Un relato de Route 1963
Tarancón era un importante población agrícola y núcleo estratégico de aprovisionamiento y de comunicaciones ferroviarias con la capital de la República, de la que distaba menos de noventa kilómetros. Viejos trenes de madera se alineaban sobre las vías de la estación a la espera de recibir la orden de proseguir su viaje hacia el interior de la Península o hacia Levante. Uno de ellos, procedente de Valencia, llegaría ese mismo 1 de agosto a Madrid transportando efectivos militares de refresco destinados a reforzar las guarniciones empleadas en la defensa de la ciudad ante la más que inminente ofensiva de las tropas fascistas sublevadas. Mientras nosotros escapábamos a toda prisa de la capital, soldados entusiastas embriagados de cánticos y de banderas entrarían en ella a bordo de uno de aquellos ruinosos trenes de vapor que circulaban a velocidades de tortuga. Lo supimos semanas o meses más tarde, pero siempre nos llamó la atención por cuanto tenía de coincidencia con nuestra huida.
En los primeros días de la guerra el ambiente popular que se respiraba en el país tenía más de festivo que de bélico, si nos atenemos a los hechos conocidos. Milicianos y paisanos voluntarios marchaban al frente por la mañana pobremente armados, cuando no desarmados por completo, en autobuses de línea y en autos particulares en los que regresaban por la noche a dormir a sus casas. Provistos de tarteras con tortillas de patata y de botas de vino en lugar de fusiles, parecía que acudieran alegremente a una romería en vez de hacerlo a los campos de batalla en los que iba a decidirse el futuro de la nación. Y meses más tarde, cuando el conflicto ya había alcanzado todo su sangriento desarrollo, si eventualmente entraban en contacto con el enemigo era demasiado probable que acordasen largas pausas en el combate para cambiar alimentos, café o cigarrillos con los contrarios, y una vez hechos los trueques pertinentes cada bando volvía a sus trincheras y se reanudaba la lucha. Pero es que incluso en los momentos más dramáticos de la historia los españoles siempre hemos sido incapaces de renunciar a nuestra peculiar idiosincrasia.
Pero nosotros, desde luego, no estábamos por tomarnos las cosas tan a la ligera. Era difícil saberlo, pero muy probablemente nuestra moto fuese la única Brough Superior SS 100 que circulaba por España en aquellos años, y por más que llevásemos falsificada su documentación y sus placas de matrícula seguía siendo un vehículo demasiado exclusivo y singular como para poder pasar desapercibido en ninguna huida, y menos aún si a quienes se la habíamos arrebatado por sorpresa apenas unas horas antes les daba por buscarla —por buscarnos— empujados por un súbito deseo de venganza que nosotros, si nos encontraban, no podríamos por menos que pagar con nuestra propia vida. Y es que no había que descartar en absoluto la posibilidad de que los milicianos anarquistas madrileños se hubiesen puesto en contacto telefónico con sus correligionarios de la provincia de Cuenca y de otras provincias leales limítrofes con Madrid ante la más mínima sospecha de que nosotros pretendiéramos escapar por carretera. Teniéndonos por genuinos fascistas como nos tenían, tal vez pensaran incluso que nuestra verdadera intención era cruzar las líneas enemigas para unirnos a los sublevados, en cuyo caso la carretera de Valencia, que se adentraba en un extenso territorio que había quedado en manos de la República, no parecía la ruta más adecuada para este propósito. Y si era buena esta suposición, por tanto, lo razonable es que nos buscasen por la carretera de la Coruña —una temeridad, porque nadie habría tratado de escapar por ella sabiendo de los violentos combates que se libraban en la sierra de Guadarrama—, por la de Irún o por la de Aragón, destinos ambos demasiado inciertos. Quizá después de todo no nos buscaban por ninguna parte, ocupados como estaban en Madrid en la persecución de otros fascistas acreditados o supuestos, y mis temores eran infundados.