Un relato de Route 1963
El hombre pisó el freno y el camión se detuvo con notable estrépito de chapas y resoplidos del motor. Abrimos las portezuelas y saltamos de la cabina. Cuando llegamos a la trasera de la caja mi hermano todavía seguía montado en la inglesita apoyándose con los dos pies en el suelo. Tenía un aspecto en verdad lamentable, como el de los mineros de las galerías de carbón o el de los fogoneros de las locomotoras, pues todo su cuerpo estaba tiznado de carbonilla y de polvo, que al adherirse al sudor de la piel había formado una pasta aceitosa y brillante como el petróleo. Nada más vernos se bajó de la moto y se encaró con el chófer:
—¿Cuánto hace que no le miras el carburador a este puñetero carromato?
El hombre se quedó desconcertado.
—Pues... bueno, el camión no es mío, y entonces...
—Ya supongo que no es tuyo, pero tú lo conduces y te ganas la vida con él, ¿no es cierto? —le recriminó Juan—. No sé si sabes que con los humos que vas soltando por el tubo de escape podrías gasear a todo un regimiento de fascistas. Y yo, que no soy un fascista, voy aquí detrás, enganchado a esta maldita soga y respirando veneno. He tocado la bocina de la moto varias veces para que te parases, y tú, como si nada. ¿Es que quieres matarme?
—Lo siento de veras, compañero —se disculpó el chófer—, pero es que no hemos escuchado la bocina, tu camarada te lo puede decir, ¿verdad?
Asentí. En aquella cabina inmunda, con las vibraciones y el ruido del motor atronándonos los oídos, no era posible escuchar ningún sonido procedente del exterior.
—Está bien —se rindió mi hermano—, lo creo. ¿Alguien puede darme agua? Me estoy muriendo de sed.
Cuando el camionero fue a buscar el botijo Juan se me quedó mirando fijamente. Su mirada fría hizo que me echase a temblar.
—Tengo malas noticias para ti, hermanito —dijo señalando la Brough Superior.
—Supongo que me vas a decir que ahora me toca a mí subirme en la moto, ¿no?
—En efecto, y por varios motivos.