercha, tan duro como una piedra, empecé a marearme. En aquel estrecho cubículo de lata, que temblaba como un flan por las trepidaciones del motor, la temperatura era tan elevada y sofocante como la de unos altos hornos, y olía a vino rancio, a sudor, a pies y a combustible mal quemado. El chófer se acomodó a mi derecha (el camión habría sido construido bajo patrones británicos), cerró su portezuela, que no tenía cristal en la ventanilla (la mía tampoco), se pasó los antebrazos por la frente para secarse el sudor, puso las manos sobre el volante gigantesco, que le rozaba en la tripa y estaba forrado con cartones y trapos viejos, quitó el freno de mano, movió hacia un lado la palanca de cambio, casi tan larga y pesada como las que se empleaban en los cambios de aguja ferroviarios, y pisó los toscos pedales de hierro de interminable recorrido, tanto como el que daban de sí sus piernas completamente estiradas. El camión empezó a moverse lentamente.

Hace mucho calor, sí —dijo el hombre al verme resoplar.

¿Cómo puedes trabajar así? —se me ocurrió preguntarle.

A ver, qué quieres, uno es un obrero. O trabajas así, o no trabajas. Pero te acabas acostumbrando, no te creas, y encima en invierno es aún más duro. Yo me consuelo pensando que en las fábricas y en el campo están peor.

Tal vez —reconocí—, pero de todas maneras esto es inhumano.

Más inhumano es no tener qué comer. Cuando triunfe nuestra revolución libertaria viviremos como príncipes. Habrá que seguir arrimando el hombro, eso sí, pero ya no será lo mismo. Nadie se enriquecerá con el sudor de los pobres. Si quieres agua, ahí tienes un botijo. Estará calentorra, pero es mejor que nada y quita la sed. A no ser que te apetezca más un trago de tinto de Valdepeñas, claro, que también llevo una bota.

La bota de vino, sucia y manoseada en exceso, se balanceaba de un lado a otro colgando de un gancho por encima del parabrisas. El botijo, en cambio, lo encontré a mis pies, y tampoco me causó mejor impresión, desportillado y lleno de manchas negras de grasa como estaba.

A lo mejor bebo luego, gracias.

Bebe cuando y cuanto gustes, compañero.

viernes, 27 de enero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 24ª Entrega




Un relato de Route 1963



A pesar de que corrían malos tiempos, muy malos tiempos, podríamos decir, puesto que estábamos en guerra, lo habitual era que los chóferes se detuvieran en la carretera cuando alguien les hacía señas en solicitud de ayuda. La solidaridad se practicaba y se socorría al prójimo muchas veces sin pensar en los posibles riesgos, o precisamente pensando en ellos, pues era preferible parar el vehículo por las buenas antes que exponerse al tacto frío del cañón de un arma sobre la nuca o a recibir un tiro por la espalda, llegado el caso. Y por otra parte, siendo como eran pésimas la mayoría de las carreteras españolas y lentos los más de los vehículos a motor que circulaban por ellas, sobre todo camiones y autobuses, darse a la fuga solía ser siempre la peor opción posible.

Fuese por todas estas o por otras razones, lo cierto es que aquel camión se detuvo unos metros por delante cuando le hicimos señas con los brazos desde la cuneta. Sin apagar el motor, que resollaba como un caballo viejo agotado por un esfuerzo excesivo, el chófer se bajó de la cabina y vino hacia nosotros. Era un hombre alto y fornido, de mediana edad, que calzaba alpargatas y vestía pantalones negros y una camisa blanca remangada por debajo de los codos y desabrochada desde el cuello hasta el abdomen. Sudaba copiosamente y según iba caminando se pasaba uno y otro antebrazo por la frente para secársela, pero se trataba de un gesto inútil, porque enseguida volvía a cubrírsele de gotas de sudor pequeñas y brillantes como perlas.

Necesitamos ayuda —dijo mi hermano saliéndole al encuentro.

El hombre nos miró de arriba abajo con curiosidad. La Brough Superior aparcada a nuestro lado tampoco escapó a su observación.

¿De la Ceneté? —preguntó.

Sí.

Yo soy de la Fai, de la sección del transporte. ¡Salud!

domingo, 22 de enero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 23ª Entrega




Un relato de Route 1963



Apenas si había terminado de hablar cuando se escuchó el sonido de la segunda moto que se marchaba camino abajo. Mi hermano reconoció la parte del error que le correspondía:

Bueno, ha sido una falsa alarma. Sólo se había quedado rezagado. Esas máquinas a veces fallan al arrancar. Ya podemos salir, pero con cuidado, no vaya a ser que vuelvan.

Nos asomamos con precaución por encima de las hojas de los girasoles. Desde aquella zona de la loma se divisaba un breve tramo de la carretera, justo en donde desembocaba el camino de tierra por donde habíamos subido. Los carabineros no tardaron en llegar al cruce y giraron a la izquierda en dirección a Tarancón. El zumbido de sus motos todavía se pudo oír durante unos segundos, cada vez más lejano y tenue, hasta que cesó por completo.

De esta hemos salido —dijo Juan sacudiéndose el polvo de la camisa y de los pantalones—, pero ahora tenemos que volver a empezar desde cero. Y lo primero, encontrar la inglesita.

Parecía fácil, pero no lo fue y nos llevó un buen rato el dar con ella. En algún lugar de aquella loma sembrada de espesos girasoles habíamos abandonado con precipitación la Brough Superior, y ahora necesitábamos recordar todos nuestros pasos para desandarlos y encontrarla. También habíamos tenido mucha suerte de que no la encontrasen antes los carabineros, en cuyo caso la situación habría sido muy diferente, y no queríamos ni pensar en sus consecuencias. Pero nosotros, como seres urbanos que éramos, nos orientábamos muy mal en el campo, de modo que todos los estrechos surcos y vericuetos de la plantación se nos antojaban idénticos y teníamos la impresión de andar dando palos de ciego para acabar regresando siempre al punto de partida, es decir, a ninguna parte, mientras la moto seguía sin aparecer.

A lo mejor, si salimos al camino y volvemos a entrar, tenemos más suerte —se me ocurrió decir.

¡Buena idea, hermanito, buena idea! —me felicitó Juan.

domingo, 15 de enero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 22ª Entrega




Un relato de Route 1963



Sólo por casualidad fui yo quien los vio a ellos primero, a unos doscientos metros de distancia, pero todavía en el camino de tierra. La sorpresa casi me dejó mudo.

Están ahí —le indiqué a Juan moviendo apenas los labios, mientras volvía a ocultarme a su lado.

¿Estás seguro?

Me temo que sí.

Juan se asomó muy despacio apartándose las hojas de la cara. Yo me asomé con él. Si alguien nos hubiera descubierto le habríamos parecido un par de niños traviesos jugando al escondite. Menos a la pareja de carabineros, por supuesto. Se habían bajado de las motos y observaban en silencio a su alrededor sin soltar el fusil de la mano. Estaban muy juntos, casi espalda con espalda, y cada uno de ellos miraba hacia una orilla del camino, pero ambos veían lo mismo, un inmenso mar de girasoles que se cimbreaban levemente mecidos por la suave brisa de la mañana. Tal vez estuvieran pensando que buscar allí a dos fugitivos habría sido tanto como intentar buscar una aguja en un pajar, y por eso hubo un momento en el que yo creí que iban a terminar por subirse en las motos y marcharse, y de hecho se acercaron a ellas con intención de subirse, pero cuando ya cantábamos victoria ocurrió algo increíble, se dieron la vuelta y uno de ellos sacó una moneda de un bolsillo de la casaca de cuero, se la mostró a su compañero, señaló con el brazo extendido primero a un lado del camino y luego al otro, arrojó la moneda al suelo, la recogió, volvió a mostrársela a su socio, éste asintió, se adentraron en la plantación de girasoles y echaron a andar los dos con los fusiles terciados hacia el lugar preciso en donde nos encontrábamos.

¡Joder, Mariano —exclamó mi hermano postrándose de rodillas—, nos ha tocado la china!

domingo, 8 de enero de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 21ª Entrega




Un relato de Route 1963



La Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport de los años veinte era todavía en 1936 la mejor motocicleta de todos los tiempos, y no sólo por la cuidada calidad de sus componentes mecánicos, sus exclusivos acabados de un lujo exquisito del que muy pocos motoristas privilegiados podían disfrutar, dado el desorbitado precio de la máquina, que se fabricaba prácticamente por encargo —el Rolls Royce de las dos ruedas, se la llegó a denominar—, su rendimiento apabullante para las otras motos de la competencia —hasta cien millas por hora acreditadas, una velocidad excesiva para las carreteras de la época en cualquier país del mundo—, y su probada resistencia y fiabilidad ante las condiciones más adversas de utilización. Porque, además de todo esto, por si fuera poco, la Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport, así como los demás modelos de la marca británica, tenía, a decir de los entendidos como mi hermano, un carisma y una nobleza míticas sin parangón con máquina alguna, por moderna que fuese, de modo que lo que para otras era imposible para ella se convertía en realidad con el sólo objeto de satisfacer los deseos de su propietario.

Pero una cosa era el mito y otra cosa muy distinta que nuestra inglesita pudiera seguir funcionando sin gasolina y sin aceite sólo por un capricho antojadizo de mi hermano. Y sin embargo, justo es reconocerlo, algo de cierto debía de haber en ese mito que todos le atribuían a la SS100, porque cuando los carabineros que nos seguían con sus motos estaban pisándonos los talones y nosotros ya lo dábamos todo por perdido, todavía la inglesita, haciendo un alarde de la dignidad aristocrática que le caracterizaba, fue capaz de embalarse durante tres o cuatro kilómetros, suficientes como para sacarles a aquellos perseguidores una ligera ventaja provisional que nos concedió no poco respiro.

Habíamos salido de Tarancón y rodábamos otra vez por carretera abierta, sintiendo en la cara el aire templado del verano. La pareja de carabineros circulaba en paralelo —lo cual les restaba eficacia en su tarea, pero tal vez eran esas las ordenanzas del Cuerpo—, con las motos muy juntas, casi tocándose con los extremos de los manillares, y a veces parecía que aminoraban la marcha y se ponían a gesticular como si deliberasen acerca de la conveniencia de cesar en la persecución y darse la vuelta. Probablemente hubieran regresado a Tarancón de comprobar que no nos acortaban la distancia, lo que habría sucedido sin duda de funcionar la Brough Superior a pleno rendimiento, porque con sus máquinas toscas y mal preparadas las opciones de alcanzarnos eran mínimas. Pero en cambio, casi agotado el combustible en el tanque de nuestra moto, ellos habían comprendido que aún tenían muchas posibilidades de capturarnos. Seguramente les movía más la curiosidad de saber quiénes éramos que el propio celo profesional de infligir un severo escarmiento a dos fugitivos de la autoridad que acababan de hacer caso omiso a una orden de detenerse. Aunque en aquellos días de violencia e impunidad, en los que se mataba y se moría por nada, tampoco habría sido tan extraño que estos hombres vestidos de cuero negro y armados con fusiles reglamentarios salieran a las carreteras de su jurisdicción dispuestos a cobrarse un tributo de sangre al azar, sin motivo ni propósito alguno, a lo mejor tan sólo empujados por algo tan imprevisible como un pasajero cambio de humor.

domingo, 25 de diciembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 20ª Entrega




Un relato de Route 1963



Tarancón era un importante población agrícola y núcleo estratégico de aprovisionamiento y de comunicaciones ferroviarias con la capital de la República, de la que distaba menos de noventa kilómetros. Viejos trenes de madera se alineaban sobre las vías de la estación a la espera de recibir la orden de proseguir su viaje hacia el interior de la Península o hacia Levante. Uno de ellos, procedente de Valencia, llegaría ese mismo 1 de agosto a Madrid transportando efectivos militares de refresco destinados a reforzar las guarniciones empleadas en la defensa de la ciudad ante la más que inminente ofensiva de las tropas fascistas sublevadas. Mientras nosotros escapábamos a toda prisa de la capital, soldados entusiastas embriagados de cánticos y de banderas entrarían en ella a bordo de uno de aquellos ruinosos trenes de vapor que circulaban a velocidades de tortuga. Lo supimos semanas o meses más tarde, pero siempre nos llamó la atención por cuanto tenía de coincidencia con nuestra huida.

En los primeros días de la guerra el ambiente popular que se respiraba en el país tenía más de festivo que de bélico, si nos atenemos a los hechos conocidos. Milicianos y paisanos voluntarios marchaban al frente por la mañana pobremente armados, cuando no desarmados por completo, en autobuses de línea y en autos particulares en los que regresaban por la noche a dormir a sus casas. Provistos de tarteras con tortillas de patata y de botas de vino en lugar de fusiles, parecía que acudieran alegremente a una romería en vez de hacerlo a los campos de batalla en los que iba a decidirse el futuro de la nación. Y meses más tarde, cuando el conflicto ya había alcanzado todo su sangriento desarrollo, si eventualmente entraban en contacto con el enemigo era demasiado probable que acordasen largas pausas en el combate para cambiar alimentos, café o cigarrillos con los contrarios, y una vez hechos los trueques pertinentes cada bando volvía a sus trincheras y se reanudaba la lucha. Pero es que incluso en los momentos más dramáticos de la historia los españoles siempre hemos sido incapaces de renunciar a nuestra peculiar idiosincrasia.

Pero nosotros, desde luego, no estábamos por tomarnos las cosas tan a la ligera. Era difícil saberlo, pero muy probablemente nuestra moto fuese la única Brough Superior SS 100 que circulaba por España en aquellos años, y por más que llevásemos falsificada su documentación y sus placas de matrícula seguía siendo un vehículo demasiado exclusivo y singular como para poder pasar desapercibido en ninguna huida, y menos aún si a quienes se la habíamos arrebatado por sorpresa apenas unas horas antes les daba por buscarla —por buscarnos— empujados por un súbito deseo de venganza que nosotros, si nos encontraban, no podríamos por menos que pagar con nuestra propia vida. Y es que no había que descartar en absoluto la posibilidad de que los milicianos anarquistas madrileños se hubiesen puesto en contacto telefónico con sus correligionarios de la provincia de Cuenca y de otras provincias leales limítrofes con Madrid ante la más mínima sospecha de que nosotros pretendiéramos escapar por carretera. Teniéndonos por genuinos fascistas como nos tenían, tal vez pensaran incluso que nuestra verdadera intención era cruzar las líneas enemigas para unirnos a los sublevados, en cuyo caso la carretera de Valencia, que se adentraba en un extenso territorio que había quedado en manos de la República, no parecía la ruta más adecuada para este propósito. Y si era buena esta suposición, por tanto, lo razonable es que nos buscasen por la carretera de la Coruña —una temeridad, porque nadie habría tratado de escapar por ella sabiendo de los violentos combates que se libraban en la sierra de Guadarrama—, por la de Irún o por la de Aragón, destinos ambos demasiado inciertos. Quizá después de todo no nos buscaban por ninguna parte, ocupados como estaban en Madrid en la persecución de otros fascistas acreditados o supuestos, y mis temores eran infundados.

domingo, 18 de diciembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 19ª Entrega




Un relato de Route 1963



Tan pronto como salimos otra vez a terreno despejado Juan me avisó para que me sujetara bien, porque iba a hacer correr de verdad a la Brough Superior, la máquina más veloz de la época, y apenas si había tenido tiempo de comprender su oportuna advertencia cuando sentí un violento tirón en los riñones y la moto empezó a rodar a una velocidad endiablada sobre una calzada irregular que ahora estaba pavimentada con una fina capa de asfalto rugoso y medio deshecho en algunas curvas en las que entrábamos derrapando con las dos ruedas y a punto siempre de salirnos a la cuneta, o al menos eso era lo que yo me temía que pudiera suceder en cualquier momento. Y como si quisiera de repente recuperar todo el tiempo perdido, mi hermano no cesó en su frenética carrera durante un buen puñado de kilómetros que a mí se me hicieron insufribles mientras íbamos dejando atrás vertiginosamente un paisaje polvoriento de lomas desmochadas, olivares y campos de labor camino del valle del Tajuña. En muchas de esas lomas la mano del hombre había ido excavando con el curso de los años profundas y negras cuevas que se internaban en las entrañas de la tierra y que servían de hogar a familias menesterosas tiznadas por la mugre de la miseria. Vimos niños harapientos y recién levantados asomados a la boca de sus cuevas con la mirada perdida en una triste lejanía y ancianos que encendían fogatas en los desmontes para calentar la primera —y tal vez la única— comida que harían en todo el día. Mujeres medio desnudas sacaban del interior de las oscuras covachas colchones de borra destripados para orearlos al sol. Algunos hombres en camiseta se encorvaban sobre el suelo y recogían basura que iban depositando en unos enormes serones de esparto. Había enseres viejos, trapos sucios, botes oxidados, botellas rotas y restos de neumáticos deshechos por todas partes. La brisa de la mañana traía hasta nosotros un olor nauseabundo a putrefacción, enfermedad y muerte. Los desheredados que habitaban en estos muladares, víctimas de una miseria secular e irredenta, probablemente ni tenían noticias de que había estallado la guerra en España. Nadie se había acercado hasta ellos para comunicárselo y tampoco debía de interesarles demasiado. Eran como seres alucinados que viviesen en otro mundo.

domingo, 11 de diciembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 18ª Entrega




Un relato de Route 1963



En las carteras de la moto tampoco estaba la pistola, y si estaba, aquel hombre no la vio o no quiso verla, porque apenas si les echó un vistazo apresurado, le devolvió la documentación a mi hermano y dijo sin mirarnos:

Pueden marcharse. ¡Vamos, circulen!

Nos subimos en la inglesita y arrancamos. A mí se me escapó un profundo suspiro de alivio. Mi hermano volvió la cabeza para explicarme:

La policía secreta no se mete con los anarquistas. Órdenes del Gobierno. Y no vamos a ser tan ingenuos como para creer que ese tipo no se ha dado cuenta de que todos nuestros papeles eran falsos. Naturalmente ha hecho la vista gorda.

Ahora comprendo, pero... ¿qué ha sido de la pistola? No me digas que la dejaste en la Dehesa de la Villa.

La curiosidad mató al gato —respondió Juan, y me pareció que sonreía—. No te preocupes, la pistola y las municiones vienen con nosotros, en un lugar seguro. Lo único que dejé en el bosque fueron los listados malditos: los quemé mientras dormías.

Bueno, tú sabrás. No quiero ser indiscreto.

Más te vale. Por cierto, que sepas que en cuanto veamos una estación de servicio tendremos que llenar el bidón, vete haciéndote a la idea.

Ya me hago —le dije, y sólo de pensarlo me empezaron a doler los riñones—, pero recuerda que me prometiste que nos turnaríamos y me dejarías conducir.

Conducir, conducir... —silabeó mi hermano—, pero habrá que encontrar el momento, y no creo que estén ahora las cosas como para perder el tiempo enseñándote a conducir y que por menos de nada tengamos una desgracia. Casi prefiero llevar yo la mochila todo el tiempo antes que correr ese riesgo.