martes, 11 de julio de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 43ª Entrega







Un relato de Route 1963





Aquellas muletas desvencijadas que me había traido mi hermano con su mejor voluntad, parecían adecuadas para cualquier cometido que no fuese el de ayudar a caminar a un cojo. Eran viejísimas, y su madera nudosa y reseca estaba astillada precísamente en el lugar en donde había que colocar las manos para servirse de ellas. En ambas muletas la apoyatura superior que soportaba las axilas carecía de mullido, conservando solo unos jirones claveteados de cuero renegrido sobre la madera desnuda. Y además, como consecuencia de los desgastes del uso, una de las muletas era ligeramente más corta que la otra. Sin embargo, salvo que pretendiera seguir arrastrándome por el suelo para salir de allí, no me quedaba más remedio que adiestrarme en su manejo, y no era fácil para un cojo sobrevenido y novato como yo. Juan supervisaba mis torpes movimientos con aquellos apéndices de madera fosilizada y me iba haciendo recomendaciones prácticas mientras yo trataba de conservar el equilibrio y avanzar unos metros:

-Tienes que impulsarte muy despacio sobre el pie de apoyo y mirar con antelación en donde vas a pisar con las muletas cada vez. Sí, ya sé que es difícil y este no es el sitio más adecuado para aprender, pero debes intentarlo.

Desde luego que no lo era. La superficie irregular y sinuosa del terreno no ofrecía la menor seguridad para desplazarse con estos artilugios ancestrales. Estábamos en mitad del campo, un lugar no demasiado frecuentado por los cojos, y por algo sería. Los esforzados cojos que se habrían servido con anterioridad de estas muletas eran cojos de otro siglo, y yo me los imaginaba caminando con ellas siempre por superficies lisas y estables, como las cubiertas de los barcos que les devolvían lisiados a España desde las colonias de ultramar en guerra con la metrópoli, o sobre las losas de los patios de los cuarteles o de los hospitales, o en el peor de los casos sobre el pavimento adoquinado de las calles, pero nunca a través de campos y bosques, y mucho menos descalzos, porque yo además iba descalzo, después de perder la única alpargata que podía calzarme, y que con la precipitación del momento ni siquiera se nos ocurrió buscar.

Tal vez fue por ello que Juan se compadeció de mí, viéndome sobre todo incapaz de avanzar dos pasos seguidos con las muletas y siempre en riesgo de volver a caerme.

-Veo que voy a tener que llevarte a hombros hasta el camino.

-¿Todavía te quedan fuerzas?

-No muchas, pero creo que las suficientes para sacarte de aquí. Por lo menos he comido algo caliente.

Solté las muletas con verdadero alivio y me apoyé en un árbol. Fue un gran descanso, sobre todo cuando miré las palmas de mis manos y vi que tenía clavadas diminutas astillas que me producían gran desazón. Pero aquella sensación de alivio se desvaneció enseguida.

-¡No tires las muletas! -me regañó Juan-. ¡Tienes que llevártelas!

-¿Para qué?

-No pienso cargar contigo a cuestas todo el tiempo. Tendrás que caminar con ellas.

-No puedo.

        -Ya podrás cuando no te quede más remedio. Obligado te veas. Cógelas.

Le obedecí, y tomé una en cada mano. No me veía yo caminando con aquellas muletas, ni aunque hubiera tenido que salir huyendo de una manada de leones hambrientos.

-¿Estás preparado? ¡Pues en marcha!



Sin darme tiempo a responder, me arremetió suavemente con su hombro derecho a la altura de la cadera, me tomó de las piernas, y con un rápido movimiento volteó mi cuerpo sobre el suyo como si fuera un fardo de carne. Él era un hombre fuerte, pero acusó mi peso, y cuando se irguió y empezó a caminar lo hizo con pasos vacilantes, arrastrando los pies sobre la hojarasca que cubría la arboleda. Me llevaba cabeza abajo, con descuidada brusquedad, como si fuera una masa inerte, y pensé entonces que, en efecto, desde que habíamos escapado de Madrid la noche de la víspera, más allá del vínculo fraterno que nos unía, yo no representaba para él más que una pesada carga que no hacía más que retrasar sus planes, porque de haberse marchado en solitario, y de no haber mediado por el camino otros contratiempos, habría llegado a Valencia mucho antes del anochecer. Pero puesto que habíamos huido juntos, y la suerte de uno iba sin remedio ligada a la suerte del otro, no podía decirse que yo estuviese contribuyendo demasiado a la causa de nuestra liberación, antes al contrario, todo lo que había hecho hasta el momento había sido estorbarla y ponerla en mayores dificultades de las que ya de por sí presentaba.


Me iba resignando a estos y a otros pensamientos aún más sombríos que me asaltaban sin cesar, derrotado de antemano por un complejo de culpa inconsolable, en la creencia de que todo nuestro infortunio se debía, no a la mala suerte, sino a mi incorrecto proceder, o a mi desconfianza, o a la cobardía con la que me había enfrentado a los hechos. Por eso estaba herido, hambriento y medio desnudo, y sólo por una cruel benevolencia del destino todavía conservaba la vida. Pero, sobre todo, me sentía profundamente indigno de mejor destino, y sin embargo, a pesar de mi profunda desolación, creía que todo cuanto nos estaba sucediendo no podía ser en vano, debía de tener algún sentido, responder a alguna causa o a alguna razón superior, aunque no pudiésemos comprender ahora en qué consistía, aunque acaso no pudiésemos comprenderlo nunca. De repente, sentí que toda la sangre me bajaba a la cabeza como un río desbordado de lava hirviendo, y pensé que me desmayaba.


-¡Bájame -le grité a mi hermano-, bájame enseguida!    

Le clavé el extremo de una de las muletas en los riñones. Tal vez no debería haberlo hecho. Él acusó la punzada y se revolvió.

-¿Se puede saber qué coño te pasa?

-¡Te he dicho que me bajes, estoy mareado!

-Como quieras.

Me soltó como si fuera un saco, y caí de bruces al suelo.

-Esta ya no te la voy a pasar por alto -sentenció-. No me vas a joder la vida. Ahí tirado te quedas, yo sigo para Valencia.





Traté de incorporarme, pero estaba demasiado aturdido y tenía la vista nublada. Con manos torpes me puse a tantear el suelo en busca de las muletas, no sé porqué, pero a lo mejor creyendo instintivamente que esos dos palos de madera vieja eran ya los únicos eslabones que aseguraban mi contacto con el mundo. Mis dedos tropezaron, en cambio, con un objeto metálico, frío y duro. Era la pistola Astra de mi hermano. Se le había caído de uno de los bolsillos de los pantalones. Sonreí. Ya estaba dispuesto a todo. Me empujaba la determinación violenta que precede a la demencia, tal vez. O acaso la demencia misma. Empuñé la pistola y le apunté. Vi su espalda borrosa alejarse entre los árboles, pero la distancia era tan corta que apenas tuve que alzar la voz:

-¡Si das un paso más, te mato!



CONTINUARÁ 



 

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