(Publicado originalmente el 22 de mayo de 2012 en el blog EN LA CARRETERA)
Todo lo
que existe, a veces, no es más que una carretera que lleva hasta algún
sitio, abierta como una herida necesaria en la faz del paisaje por el
bisturí preciso de la ingeniería, por la fe inconmovible del hombre en
las comunicaciones, por la necesidad civilizada de unir ciudades con
ciudades, culturas con culturas, hombres con hombres, según los cánones
modernos -y no tan modernos- del progreso. Donde se acaban las casas,
las calles, las avenidas y las industrias, sólo existe el campo y las
carreteras que lo surcan para que podamos escaparnos y huir, siempre
hacia otro sitio.
Pero no siempre se trata de una huida o
de una escapatoria inconsciente y hasta frenética, sino de la búsqueda
deliberada de una revelación mágica, de un hallazgo presentido, de una
rememoración intencionada que nos reconcilie con nosotros mismos y con
nuestro pasado, con lo que fuimos, con lo que somos, y con lo que
aspiramos a ser. Y para estos propósitos una antigua carretera que fue, y
que ya no es, representa mejor que cualquier otro ámbito ese espacio
preciso en donde poder encontrar todas esas revelaciones, hallazgos y
rememoraciones que andamos buscando. Y no sólo eso. Más allá de las
propias certezas autobiográficas que podamos encontrar en una carretera
caída en el desuso y en el olvido, también podemos encontrar en ella los
pasos perdidos y las señas de identidad de otros que nos precedieron y a
quienes ni siquiera llegamos a conocer.
En realidad hace ya bastante tiempo, por lo menos tantos meses como los que llevamos trabajando en el documental Antigua N-III, una ruta histórica, que he tomado íntimo contacto con esos
sentimientos y con esas sensaciones, que unas veces me han salido al
paso fortuitamente sin que yo las esperase, y que otras veces he salido
yo deliberadamente a buscarlas sabiendo que habría de encontrarlas sin
demasiado esfuerzo. Una vez conocido el mecanismo de activación de las
emociones que suscita una vieja carretera, el procedimiento para
desatarlas es tan sencillo como zambullirse en ella y dejar que sea
ella, la vieja carretera, la que nos descubra sus secretos.
Con esta idea y con el propósito
fundamental de seguir recopilando material videográfico para el
documental, el pasado domingo 20 de mayo de 2012 me puse en camino, esta vez en
solitario, aprovechando mi tradicional viaje primaveral de vacaciones a
la costa alicantina. El plan era extraordinariamente ambicioso, pues
tenía el firme propósito no sólo de recorrer, grabar y fotografiar la
mayoría de los tramos, abandonados o no, que quedaban pendientes en las
provincias de Valencia y Cuenca, así como las travesías urbanas que la
autovía ha dejado de lado tiempo atrás, sino también, al márgen del
documental y para futuros proyectos, efectuar asimismo grabaciones y
fotografías en la N-332 entre Valencia y el límite con la provincia de
Alicante. Tan ambicioso plan de viaje iba a suponer inevitablemente
muchas horas en la carretera, muchas paradas, subir y bajar de la moto
infinidad de veces, avanzar y retroceder constantemente por el antiguo
trazado, pues tenía la intención de grabar los tramos en ambos sentidos,
Madrid-Valencia, Valencia-Madrid, y esto no sólo para poder disponer de
material extra, sino que técnicamente no me quedaba otra alternativa si
quería grabar video y obtener fotografías al mismo tiempo.
Después de siete horas ininterrumpidas en la carretera, sin comer, ni beber, ni orinar apenas, con un tiempo húmedo y desapacible, acompañado de terribles ráfagas de viento, cumplí todos mis objetivos, y esta es la primera parte del breve resúmen de los resultados. Alrededor de un centenar de fotografías y 90 minutos de video únicamente frustrados al final, ya en la N-332 y casi llegando a destino, al agotarse completamente la batería de la videocámara.
El primer objetivo de la expedición fue
la variante de Perales de Tajuña, ya por tercera vez. La primera falló
la videocámara y no se grabó el recorrido, y en la segunda llovía
ligeramente y el objetivo de la cámara se llenó de pequeñas gotas de
agua. Y aunque el tiempo amenazaba lluvia de nuevo, a la tercera fue la
vencida.
Este hito kilométrico a las afueras de Perales de Tajuña probablemente perteneció en tiempos a la N-III, pero en la actualidad ha sido reconvertido para la local M-317.
El tiempo era desapacible y lluvioso en
la provincia de Madrid, pero los pronósticos indicaban que mejoraba
hacia el Este, como así fue. De nuevo en la autovía, quedaban unos 70
kilómetros hasta Montalbo, siguiente objetivo histórico del recorrido en
el día de hoy. Un tramo abandonado a la entrada y la propia travesía
del pueblo, con vestigios de bares de carretera y talleres cerrados para
siempre, entre otras cosas dignas de verse, eran sus mejores
alicientes. Una patrulla de la Guardia Civil estaba apostada
precisamente junto al acceso al tramo abandonado cuando llegué, con lo
cual decidí pasar de largo para evitarme complicaciones y me detuve a la
entrada de Montalbo. Al cabo de unos diez minutos se retiraron y
entonces di media vuelta y me fui para allá.
El tramo en cuestión, de aproximadamente
un kilómetro de longitud, viene a morir a los pies de la autovía, una
característica habitual en casi todos los tramos abandonados que antaño
formaron parte de la antigua N-III.
Una vetusta fonda de carretera que servía
al mismo tiempo de parada oficial de la línea regular de autobuses
Madrid-Valencia-Madrid, cubierta por la empresa Auto Res, como puede
comprobarse en el rótulo que aún se conserva sobre la fachada. Todo está
en fiel consonancia con otros tiempos, tal vez los años 70 o antes,
tanto las puertas, como el toldo y el rótulo rústico, con ese solitario
tenedor dibujado que no sabemos si hace referencia a la categoría del
establecimiento o es sólo un pictograma alusivo a su actividad
comercial. En cualquier caso, hoy en día nos produciría cierto repelús
entrar a comer en un sitio tan hermosamente cutre, lo que no quita para
que probablemente en el pasado se comiera por lo menos aceptablemente.
Una cosa es la estética y otra cosa es la gastronomía.
Carteles
indicadores que se van degradando con el paso del tiempo y que
adquieren una presencia casi tan desoladora y fantasmal como el lugar en
donde se encuentran. Algunos de ellos ni siquiera señalan ya la
dirección correcta. Como tantos otros pueblos de la antigua N-III,
Montalbo fue un lugar de paso y escala obligada de viajeros, vehículos y
mercancías, y en ello basó su prosperidad y pujanza durante largas
décadas. En el pasado, la idea de hacer transitar las carreteras
nacionales por el centro de las localidades de la ruta estaba orientada
precisamente a fomentar el desarrollo de estas poblaciones, a
sabiendas de que una carretera es una fuente de riqueza y un estímulo
para el crecimiento económico de los lugares que atraviesa. Pero
estos conceptos empezaron a quedar obsoletos con el avance de los
tiempos y el propio progreso de nuestro país, más necesitado de vías
rápidas y seguras como las modernas autopistas y autovías, que de planes
de desarrollo rurales, y el resultado está a la vista: con la extinción
de las viejas radiales españolas todo su entorno parece también
extinguirse lenta e inexorablemente.
Villares
del Saz, otro clásico de la ruta Madrid-Valencia, es nuestro próximo
destino. La desolación, el silencio y la soledad de los lugares
emblemáticos que ya no lo son, es lo que vamos a encontrarnos también
aquí. Pueblos manchegos que
crecieron y vivieron al calor de la antigua nacional y que ahora
languidecen en esa dulce decadencia nostálgica del abandono y el olvido.
A menos de un kilómetro de sus calles, sin embargo, se escucha
incesante el vivo rumor de la autovía A-3. La nueva carretera representa el futuro. Estos pueblos ya sólo simbolizan el pasado.
La mayoría de las gasolineras de la
antigua radial han desaparecido o se encuentran abandonadas, pero otras,
como esta a la entrada de Villares del Saz, siguen prestando servicio
local. Peor suerte han corrido los talleres mecánicos, hostales,
restaurantes de carretera y otro tipo de comercios asociados a la misma,
incapaces de sobrevivir al desdoblamiento de la nacional y la
consiguiente ausencia de viajeros y gentes de paso.
Rótulos de talleres mecánicos y de venta
de quesos y jamones (o de vino y de carnes y chuletas a la brasa)
representan la quintaesencia genuina de la antigua N-III a su paso por
los pueblos de la provincia de Cuenca. Con la desaparición del tránsito
en las travesías, los distintos municipios han cambiado también su
fisonomía urbana al incorporar nuevos elementos como las aceras más
amplias, farolas, bancos, jardines y otros equipamientos enfocados al
exclusivo uso y disfrute de los vecinos y no de los viajeros ya
inexistentes.
En este caso los carteles indicativos de
orientación y distancias se han preservado con cierto esmero sobre sus
originales estructuras tubulares. Hacia el este, 63 kms. a Motilla del
Palancar y 218 a Valencia. Hacia el oeste, 50 a Tarancón y 132 a Madrid.
Tierra de nadie en la soledad implacable de las primeras horas de la
tarde de un domingo de Mayo. Pero la metáfora que subyace en la imágen
es aún más despiadada: si durante muchos años este pueblo fue sólo un
lugar más de paso entre tantos otros de la carretera nacional III, ahora
ni siquiera le queda ese prestigio. Los carteles parecen una invitación
estéril para un viaje que nadie volverá a emprender ni a continuar
nunca desde aquí.
El
apasionante viaje por mi vieja carretera del pasado continúa. Y como en
los viejos tiempos, en solitario y cargado hasta los topes. Hay
experiencias casi místicas que nos exigen rigurosa fidelidad a sus
detalles originales para poder extraer de ellas todo su verdadero
misticismo. De otro modo, la experiencia ya no sería la misma. Es la
hora de comer y estoy descansando a la entrada de Honrubia antes de
continuar el largo camino hasta Valencia y la Costa Blanca alicantina
por la histórica ruta de la N-III y posteriormente por la N-332. Sé que
no voy a comer, no por lo menos de momento. Hoy es uno de esos días
venturosos en los que la carretera es mi único sustento, y me voy
alimentando de recuerdos y de distancias.
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