Con las primeras luces de la mañana del 1 de agosto de 1936 empezamos a rodar por aquella estrecha carretera de dos carriles, con firme de macadán, que llevaba hasta la costa levantina. El sistema de pavimentación conocido como “macadán” se había empezado a emplear en las principales carreteras españolas en los años 20 en sustitución de las viejas calzadas de piedra o tierra, dentro del denominado Circuito Nacional de Firmes Especiales impulsado por los gobiernos del general Primo de Rivera. Con todo y con eso, las calzadas de macadán no eran sino pistas de un adoquinado irregular que maltrataba sin misericordia los neumáticos y las suspensiones de los vehículos de la época, todavía encomendadas en su mayoría a rudimentarias ballestas en lugar de los modernos amortiguadores de muelles o aceite. En comparación con sistemas anteriores de pavimentación, no mucho mejores que los empleados por los romanos en sus célebres calzadas, y a menudo incluso mucho peores a pesar de la evolución de los materiales de construcción de obras públicas, el macadán por lo menos garantizaba una mayor solidez y estabilidad del terreno y un drenaje más eficaz de la calzada, razón técnica por la cual las carreteras presentaban ese característico abombamiento convexo de su superficie, con el eje central ligeramente sobreelevado sobre las cunetas para facilitar la evacuación del agua. Semejante diseño del firme obligaba, al menos en teoría, a circular a todos los vehículos por un plano inclinado, por imperceptible que fuese el ángulo de inclinación, lo que en el caso de las motocicletas comprometía seriamente la adherencia de los neumáticos, duros como piedras y sin apenas dibujo digno de tal nombre. En aquellos tiempos, no obstante, dado el escaso tránsito de vehículos por las carreteras, nadie circulaba llevando su mano, como se decía, esto es, por la derecha, sino que la costumbre era hacerlo por el centro de la calzada, carente de señalización horizontal que delimitase ambos carriles, y sólo cuando aparecía un vehículo en sentido contrario cada uno volvía a su mano, forma esta de conducir que provocaba no pocas colisiones frontales y salidas de la vía, con sus correspondientes víctimas, sobre todo en curvas sin visibilidad y en cambios de rasante.
Las carreteras españolas de los años treinta eran incómodas y peligrosas en grado sumo, pero no lo eran menos los vehículos que transitaban por ellas, mal cuidados, inestables, escasos de frenos, deficientes de neumáticos y tan propensos a sobrecalentamientos y gripajes del motor así como a cualquier otra avería menor que pudiera dejarlos tirados en las cunetas. Muchos camiones y autobuses, que no eran sino verdaderas tartanas de lata rodante, llevaban el volante a la derecha y a lo sumo un pequeño espejo retrovisor redondo cuya función resultaba meramente testimonial, porque en aquella época, y hasta dos décadas después, se consideraba que los vehículos pesados no debían adelantar a otros vehículos. Nuestra Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport era, a decir de mi hermano, un prodigio de la técnica, una máquina impar adelantada a su tiempo, la mejor moto de la Historia, y puede que lo fuese en verdad en las plácidas carreteras húmedas de la campiña inglesa en donde había sido fabricada, pero en cambio rodando ahora por el abrupto macadán de las carreteras de la España agraria y menesterosa a mí no me parecía otra cosa que un trasto quejumbroso y rudo, a imagen y semejanza de los demás cacharros de dos, cuatro o más ruedas que transitaban penosamente por el país. Si mi hermano Juan estuviese vivo todavía y pudiese leer mi relato de aquel viaje temerario que hicimos hace setenta años, no dudaría en reprenderme y en afear mi supina ignorancia acerca de las excelsas virtudes de la inglesita, a fin de cuentas la moto que nos había permitido escapar de aquel Madrid violento y salvar la vida, y acaso tendría razón, porque el paso del tiempo altera a veces la perspectiva de las cosas y a la vuelta de los años uno las recuerda peores de lo que fueron en realidad (o mejores, aunque distintas, en cualquier caso), pero aún así mi memoria se resiste a traicionar mis sensaciones de antaño, y lo que sentí entonces es lo que sigo sintiendo hoy, y lo que pensé ese día es lo mismo que sigo pensando ahora, y es como si todavía no me hubiera bajado de aquella moto maldita de la que parecía que íbamos a caernos en cualquier momento según corríamos a trompicones por la bacheada carretera de Valencia, porque el firme de macadán hacía imposible mantener la línea recta y mi hermano conducía a cien kilómetros por hora sobre los adoquines, una velocidad considerable para la época, dando tumbos de un lado a otro de la calzada, iba y venía del resbaladizo eje central, que estaba sucio por el aceite que derramaban los camiones, al carril derecho, tan peligroso e inestable que nuestro precario equilibrio se veía constantemente amenazado, y en apenas una docena de kilómetros sentía tanto miedo y tenía el cuerpo tan molido que ya estaba deseando bajarme.