Un reportaje de Route 1963
Fotografías de Bea Sacristán, Jesús Moreno, José Manuel González, Julián García y Route 1963
Sorprendentemente, algunos
acontecimientos parecen predestinados al éxito más clamoroso desde el principio
de su gestación, y este ha sido uno de ellos. Una gestación, por cierto, que se
inició ocho meses antes, en las primeras horas de la madrugada del 1 de enero
de 2016, cuando todavía bajo los pesados efectos de la copiosa cena de
nochevieja, me senté ante el ordenador y me dije: Voy a organizar algo grande para este año recién estrenado. Y qué mejor
que la II edición de la Ruta Motorista N-III Histórica, porque la primera fue
muy meritoria, pero esta vez tiene que ser algo espectacular y apasionante para
propios y extraños. Un reto, un desafío, un despropósito, incluso. Un ambicioso
evento colectivo que, después de celebrarse, pueda permanecer en la memoria de
sus participantes durante mucho tiempo.
La I Edición había tenido lugar
casi tres años antes, en septiembre de 2013, con solo tres participantes y
escasas perspectivas de repetirse en el futuro, no porque no hubiera sido
interesante y divertida, que lo fue, sino porque sus preparativos fueron muy
rudimentarios, se dejó casi todo a la improvisación y no alcanzó mayor
categoría que la de una excursión privada de tres amigos motoristas. Para
colmo, estuvo a punto de no celebrarse, pues a última hora surgieron demasiados
contratiempos que casi aconsejaron suspenderla. Se llevó a cabo, contra viento
y marea, y sin saberlo entonces ya quedó sentado un precedente para el futuro,
cuando fuera posible organizar sucesivas ediciones mejoradas partiendo de la
experiencia previa de la primera.
Con las ideas
muy claras me puse manos a la obra en la primera madrugada del año. Partía de
unas pocas premisas innegociables: un máximo de diez motos y veinte personas,
comienzo en Madrid y conclusión en Valencia, y una fecha de realización a
considerar entre finales de la primavera o finales del verano, cuando los días
son más largos y menos calurosos, aunque en este caso, la jornada del 3 de
septiembre establecida oficialmente unas semanas después habría de resultar una
de las más sofocantes de las que se tiene constancia desde que existen
registros históricos de las temperaturas, algo imposible de prever con ocho
meses de antelación.
Tenía que
darle la oportuna difusión pública a esta II Edición de la Ruta a través de los
sitios web de los que dispongo, la página de Facebook EN LA CARRETERA, la
cuenta de Twitter, el blog y el canal de Youtube homónimos, y el blog N-III UNA
RUTA HISTÓRICA, fundamentalmente. Esto suponía llegar desde un principio a
decenas de miles de personas diariamente, y correr el riesgo de que al menos
centenares de ellas estuvieran interesadas en participar en el evento, algo
completamente imposible de gestionar, no solo en la Ruta en sí, sino tampoco en
los preparativos. No contento con esto, y en un exceso de ambición, decidí
crear también un foro público exclusivo desde donde empezar a establecer y
debatir todos aquellos aspectos importantes de la organización, pero esta
plataforma se demostró enseguida poco adecuada para estos propósitos, de modo
que fue cancelada, y en su lugar abrí una nueva página de Facebook, todavía
operativa, con el nombre del evento. Tampoco puede decirse que dicha página de
Facebook cumpliera perfectamente con las expectativas para las que fue creada,
porque muchas personas no entran en esta plataforma social aún disponiendo de
perfiles personales en ella. Sin embargo, si existe un medio de comunicación
rápido, fiable y popular, este es Whatsapp y sus correspondientes grupos de
chat, de modo que el recurso idóneo pasaba por crear uno, y así lo hice algunos
meses después, cuando las personas verdaderamente interesadas en participar en
la Ruta empezaban a definirse con claridad. Con la creación de este grupo de
Whatsapp los preparativos alcanzaron su máximo desarrollo y la comunicación e
interacción entre los futuros participantes empezaron a resultar óptimas, algo
que no se había conseguido con los diferentes procedimientos empleados con
anterioridad.
En todo evento
motorista que se precie -aunque por sus peculiaridades y características este
no se asemeje convencionalmente a ninguno de ellos-, resulta de obligado
cumplimiento la entrega por parte de la Organización de determinados objetos
conmemorativos a los participantes. Como mínimo una camiseta y una pegatina o
adhesivo nunca deben faltar. Y no habrían de faltar en esta II Edición de la
Ruta, en la que, sin embargo, el recuerdo original y exclusivo por antonomasia
son los hitos kilométricos artesanales a escala de la Instrucción de Carreteras
de 1939, réplicas más o menos fieles de los que aún se conservan en la
carretera, en este caso la N-III. Cada participante (en esta ocasión únicamente
los pilotos de las motos) tiene la oportunidad de fotografiarse con la
miniatura junto al hito real, una miniatura única, exclusiva e irrepetible, ya
que nunca volverá a ser reproducida otra pieza con el mismo punto kilométrico
de la misma carretera. Por lo tanto, a diferencia de otros recuerdos genéricos
y comunes para todos los participantes, como las camisetas o los adhesivos, los
hitos artesanales a escala son un recuerdo genuino y exclusivamente
personalizado, obsequio de la Organización. Para esta ocasión, además, encargué
unas pequeñas placas metálicas con el nombre de la Ruta que fueron pegadas en
la cara posterior de cada hito.
El único inconveniente de estas
miniaturas modeladas en barro es que se emplea mucho tiempo en fabricar cada
unidad. Todo el proceso es manual, sin moldes, y la rotulación de los
caracteres del hito se hace a mano alzada con finos pinceles y pintura
acrílica. Cada pieza puede llevar una semana de trabajo, o más, y es una tarea
precisa muy laboriosa de realizar. Cuando el propósito es realizar nada menos
que diez piezas en un período de tiempo relativamente corto, la tarea se vuelve
tan descomunal como tediosa. Pero una vez comprometido, ya no hay vuelta atrás,
tienes que hacer los hitos, y tienes que hacerlos muy bien. Sus destinatarios
lo agradecerán toda la vida.
Durante más de dos meses, entre
mediados de junio y finales de agosto, fabriqué los diez hitos correspondientes
de la N-III para la Ruta (y uno más no relacionado, para otro evento), y las
necesarias cajas de cartón para su embalaje. El hecho de tener que
transportarlos en moto durante doce horas obligaba a protegerlos de manera
adecuada, pues no dejan de ser unas piezas de artesanía relativamente frágiles
y vulnerables a los golpes y a las vibraciones. En conjunto pesaron más de
siete kilos y ninguno sufrió desperfectos en su viaje de Madrid a Valencia ni
en el posterior viaje de regreso al domicilio de cada participante. Incluso uno
de ellos regresaría en barco desde la Península hasta Baleares, llegaría
intacto y se exhibe ahora en la repisa de la chimenea junto a otros elementos
ornamentales de su propietario.
El diseño de las camisetas
conmemorativas con el logotipo oficial del evento fue también una apuesta
personal por mi parte, en la que tuve que suplir mis limitados conocimientos y
medios técnicos para las artes gráficas digitales con grandes dosis de
imaginación y creatividad. Después de innumerables pruebas y montajes durante
semanas interminables de trabajo, conseguí unos resultados estéticos muy
interesantes y bastante dignos para un profano en la materia. Pero sobre todo,
y esto era lo único que importaba realmente, a todas las personas que
finalmente vestirían la camiseta el día de la Ruta el diseño les pareció muy acertado,
y partiendo de esta unanimidad encargamos un total de trece unidades de
diferentes tallas. Tres de ellas irían destinadas a otras tantas personas que por
diferentes motivos no llegarían a participar en la Ruta, pero que de una forma
u otra habían colaborado en la organización y los preparativos de la misma. Posteriormente,
con el mismo logotipo oficial estampado en el frontal de las camisetas
encargamos una corta tirada de pegatinas o adhesivos que la Organización regaló
a todos los participantes.
Solventados con acierto estos
necesarios preliminares y una vez celebrada con rotundo éxito, todo parece
indicar que quienes participamos en esta II
Ruta Motorista N-III Histórica Madrid-Valencia 2016 la recordaremos
gratamente durante mucho tiempo, con lo cual podemos considerarla sin ningún
género de dudas como doblemente histórica. Como inventor, artífice y
organizador de esta Ruta, mi satisfacción es lógicamente inmensa y mi laboriosa
tarea de ocho meses de preparativos ha quedado recompensada con creces, pero un
individuo no es importante, lo que importa es el grupo, la colectividad, la
suma de voluntades para la consecución de un objetivo o la realización de un
proyecto común, y en este sentido creo que la motivación entusiasta de todos
los participantes antes, durante, e incluso todavía después del evento, ha sido
el verdadero motor del proyecto y el más intenso estímulo para considerar a corto
plazo la realización de nuevas ediciones. De hecho, en el momento de escribir
estas líneas, ya estamos estudiando la posibilidad de organizar la III edición
para el año que viene, en este caso con el recorrido inverso al de las dos
ediciones anteriores, es decir, de Valencia a Madrid.
La mayor incertidumbre a la hora
de afrontar una ruta motorista de esta naturaleza radica en el hecho de que es
imposible prever de antemano cómo se comportarán sus protagonistas en la
carretera en una larga jornada de doce horas, sobre todo cuando, como en este
caso, la mayoría de los participantes no se conocen entre sí hasta un momento
antes de la salida. Y si a esto le añadimos la circunstancia de que en el grupo
coinciden motos, estilos de conducción y grados de experiencia muy diferentes,
la cuestión se complica todavía más. Sin embargo, incluso en estos aspectos tan
delicados, todo salió a pedir de boca, porque todos los participantes
demostraron gran experiencia, buen hacer y rigurosa prudencia en la carretera.
No hubo que lamentar el menor percance, ni tan siquiera una caída en parado, ni
fragmentaciones del grupo, ni infracciones de tráfico, ni acciones
comprometidas o peligrosas. En todo momento pudieron mantenerse una
cooperación, un orden y una disciplina de marcha verdaderamente prodigiosos.
Pero además, desde el comienzo se instaló un saludable ambiente de camaradería,
fraternidad y excelente humor en el grupo, incluso entre quienes acababan de
conocerse. Buen rollito, podríamos
decir coloquialmente, hasta el punto de que todos nos encontrábamos muy a gusto
con todos, y con el transcurso de las horas -y fueron doce en la carretera y
algunas más en Valencia durante la extraordinaria cena informal que se prolongó
hasta la madrugada en la playa de Alboraya- esas sensaciones fueron en aumento.
Todo comenzó la tarde de la
víspera, cuando recibí personalmente en Madrid a los participantes venidos de
fuera de la capital, en primer lugar a Jesús Moreno, llegado desde Bilbao, y
posteriormente a Paco Vila (veterano de la I edición de la Ruta) y a Tono
Birlanga y su hijo Toni (con 17 años, el benjamín de la expedición), estos tres
últimos llegados desde Valencia. Un cuarto participante, Julián García,
procedente de Baleares, se incorporaría a la ruta al día siguiente en Fuentidueña
de Tajo. Los cuatro restantes, Fernando de la Cuadra, José Manuel González, Bea
Sacristán y Miguel Mendoza, residentes en Madrid o provincia todos ellos,
comparecerían también al día siguiente para la salida oficial desde la Plaza de
Toros de las Ventas.
Y en los aledaños de la Plaza de
Toros de las Ventas compartimos cervezas, conversación, cena, copas y risas
hasta la una de la madrugada los primeros citados. Suerte tuvimos de no
encontrar ningún bar cercano abierto para tomar la penúltima, porque en ese
caso no quiero ni pensar cuándo nos habríamos acostado, y al día siguiente
había que madrugar, pues la salida estaba prevista a las 8’30 horas. Dada mi
naturaleza noctámbula, mi tradicional alergia a los madrugones y el espantoso
calor que hacía en Madrid la noche del 2 de septiembre, mis peores presagios se
cumplieron y apenas si conseguí dormir una hora como mucho. Por eso, cuando a
las siete de la mañana sonó el despertador, a duras penas si conseguí
levantarme de la cama y meterme en la ducha muerto de sueño, pero este no era
el único de mis problemas y ni siquiera el más acuciante. Tenía un exceso
imposible de equipaje a transportar en la moto, en parte motivado por mis
vacaciones de verano, en parte motivado por toda la intendencia propia de la
organización de la Ruta (camisetas e hitos kilométricos conmemorativos, sobre
todo, que en conjunto pesaban más de ocho kilos y abultaban considerablemente
dentro de sus embalajes de cartón), y transportar todo ello siquiera hasta el
garaje ya suponía toda una proeza y hacer un montón de viajes. Tuve que avisar
a Jesús y a Paco, que guardaban sus motos en mi garaje, para que subieran a mi
casa a echarme una mano, lo que incluía también tirar la basura. Nunca podré
agradecérselo lo bastante, porque de otro modo yo no habría sido capaz de
ponerme en marcha. Ocho meses de preparativos minuciosos sin dejar nada a la
improvisación, y llegado el momento de partir todo se ponía muy cuesta arriba.
Además, para mi propio descrédito, después de insistir durante semanas en la
puntualidad de la convocatoria, todos los demás participantes llevaban ya un
rato esperando en la Plaza de Toros a la hora acordada, mientras nosotros tres
todavía peleábamos en el garaje con las motos y los equipajes, acumulando una importante
demora. Finalmente, por mi culpa, solo nos retrasamos diez minutos sobre la
hora oficial de salida (pero cuarenta sobre la hora de la convocatoria), lo que
a la postre supondría iniciar la Ruta a las 9’00 en lugar de a las 8’30 horas,
como estaba previsto.
Presentaciones, saludos, risas,
fotografías, entrega de camisetas, pegatinas y libros de ruta (cortesía de
Fernando, estos últimos), y nueva ubicación de los equipajes, porque era tan
grande el volumen y el peso de la carga transportada, sobre todo la que a mí me
concernía, que hubo que repartirlo entre las siete motos improvisando con
pulpos elásticos y habilitando los mínimos huecos disponibles en las maletas y
en los asientos de cada una. De tal suerte que, instantes antes de partir, ya
era imposible saber quién llevaba qué, y de quién, con el riesgo cierto de que
alguien no tuviera ropa limpia que ponerse en Valencia (y yo era el más
expuesto a ello) si se producían deserciones por el camino. No se produjeron,
pero semejante dispersión de la intendencia motivaría algunas curiosas
anécdotas en la jornada, como se relatará más adelante.
Como queda dicho, a las 9’00
horas nos pusimos en marcha con destino a Valencia, un viaje convencional en el
que no se invierten más de tres horas por autovía a velocidades legales, y que
nosotros íbamos a realizar en doce, recorriendo la ruta clásica originaria del
siglo XIX que estuvo vigente hasta mediados del XX, y parando hasta en veinte
ocasiones contadas y documentadas, obteniendo una velocidad media de 30 km/h. Pero esta es la
filosofía del evento, que irónicamente no consiste tanto en montar en moto
-aunque también-, sino sobre todo en subir y bajarse de ella, lo que resulta
mucho más cansado pero también más interesante si tenemos en cuenta los lugares
históricos visitados y lo que simbolizan.
La jornada ya
amenazaba desde el comienzo con ser extremadamente calurosa, y todas las
previsiones meteorológicas se cumplieron al alza, alcanzándose en las horas
centrales del día temperaturas cercanas a los cuarenta grados centígrados en
algunos puntos del recorrido. En contra de la extendida y errónea creencia
popular, difundida desde la ignorancia por quienes jamás han montado en moto,
el verano no es la época idónea para
viajar sobre dos ruedas, sino todo lo contrario, ya que se sufren más los
efectos del calor que en cualquier otro vehículo. El calor del asfalto, sumado
al calor desprendido por los motores de las motos y el acumulado en la cabeza y
en el resto del cuerpo por el uso del casco, los guantes y la obligadas prendas
de protección, por livianas y eficientes que sean en la refrigeración térmica,
pueden hacer la marcha verdaderamente incómoda y desagradable cuando las
temperaturas se disparan.
Unas temperaturas que todavía eran soportables
cuando llegamos al primitivo Puente de Arganda, primera parada obligada de
nuestra ruta histórica. En realidad este puente de estructura metálica, que salva
el cauce del río Jarama, se encuentra en el término de Rivas-Vaciamadrid, y
prestó servicio en la carretera de Madrid a Valencia hasta el año 1963. Sobre
el tablero pavimentado con un ligero riego asfáltico (en origen la calzada fue
de adoquines) estacionamos las siete motos que habían iniciado la salida desde
Madrid, curiosamente todas bicilíndricas: Victory Hammer S 1700, Hyosung Aquila 650 GVI, Bmw F
800 S, Bmw R 1150 RT, Bmw R 1200 GS, Kawasaki Versys 650 y Honda XLV 1000
Varadero.
La mayoría de
los participantes nunca había estado en este lugar, y les resultó sorprendente
que a través del estrecho puente hubiese transitado una carretera nacional con
sus dos carriles correspondientes, uno por cada sentido de la circulación. Esto
había imposibilitado en tiempos el cruce de dos camiones grandes, viéndose uno
de ellos obligado a retroceder o a esperar fuera del puente el paso del otro.
Pero la anécdota más interesante que se conoce del primitivo Puente de Arganda
tuvo lugar durante la guerra civil española, cuando los camiones que
transportaban los enormes cuadros evacuados del Museo del Prado y de otros
museos de la capital con destino a Valencia para preservarlos de los bombardeos
se encontraron con un inesperado problema de gálibo. Algunos de estos cuadros
con sus correspondientes embalajes eran tan altos que rozaban en la estructura
superior del puente. No hubo otra solución que bajar los cuadros de los
camiones y hacerlos rodar sobre unos cilindros metálicos hasta salvar el
recorrido del puente, para posteriormente volver a subirlos en los camiones en
la otra orilla. En esta complicada operación, realizada durante la noche en
precarias condiciones de visibilidad, se emplearon varias horas con escaso
número de hombres. Por razones técnicas y de seguridad, en cada transporte de
salvaguarda del patrimonio histórico-artístico entre Madrid y Valencia se
invertían exactamente veinticuatro horas de viaje. LEER MÁS.
Volvimos de nuevo a las motos
para recorrer el breve tramo de adoquines originales de la carretera en sentido
Madrid, para posteriormente retomar la autovía A-3 en sentido Valencia hacia
Perales de Tajuña. Para ganar tiempo habíamos decidido evitar el tramo
primitivo de las Cuestas de Perales, puesto que Julián García, el último participante
en incorporarse a la expedición, nos esperaba en el Castillo de Fuentidueña y
ya llevábamos un pequeño retraso acumulado sobre el horario previsto, pero como
guía del grupo reconsideré la decisión, teniendo en cuenta que hacía dieciséis
años que no veía a Julián y por lo tanto nuestro reencuentro bien podía
demorarse quince o veinte minutos más sin que por ello se alterase el curso de
la Historia. Y fue un acierto transitar por las clásicas Cuestas de Perales en
las primeras horas de la mañana y embriagarnos con el mínimo frescor que
exhalaban los campos de la apacible vega del Tajuña, único y breve momento de
la jornada en el que pudimos liberarnos de las sofocantes temperaturas. Poco
después volvimos a la autovía, tomamos el desvío a Fuentidueña y ya no dejamos
de sudar durante horas.
Como estaba previsto, Julián nos
esperaba junto a su flamante BMW R-1200 RT (otra bicilíndrica, para no
desentonar con el parque móvil original) en las ruinas del Castillo de
Fuentidueña, lugar de tránsito de la antigua carretera de Madrid a Valencia
hasta mediados de los años cincuenta del pasado siglo. Para participar en la
Ruta, días antes había desembarcado en Valencia procedente de Mallorca y se
había desplazado hasta la profunda Mancha, la tierra de sus antepasados. Y
desde La Mancha profunda había partido casi de madrugada para nuestro histórico
reencuentro. Nos dimos un abrazo efusivo, dieciséis años después, y he de
admitir que fue emocionante. Todo un guiño del destino. Nos habíamos conocido
en el arcén de una carretera, no muy lejos de aquí, veinticinco años atrás, y
durante casi un decenio habíamos recorrido juntos en moto, solos o en compañía
de otros, miles de kilómetros por España. Ambos sabemos que aquellos tiempos no
volverán, pero al menos nos queda la íntima y gozosa satisfacción de haber
vuelto a compartir largas horas de carretera en una jornada histórica.
La tercera parada de la Ruta, ya
con el grupo de ocho motos completo, tendría lugar apenas tres kilómetros
adelante, travesía de Fuentidueña mediante, junto al primitivo hito 64 de la
N-III. Íbamos a sortear la miniatura a
escala 1:10 de este hito de piedra procedente de la Instrucción de Carreteras
de 1939, también conocido como Plan Peña. Como cada piloto participante tenía
de antemano un hito a escala asignado, habíamos establecido que los dos únicos
copilotos o acompañantes, Bea Sacristán y Toni Birlanga, participasen en el
sorteo con tres números cada uno, mientras que el resto lo haría con un solo
número y el que esto escribe, en calidad de creador de los hitos a escala y
organizador del evento, se abstendría de participar. Después de muchas risas y
confusiones del personal, que no acababa de entender correctamente la mecánica
del sorteo, el agraciado fue el valenciano y benjamín de la expedición, Toni
Birlanga, quien recibió el obsequio con entusiasmo y sorpresa, caminando
después en compañía de una reducida comitiva un centenar de metros hasta el
hito real, que se encontraba junto a la incorporación a la autovía, para
hacerse la fotografía preceptiva y tradicional de esta Ruta. A sus diecisiete
años es posible asegurar que nunca antes había visto un hito de estas
características, y también lo es que durante mucho tiempo recordará el momento
en el que fue fotografiado junto a este elemento tradicional del pasado de las
carreteras españolas. Una vez en Valencia me comentaría que estaba muy contento
y que acababa de colocar la miniatura en una estantería de su habitación.
Desde el kilómetro 64 hasta el 95
rodamos sin prisa pero sin pausa por la A-3 para desviarnos en Villarrubio
(Cuenca), y visitar la célebre Cruz de Nino Bravo, en recuerdo del cantante
valenciano, fallecido en este punto de la carretera en un trágico accidente en
el año 1973. Sería la cuarta parada de la Ruta. La mayoría de los participantes
tampoco conocía este lugar y los más jóvenes probablemente no sabrían citar el
título de una sola canción del malogrado artista. Seguirán sin saberlo, porque
nuestra visita fue escrupulosamente respetuosa y a ninguno de los veteranos nos
pareció oportuno tararear alguna de las famosas melodías del cantante. Ya apretaba
mucho el sol cuando nos subimos en las motos y reanudamos la marcha camino de
Saelices, a seis kilómetros de distancia.
Eventualmente tomó el mando de la
expedición Paco Vila, y como de todos modos ya habíamos decidido no ceñirnos
escrupulosamente a los horarios ni a los procedimientos del libro de ruta,
improvisando cuando fuera necesario y realizando el recorrido oficial solo
hasta donde fuera posible sin agobiarnos, nos detuvimos en una gasolinera a la
salida de Saelices para que el personal hiciese sus necesidades más perentorias
y de paso repusiera combustible en las motos, si era preciso, y sólidos y
líquidos en el cuerpo, aspecto en el que hubo unanimidad absoluta. Esta quinta detención fue extensa y pausada, se prodigaron
las bromas y las risas, y aquí fue donde comprendimos que sobre todo habíamos
venido a divertirnos, y como de hecho nos estábamos divirtiendo, y más de lo
previsto, todo lo demás era accesorio, y si algunas visitas de la Ruta
finalmente no podían realizarse por falta de tiempo, pues quedarían pendientes
para mejor ocasión.
No podíamos omitir, sin embargo,
el recorrido por el viejo tramo de adoquines de Saelices y la posterior parada,
sexta de la Ruta, en el área de descanso construida en 1930 por el CNFE
(Circuito Nacional de Firmes Especiales). Un paraje interesante, curioso y
singular, y sobre todo relativamente fresco y sombrío, algo muy de agradecer
cuando ya el calor apretaba con dureza. Un rato antes Jesús Moreno y yo
habíamos comentado los deseos que teníamos de desprendernos de las agobiantes
chaquetas de Gore-Tex, y estábamos de
acuerdo en que si no lo hacíamos era solo por seguridad, porque daba muy mal
rollo conducir en camiseta, aunque fuese la vistosa camiseta conmemorativa de
la Ruta que casi todos llevábamos puesta. Pero finalmente se impuso el calor al
protocolo de seguridad, y guardamos las chaquetas. De nuevo en marcha, el
alivio fue instantáneo y conseguimos refrigerar nuestros cuerpos de manera muy
satisfactoria, aún a riesgo de exponernos a agresiones externas (insectos,
gravilla, quemaduras del sol…), o a los efectos devastadores de la abrasión por
una caída. Para entonces otros ya circulaban en manga corta o con livianos
chalecos, y quizá lo hicieron desde el principio. Los más prudentes y
ortodoxos, sin embargo, no se desprenderían de la ropa protectora hasta llegar
al hotel en Valencia. Solo ellos saben cuánto pudieron sudar.
Cometí dos errores en toda la
jornada, y el primero se produjo saliendo de Saelices, cuando por despiste me
salté la incorporación a la autovía y tuvimos que recorrer ocho o nueve
kilómetros erróneos hasta encontrar un cambio de sentido y recuperar el camino
correcto. Después rodamos sin interrupción por la A-3 hasta la salida de
Cervera del Llano, puerta de acceso al viejo trazado de la carretera por la
comarca del Júcar, que quedó interrumpido discontinuamente a mediados de los
años cincuenta por la construcción del embalse de Alarcón, con la consabida
inundación de una parte del trazado decimonónico de la carretera y la ruina
económica de todos los pueblos de la comarca. Dicho trazado sería sustituido
por el que aún se conserva al sur, entre Honrubia y Motilla del Palancar, que
prestó servicio en la N-III hasta fechas relativamente recientes, previas a la
construcción de la autovía. Decidimos omitir el recorrido previsto hasta la
orilla occidental del Júcar entre Olivares y Valverde, para recorrer el tramo
más corto hasta la orilla oriental. Fue la séptima parada de la Ruta. El nivel
del agua estaba tan bajo que la antigua carretera quedaba expedita (convertida
en una lengua de tierra en apariencia accesible para casi cualquier vehículo) y
eran visibles los pretiles del viejo puente. Aunque su moto no era la más
idónea para ello, José Manuel estuvo tentado de cruzar de una orilla a otra,
pero finalmente desistió. Tendría ocasión de resarcirse más adelante, entre
Valverde y Hontecillas, pues el tramo de carretera emergido ofrecía mejores
condiciones.
De camino a Valverde de Júcar el
hito 160 esperaba a Paco Vila, quien con buen criterio había elegido la réplica
a escala correspondiente. El grueso de la expedición continuó sin detenerse,
pero sí lo hicimos el citado Paco, Jesús y yo, llevando a efecto la octava
parada de la Ruta. Con las oportunas ceremonias inmortalizamos el momento, que
Paco celebró tomando una lata de cerveza bien fría que llevaba en su nevera
portátil. Minutos después nos reunimos con el grupo, que esperaba en una
gasolinera a la entrada del pueblo. Novena parada de la Ruta. El calor era ya
tan insoportable que muchos aprovechamos la detención para mojarnos la cabeza
en una fuente y empaparnos la ropa. Un alivio tan provisional como efímero.
Minutos más tarde reanudamos la marcha hasta el tramo de carretera interrumpido
entre Valverde y Hontecillas, que al igual que el anterior entre Olivares y
Valverde se encontraba completamente emergido como consecuencia del largo y
seco estiaje. Aquí José Manuel no se lo pensaría dos veces y se aventuraría con
su moto a recorrerlo íntegro de una orilla a otra, esperando al resto del grupo
a la entrada de Hontecillas.
Entretanto, los demás nos
entretendríamos un rato fotografiándonos junto al primitivo hito 163, que
todavía se conserva sobre la acera a la salida del pueblo. Hasta no hace mucho
tiempo también se conservaba, tirado en el suelo, el hito correspondiente de la
época del CNFE (Circuito Nacional de Firmes Especiales), pero en la actualidad
ha desaparecido, muy lamentablemente, porque es de temer que alguien se lo
habrá llevado para apropiárselo a título particular. Esta fue la décima parada
de la Ruta.
De nuevo en marcha, tendríamos la
oportunidad de disfrutar del ameno trayecto de 35 kilómetros entre
Valverde de Júcar y Motilla del Palancar por el trazado decimonónico de la
carretera de Madrid a Valencia (actualmente carretera autonómica CM-2100), que
atraviesa en absoluta soledad las localidades de Hontecillas, Buenache de
Alarcón y Olmedilla de Alarcón para desembocar en la N-III. Como habíamos
convenido, a la salida de Valverde delegué temporalmente la responsabilidad de
guiar el grupo para pasar a cerrarlo y de este modo descansar un rato y distraerme
observando desde atrás los diferentes estilos de conducción y comportamiento de
las motos de mis compañeros de viaje. Todos experimentados, sobrios y ordenados
en la carretera. Un verdadero placer rodar con esta gente.
Undécima parada de la Ruta. Llegamos
a Motilla del Palancar a la hora prevista para el almuerzo en el Hotel del Sol
(y repostaje de combustible en la gasolinera anexa), ambos establecimientos
clásicos de esta ruta que afortunadamente siguen sobreviviendo con éxito en un
entorno de abandono en donde otros muchos han terminado por sucumbir con la
decadencia de la vieja carretera nacional. Y a pesar de las ligeras demoras y de
la nula atención que habíamos prestado al libro de ruta y sus horarios, los
tiempos seguían cumpliéndose casi a la perfección. La razón de esto hay que
encontrarla en el hecho de que habíamos omitido el recorrido previsto hasta la
orilla occidental del Júcar entre Olivares y Valverde, y de que los propios
tiempos del libro de ruta estaban calculados por exceso para un generoso margen
de demora. Tuvimos que aparcar las motos amontonadas y a pleno sol junto a la
entrada del hotel, a sabiendas de que los asientos quemarían indecentemente cuando
tuviéramos que volver a subirnos a ellos, pero el personal padecía hambre y sed,
sobre todo mucha sed, y no era el momento de atender cuestiones de otra índole.
Mientras en el comedor nos preparaban una mesa redonda para diez personas, sin
que hubiese mediado reserva previa por nuestra parte, en la barra del bar
empezaron a caer una detrás de otra decenas de cervezas heladas engullidas con
indisimulada ansiedad. Pero el protagonista estelar de este almuerzo y de sus
preliminares sería Fernando, genio y figura, que en un momento dado apareció en
el bar recién duchado en pantalones cortos y sandalias, y para estupor de toda
la concurrencia nos informó de que había reservado una habitación en el hotel
únicamente para esto, para darse una generosa ducha refrescante antes de comer.
Por supuesto, nos ofreció su habitación a todos aquellos que quisiéramos
ducharnos, con el único inconveniente de que solo tenía disponible una toalla,
lo cual resultó completamente disuasorio, como es fácil suponer. Se agradece el
detalle, y si nos hubiese avisado la víspera estoy convencido de que más de uno
nos habríamos llevado una toalla para no desaprovechar la oportunidad.
Ya en la mesa, Fernando volvió a
sorprendernos, en este caso por su voracidad, al pedir dos tazas de gazpacho
para el solo antes de atacar el segundo plato. Las risas de todos los presentes
fueron apoteósicas. El menú fue correcto y ajustado de precio, aunque
finalmente acusaría un discreto incremento global como consecuencia de la
constante petición extraordinaria de cervezas y botellas de agua, porque todos
parecíamos sufrir una sed patológica e insaciable después de los espantosos
calores padecidos en la carretera. La sobremesa decidimos hacerla en la terraza
exterior del hotel, en donde nos sirvieron los cafés, siguieron las risas, y
algunos nos fumamos un puro relajadamente y con escasas ganas de volver a las
motos, aún a sabiendas de que todavía quedaba por recorrer lo más interesante
de la jornada. Nadie miraba el reloj, ni el libro de ruta, pero todos teníamos
la sospecha de que la demora del almuerzo empezaba a ser ya escandalosa y
amenazaba el cumplimiento de los horarios.
Perezosamente conseguimos
ponernos en marcha. Julián tuvo la deferencia de refrescar el asiento de mi
moto con el agua de un recipiente dotado de pulverizador que llevaba preparado
para estos efectos, pero era necesario subirse a la moto enseguida, porque el
calor evaporaba el agua casi al instante y el asiento volvía a quemar obscenamente.
Algunos rezagados nos hicieron esperar todavía un momento, ya que en lugar de
repostar combustible a nuestra llegada a Motilla, como estaba previsto,
decidieron hacerlo después de comer. Entretanto, se produjeron algunas nuevas
operaciones logísticas con los equipajes, pero sobre todo con uno de los
pasajeros, Toni Birlanga, que pasó a ocupar la plaza trasera vacía de la GS de
Paco Vila, en detrimento de la incómoda Victory de su padre, en la que llevaba
viajados ya varios centenares de kilómetros desde el día de la víspera. Incluso
para un recio chaval de diecisiete años como él, esto suponía demasiado
sacrificio físico, y con el cambio de montura salían ganando ambos en confort.
Por otra parte, sería el propio Paco quien pasaría a encabezar el grupo ya
hasta Valencia, con la salvedad de algunos tramos, en donde yo tomé la
delantera durante unos kilómetros.
Abandonamos Motilla del Palancar
y sin detenernos atravesamos las solitarias travesías de Castillejo de Iniesta,
Graja de Iniesta y Minglanilla, en la antigua N-III, lugares míticos de la ruta
de Madrid a Valencia que van sucumbiendo lentamente a la decadencia de esta carretera.
Pero nuestro siguiente objetivo era el trazado más emblemático y apasionante
del recorrido, las célebres Cuestas de Contreras, que prestaron servicio en la
nacional hasta finales de 1969. La mayoría de los participantes nunca había
transitado por este paraje singular, y si lo habían hecho acaso los más
veteranos, ni siquiera podían recordarlo, dada la corta edad que tenían cuando
lo recorrieron a bordo de los modestos utilitarios de sus padres o en
desvencijados autobuses de línea. Tal vez este sea también mi caso, pero sin
tener constancia de ello lo cierto es que cuando lo visité hace algunos años
tuve la extraña sensación de haber estado antes en este lugar, hacía mucho
tiempo, como si lo hubiese visitado en sueños o en otra vida anterior, suponiendo
que existan las vidas anteriores, lo cual es mucho suponer.
Paco insinuó una detención en la
Casa de Postas de las Ventas de Contreras, que data del siglo XVI, pero como no
íbamos demasiado bien de tiempo le hice una seña para que continuase hasta el
puente, en donde realizaríamos la duodécima parada de la Ruta. El famoso puente
de piedra sobre el río Cabriel, como el resto del trazado de la carretera
decimonónica obra del ingeniero de caminos Lucio del Valle, marca el límite de
provincias entre Cuenca y Valencia, y fue construido entre 1841 y 1851. Dos
placas grabadas en ambos pretiles del puente, la primera de ellas recordando el
reinado de Isabel II en 1851, y la segunda citando a Lucio del Valle y la fecha
de las obras, se conservan todavía perfectamente visibles, si bien esta última
muestra unas profundas resquebrajaduras como consecuencia de la agresión que
sufrió, poco tiempo después de ser colocada, por parte de uno de los
presidiarios que había trabajado en la construcción de la carretera. Como es
bien sabido, en aquella época era habitual el empleo de presos en las obras
públicas, pero se trataba de un trabajo voluntario y remunerado que llevaba
aparejada una reducción de condena para quienes se prestaban a él. Además de
ello, muchos presidiarios se alistaban de buen grado porque recibían buena
comida, se alojaban en barracones más limpios y cómodos que las celdas de la
prisión y podían pasar mucho tiempo al aire libre mientras trabajaban. Sin
embargo, uno de estos presos, al parecer enfrentado con su capataz por
discrepancias personales o laborales, en un arrebato de ira empuñó una de las
herramientas de trabajo y arremetió violentamente contra la placa conmemorativa
causando unos daños que nunca serían reparados.
Anécdotas históricas aparte,
nuestro paso por las Cuestas de Contreras habría de ser también histórico, pero
sobre todo muy demorado, desenfadado y divertido, llevando a cabo a
continuación las previstas detenciones decimotercera, decimocuarta y
decimoquinta en los hitos 239, 245 y 246, cuyas correspondientes miniaturas a
escala habían sido elegidas respectivamente por Tono Birlanga, Jesús Moreno y
Fernando de la Cuadra. No aflojaba el calor, pero tampoco el entusiasmo, de
manera que cada vez que nos deteníamos en la carretera desierta para
fotografiar al protagonista de cada hito parecía que estábamos celebrando una
multitudinaria romería. Procurábamos aparcar las motos lo más cerca posible de
las cunetas, pero a menudo se quedaban entre los dos carriles o en mitad de una
curva, y el personal tomaba cerveza y paseaba desenfadadamente por la calzada
como si en lugar de hacerlo sobre el gastado asfalto de una nacional abandonada
desde hace casi medio siglo lo hiciera en un moderno paseo peatonal. La
carretera era enteramente nuestra, y no había ningún peligro en ello, pues si
eventualmente se acercaba algún vehículo (y que yo recuerde solo apareció uno)
su presencia se escuchaba desde lejos, tal es el sobrecogedor silencio de este
maravilloso paraje. También recalcaré, para los más puristas y ortodoxos de la
seguridad vial, que el consumo de cerveza en ruta fue moderado y que debido al
excesivo calor y la consiguiente sudoración de los cuerpos jamás hubiese dado
nadie positivo en un eventual control de alcoholemia.
Dejamos atrás las míticas Cuestas
de Contreras y volvimos a la N-III a la altura de Villargordo del Cabriel. Estaba prevista la parada en el hito 252, pero
aquí cometí el segundo error de la jornada, y por una interpretación incorrecta
de las anotaciones que llevaba visibles en la bolsa de depósito, me salté el
hito y nos detuvimos seis kilómetros adelante, en la que oficialmente sería la
decimosexta parada de la Ruta. Sin embargo, este error no era admisible, porque
la miniatura del hito 252 le correspondía a José Manuel y era preceptivo
detenerse junto a él para la fotografía reglamentaria, tal y como habían hecho
hasta el momento cinco de los participantes (y posteriormente haríamos los tres
restantes, excluido el citado), de modo que teníamos que dar la vuelta al menos
el interesado y un miembro de la Organización, es decir, el que esto escribe. Pero
para ello había que encontrar primero la miniatura del hito 252, que viajaba en
alguna de las motos, pero a saber en cuál, porque como ya se ha comentado al
principio de esta crónica, tanto una parte de los equipajes como las cajas
individuales que contenían los hitos a escala iban repartidos aleatoriamente
entre todos los participantes. Al cabo de unos minutos apareció la caja
numerada con el 252 y volvimos de regreso hacia Villargordo solo tres motos y
tres personas, Jesús, José Manuel y yo, hasta encontrar el hito real para la
fotografía, doce kilómetros en total de ida y vuelta hasta donde reposaba el
grueso de la expedición.
La decimoséptima parada en Utiel
no estaba prevista de antemano, pero hubo que concederla porque uno de los
participantes consideró oportuno repostar combustible, y a él se sumarían otros,
y aquí haríamos un breve receso sin mayores anécdotas. La tarde empezaba a
declinar lentamente y decidimos abreviar los trámites y volver a la autovía hasta
el desvío de Siete Aguas-Venta Quemada, en cuya gasolinera sobrevive todavía el
hito 300, miniatura a escala que le correspondía a Julián, quien se hizo la
preceptiva fotografía oficial. El que no ha sobrevivido es el antiguo surtidor
de combustible que se encontraban expuesto en el lugar, y que databa por lo menos
de los años setenta. En la isleta de ladrillo sobre la que se asentaba únicamente
encontramos un vacío sospechoso. De todos modos la propia gasolinera ha sido abandonada
a su suerte y solo presta servicio sin personal con unos surtidores automáticos
mediante pago con tarjeta.
El puerto, o portillo de Buñol,
es otro tramo mítico de la antigua carretera de Madrid a Valencia, y a su
descenso nos aplicamos con entusiasmo cuando ya el sol iba menguando en el
horizonte. Junto a la ermita de San Cristóbal, frente al moderno viaducto,
realizamos la parada decimonovena (o decimonona, que decían los clásicos) para
la fotografía del hito 310 (actual 303, según la placa metálica contemporánea),
cuya pieza en miniatura le correspondía al que esto escribe. Entre risas y
bromas me sometí a la consabida sesión de fotografías y a la grabación de algún
video para inmortalizar el momento. Volvimos a las motos deprisa, porque aún
quedaba un hito por entregar y no queríamos realizar la ceremonia de noche.
Para entonces ya habíamos decidido que el Puente de la Rambla de Poyo, en el
término de Ribarroja del Turia, por donde transitó la carretera de Madrid a
Valencia en tiempos pretéritos y que hoy se encuentra abandonado, se iba a
quedar sin visitar por falta de tiempo, como sucedió en la I Edición de la
Ruta, en 2013. Así pues, vigésima y última parada en el polígono industrial a
la salida de Chiva sentido Valencia, en un tramo truncado que muere en la
autovía y que formó parte de la carretera nacional hasta la construcción de
aquélla. Es el último tramo transitable de la carretera y allí, casi escondido
bajo un olivo, sobrevive el hito 323, escenario muy propio para Miguel Mendoza,
nacido en la provincia de Jaén y adjudicatario de la miniatura. No la eligió
por esta circunstancia, que él desconocía, sino por ser capicúa el número, pero
el acceso hasta el hito resultó más complicado de lo que parecía en un
principio, al interponerse una zanja o tal vez una acequia seca cubierta de
tupida vegetación, y las risas y bromas de la concurrencia volvieron a
engrandecer el momento en el que Miguel y Bea*, su pareja, se adentraron con
dificultades en este terreno para la tradicional fotografía.
*Un inciso
breve pero necesario. Con la entrega del hito a escala del km. 323, noveno de
los diez fabricados para la II Ruta Motorista N-III Histórica, todos los
participantes en el evento, con la excepción precisamente de Bea, la única
fémina presente en el mismo, se llevaban su recuerdo conmemorativo de
artesanía. Esto es injusto, y a posteriori la Organización ha decidido rectificar
y solucionar la anomalía. El décimo hito disponible, el 268, que se encuentra
en una gasolinera de Utiel, estaba reservado para un buen amigo que en el
último momento no pudo asistir a la Ruta por graves problemas familiares, pero
que me manifestó su deseo de recibir la miniatura de todos modos. En un
principio acepté y le reservé el hito, pero posteriormente le he convencido y
él ha aceptado de buen grado renunciar a esta pieza (a cambio le he regalado la
camiseta conmemorativa), que le entregaré oportunamente a Bea, sintiendo
únicamente, eso sí, que no pudiera hacerse la fotografía junto al hito real en
la jornada de la Ruta por los motivos anteriormente expuestos, por lo que desde
aquí le hago llegar mis disculpas y espero podamos encontrar pronto una ocasión
posterior para esa fotografía.
Casi
anocheciendo, decidimos dividir la expedición en dos grupos para cubrir los
treinta kilómetros restantes por autovía hasta Valencia y el hotel en donde íbamos
a alojarnos los participantes no residentes en la ciudad del Turia. Un grupo a
cargo de Paco Vila y otro a cargo de Tono Birlanga, quienes nos guiarían hasta
las puertas del establecimiento después de una sofocante travesía nocturna por
las calles de la capital levantina, con el termómetro por encima de los treinta
grados centígrados y una humedad ambiental digna de una sauna. Adecuado colofón
a doce horas de carretera y de moto en uno de los días más calurosos de la
Historia en toda España desde que existen registros meteorológicos. Sudorosos y
exhaustos, pero tremendamente satisfechos, amontonamos motos y equipajes en la
acera del hotel mientras salían a recibirnos algunas personas allegadas que nos
esperaban en Valencia, entre otras María José y Mara, esposas respectivas de
Tono y del que esto escribe. Sin pérdida de tiempo subimos a las habitaciones,
nos dimos una rápida ducha helada y reconfortante, y nos cambiamos de ropa. Por
cortesía de Paco guardamos después las motos en su garaje cercano y tomamos
varios taxis hasta la playa de Alboraya, en donde nuestros anfitriones
valencianos nos tenían reservada una maravillosa cena informal a base de
raciones tan suculentas como generosas en la terraza de un restaurante,
acariciados además por la refrescante brisa marina. Una detrás de otra fueron
cayendo jarras y jarras de cerveza y una interminable relación de exquisitos
manjares autóctonos que devoramos hasta saciarnos. Hubo después postres, y
copas, y aquello parecía no tener fin, ni deseábamos que lo tuviera, pero
alguien había llamado ya a los taxis que debían devolvernos a Valencia a
quienes nos alojábamos en el hotel, y a la capital volvimos unos cuantos
mientras el resto prolongaba la velada en la terraza del restaurante. Sin
embargo nosotros no íbamos a ser menos, y en Valencia logramos prolongar la
fiesta durante un rato y tomar alguna copa vespertina que nos mantendría muy
entretenidos hasta la madrugada. Cuando al fin conseguimos meternos en la cama,
la mayoría llevábamos casi veinticuatro horas sin dormir, pero estábamos tan eufóricos
que no podíamos conciliar el sueño, y todavía en los teléfonos móviles
estuvieron sonando mensajes del grupo de Whatsapp en los que el personal manifestaba
unánimemente su deseo de repetir pronto una jornada tan memorable como aquella.
La repetiremos, por supuesto, que a nadie le quepa la menor duda.
Fantástico.
ResponderEliminarEstas son las experiencias que quedan en el recuerdo, que por muchos años que pasen siempre las recuerdas con una amplia sonrisa ��, y que siempre deseas que vuelvan a repetirse.
Sin duda alguna, perfecto.
Ráfagas!!! ��