viernes, 9 de junio de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 41ª Entrega






Un relato de Route 1963

 
 
 
Me revolví inquieto en el asiento trasero del Citroën. Para calmar la ansiedad lié un cigarrillo y estuve fumando pausadamente, intentando imaginar un desenlace muy complaciente de nuestra epopeya: Juan regresaba al cabo de una hora, nos montábamos en la moto (aunque en mis condiciones físicas me costaba creer que esto volviera a ser posible), reanudábamos viaje y llegábamos a Valencia sin más contratiempos con la última luz del día. Amparo Signes, hermosa y elegante dama, nos recibía con los brazos abiertos, nos preparaba un baño caliente y nos agasajaba con una suculenta cena que habría de saciar por fin nuestros atormentados estómagos. Mi hermano ya dormía con ella esa primera noche, esto por descontado, en tanto que a mí me había preparado una confortable cama en otra habitación de la casa, en donde caería enseguida rendido a un sueño profundo y liberador hasta bien entrada la mañana siguiente. Mientras el país continuaba desangrándose por los cuatro puntos cardinales, el 2 de agosto de 1936 nosotros comenzábamos una nueva vida, a salvo de cualquier amenaza, en aquella ciudad en donde nadie nos conocía.

sábado, 27 de mayo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 40ª Entrega





Un relato de Route 1963

 
 
El médico suspiró profundamente y volvió a pasarse los puños de la camisa por la frente para secarse el sudor. Después apoyó el codo derecho en el techo del coche y se quedó inmóvil mirando al horizonte, allí en donde se perdía aquella larga recta de la carretera.

-¿Se le ocurre algo que podamos hacer al respecto? -preguntó.

-Se me ocurren varias cosas. En primer lugar, por seguridad, habrá que apartar el vehículo de la carretera y dejarlo en un lugar más discreto. Por ejemplo, en aquellos árboles. Después le llevaré en la moto hasta Minglanilla para que atienda a esa anciana y consiga una grúa para remolcar el auto. Entretanto mi hermano se quedará aquí, en el propio auto, hasta que regresemos.

A pocos metros de donde nos encontrábamos partía un camino de tierra en suave descenso que dejaba a su orilla izquierda una espesa arboleda en donde sería posible ocultar el auto a salvo de miradas indiscretas. El hecho de tener que quedarme esperando en su interior por un espacio de tiempo que seguramente sería prolongado me producía bastante preocupación, no voy a negarlo, pero dado mi estado físico no estaba en condiciones de plantear ninguna exigencia.

-Sólo tendremos que empujar el auto hasta el camino -prosiguió Juan- y luego nos dejaremos caer cuesta abajo hasta esos árboles. 

El médico asintió. Tampoco tenía mejores alternativas que las que le proponía mi hermano.

viernes, 19 de mayo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 39ª Entrega




Un relato de Route 1963






Me tumbé sobre el asiento trasero corrido del vehículo. Como rememoraría con frecuencia mi hermano años después, siempre que hablábamos de nuestra odisea, aquel auto del médico rural con matrícula de Cuenca era un Citroën Type B-12 de 1926. No tenía suficiente anchura como para albergar mi cuerpo estirado completamente sobre su asiento, de modo que mis pies desnudos asomaron al exterior por la puerta abierta que daba a la carretera. Seguramente era esto lo que pretendía el médico para realizar sus exploraciones con mayor comodidad, y enseguida sentí cómo sus dedos me palpaban delicadamente el empeine de ambos pies y luego sus manos torsionaban mis tobillos, primero el izquierdo y luego el derecho, que me provocó un terrible alarido de dolor.


-No le martirizaré más -dijo el doctor compasivamente-. Es innecesario. No aprecio fractura, sólo un fuerte traumatismo, probablemente con resultado de esguince.


-Me caí por unas escaleras -mentí, como si con esta falsa explicación pretendiera ayudarle a emitir un diagnóstico más certero-, y me hice mucho daño.


-No iba a preguntarle cómo se ha lesionado, no me interesa -dijo el médico con estremecedora frialdad-. Tampoco me interesa saber adónde van con este calor y en tan penosas condiciones montados en ese motociclo que se supone requisado, incautado, intervenido o como mejor nos convenga denominarlo. En estas dos semanas desde que comenzó la guerra no hago más que ver calamidades por todas partes, pero nunca hago preguntas. Me limito a realizar mi trabajo lo mejor que sé, y lo mejor que puedo. Voy a vendarle el pie para inmovilizárselo. Deberá guardar veinte días de absoluto reposo desde este preciso momento. Pasado ese tiempo tendrá que acudir a un traumatólogo.

sábado, 13 de mayo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 38ª Entrega




Un relato de Route 1963



Aquella carretera comarcal no llevaba directamente a Valencia, como bien habíamos supuesto, siendo lo más probable que desembocase en la carretera general, o carretera radial de primer orden de Madrid a Castellón por Valencia, pues tal era su enrevesada denominación en la época. Pero ni siquiera podíamos estar seguros de esto, y como en aquel tiempo la señalización y los carteles indicadores solían ser más bien escasos en las carreteras, como vengo diciendo, corríamos el riesgo cierto de saltarnos algún desvío estratégico y volver a perder el rumbo correcto para seguir vagando decenas y decenas de kilómetros por carreteras comarcales o caminos terciarios que, llegado el caso, no sabríamos adónde habrían de llevarnos.

Pero mientras esperábamos ansiosos la confirmación definitiva de que marchábamos en buena dirección, o por el contrario nos sorprendía el sobresalto de sabernos nuevamente extraviados, cruzamos muy despacio las travesías de varios pueblos sin vida calcinados por el sol de tarde. No vimos un alma por sus calles. Por eso no hicimos siquiera intención de detenernos en ninguno de ellos a intentar una comida, porque casi con toda seguridad no hubiéramos encontrado ni un mísero mendrugo de pan que llevarnos a la boca. Todo lo más, nos habríamos tropezado con nuevos problemas. Y es que, por mucho que quisiéramos engañarnos haciendo valer nuestra verdadera condición, a los ojos del prójimo no éramos más que un par de forasteros fugitivos y burgueses que huían en una moto británica, capricho de ricos y de fascistas, y esta era nuestra insuperable tragedia en aquella España del treinta seis, la patria maldita de Caín.

viernes, 5 de mayo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 37ª Entrega




Un relato de Route 1963



El encargado salió arrastrándose como un perro, y antes de que pudiera incorporarse, mi hermano le metió el cañón de la pistola en la boca llegando hasta la garganta y provocándole una arcada terrible. Por un momento me puse en el lugar de aquel tipo y noté cómo se me envenenaba el paladar con el sabor nauseabundo que debía de tener aquel cilindro de metal impregnado de pólvora, que no sé porqué supuse que sería agrio y picante, y me vino a mí también una arcada y escupí un gargajo espeso que se deshizo enseguida en contacto con la arena caliente del patio. Ahora ya no me cabía ninguna duda de que si no nos proporcionaban la gasolina de inmediato Juan mataría a aquel hombre sin la menor vacilación, aunque nos marchásemos con las manos vacías, que eso era también lo que yo me temía que sucediese como colofón de tan desagradables peripecias, porque lo que tan mal había empezado difícilmente podía enderezarse para bien.

¡Adentro, vamos, y que nadie se mueva!

jueves, 27 de abril de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 36ª Entrega




Un relato de Route 1963



Todos esos autos tienen gasolina —insistió mi hermano empezando a perder la paciencia—, gasolina muerta de risa, ya que no la necesitan para nada, porque están averiados o a punto de ir al desguace, pero nosotros, que somos tan obreros como tú, sí la necesitamos y no vamos a movernos de aquí hasta que nos la des, por las buenas o por las malas.

Entonces el hombre se levantó del asiento de repente y se encaró con Juan. Tenía más envergadura que mi hermano y tal vez siendo consciente de ello no encontró el menor reparo en asirle con las manos llenas de grasa de la pechera de la blusa como si quisiera levantarle en vilo, y es probable que lo hubiera intentado de no ser porque Juan reculó instintivamente unos pasos.

Lo que les pase a esos autos es algo que a ti ni te va ni te viene, ¿me has entendido? —dijo el encargado enfureciéndose por momentos—. Y aunque tengan gasolina por arrobas no voy a darte ni una gota, porque no se me pone el gusto en los cojones, así es que ya os estáis largando de aquí.

Ya sólo quedaba un modo de conseguir aquella maldita gasolina y mi hermano comprendió que era innecesario seguir perdiendo el tiempo con semejante energúmeno. Como en un rápido y habilidoso juego de manos de prestidigitador, pasó de abanicarle suavemente la cara con el fajo de billetes a hundirle de improviso el cañón de la pistola en la garganta. Y fue entonces cuando nuestra suerte empezó a cambiar de verdad.

Ya te he dicho que nos ibas a dar la gasolina por las buenas o por las malas —le explicó Juan recuperando la iniciativa—, y tú has elegido libremente que sea por las malas. No quiero matarte, y no lo haré, si colaboras. Pero que sepas que en todo caso, pase lo que pase, nos vamos a llevar esa gasolina, porque sólo para eso hemos venido a este taller repugnante y no pensamos marcharnos de vacío.

lunes, 17 de abril de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 35ª Entrega




Un relato de Route 1963



Quise creer que el disparo que estaba esperando haría temblar la tierra como un trueno apocalíptico y me dejaría sordo durante unos instantes, pero yo no sufriría ningún dolor, sólo un profundo aturdimiento, como si me hubiera caído de bruces en el interior de una enorme campana de hierro. ¿Sería esta, acaso, la primera sensación que tendría uno después de muerto? Pero enseguida escuché el chasquido de la corredera de la pistola expulsando el cartucho de la recámara y el crujir de unas pisadas que se alejaban sobre la grava de la cuneta, y a continuación el sonido familiar y acompasado del motor de la Brough Superior. Naturalmente mi hermano no había tenido el cuajo necesario como para dispararme. Este era el final del juego. Me incorporé penosamente y caminé renqueando unos pasos por la carretera hasta donde él se encontraba. Me estaba esperando. Nos conocíamos bien. Yo tampoco tenía el valor suficiente como para quedarme tirado en aquella cuneta mientras Juan se marchaba solo, y él lo sabía. Me arrojó la mochila sin dignarse a mirarme y mientras yo me la colocaba en la espalda y me subía en la moto quejumbroso por mis innumerables dolores, me dijo de mala gana:

No sé cómo en lugar de seguirte en tu estúpida comedia no te he dado dos buenas bofetadas a tiempo, que era eso lo que me apetecía hacer y lo que más te merecías, pedazo de imbécil.

A lo mejor era yo quien te las tenía que haber dado primero, por comportarte conmigo como un chulo y un matón —le contesté—, que pareces un asqueroso fascista.

¡A mí ni me hables!

¡Ni tú a mí!

jueves, 6 de abril de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 34ª Entrega




Un relato de Route 1963



Independientemente de que mi hermano creyese en Dios o no, y de que éste fuese a perdonarle si me mataba, a mí no me cabía ninguna duda de que quien no iba a perdonarle era yo, suponiendo que los muertos tuviesen la potestad de perdonar a sus verdugos, lo cual ya era demasiado suponer. Pero en realidad lo que buscaba Juan contando despacio hasta diez antes de ejecutar su sentencia era que yo me levantase enseguida y le diese de este modo la oportunidad de perdonarme la vida, porque de lo contrario, si al final me disparaba, le atormentarían para siempre la mala conciencia y los remordimientos inconsolables del asesino que se siente culpable de su crimen, y si no lo hacía sentiría la comezón humillante de la vergüenza y del ridículo, tan propia de los fanfarrones débiles de espíritu a quienes se les va la fuerza por la boca, pero que a la hora de la verdad son incapaces de llevar a cabo sus amenazas. Si un momento antes había estado convencido de que me iba a matar de inmediato, ahora le miré fijamente a los ojos y tuve la certeza que contaría hasta diez, hasta cien, hasta mil o hasta el infinito, pero jamás se atrevería a dispararme, y por eso no me moví de la cuneta.

Si vas a pegarme un tiro —le provoqué— no sé porqué no lo haces ya. No pienso levantarme. ¿Para qué necesitas contar hasta diez? Reconoce que no tienes cojones para matarme.

Qué poco me conoces, Mariano. Eso mismo pensaba yo, que nunca iba a ser capaz de matar a nadie, y mira. Ha sido encontrar esta pistola por un capricho del destino y empezar a sentirme muy fuerte. Los que entienden de estas cosas dicen que lo más difícil es vencer la repugnancia y el pudor de matar por primera vez. Pero cuando ya te has estrenado con uno después pueden venir en fila todos los demás, y no importa quienes sean. Debe de ser una simple cuestión de virilidad y de autoestima: matando te sientes seguro de ti mismo. No juegues con fuego, hermanito: voy a contar del uno al diez y después, sin que me tiemble el pulso, apretaré el gatillo.

Pues ya puedes empezar a contar. Creo que mientras tanto echaré una cabezadita. En tu mano está el que alcance el sueño eterno.

¡Uno! —dijo mi hermano comenzando su fatídica cuenta.

jueves, 30 de marzo de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 33ª Entrega




Un relato de Route 1963



Pegados a la fachada de la pensión Juan me fue arrastrando trabajosamente por la acera sin soltar la pistola de la mano. Andaba unos metros y se volvía para mirar hacia el balcón en busca de nuevos enemigos, pero ya no encontró ninguno. El solo se había ocupado de dejar fuera de combate a los tres policías —o a quienes quiera que fuesen— que nos hostigaban. Enseguida volverían más, era de temer. De no haber sido por su determinación y por su sangre fría jamás habríamos salido con vida de allí. Mi pie derecho, hinchado y palpitante como una víscera, no hacía sino recordarme mi nueva condición de cojo, un contratiempo más que añadir a la extensa lista de los que llevábamos acumulados en el viaje. La Brough Superior se hallaba apenas dos manzanas calle arriba, oculta entre unos árboles. Juan, tan previsor como siempre, había tomado la precaución de no estacionarla frente a la pensión, pues su sola presencia habría despertado enseguida la curiosidad de la gente, y no digamos ya la de los milicianos o la de las autoridades, algo que había que evitar a toda costa si queríamos pasar desapercibidos. Y ni aún así lo habíamos conseguido, puesto que la policía nos seguía los pasos. Ser forastero en cualquier pueblo de España en aquel verano de 1936 le hacía a uno irremediablemente sospechoso. Aunque, pensándolo bien, en nuestras circunstancias nosotros habríamos resultado igualmente sospechosos incluso en lo más recóndito de una isla deshabitada. No teníamos escapatoria y sin embargo estábamos obligados a seguir huyendo por lo menos hasta Valencia o, llegado el caso, hasta el mismo fin del mundo.

Mi hermano se subió en la inglesita de un salto y la puso en marcha. Arrancó a la primera. Yo traté de subirme también lo más rápido que pude, pero el dolor del pie me hacía ver las estrellas y abortaba todos mis movimientos. Y había, además, otro inconveniente no menos grave. Juan se impacientó:

¿Subes ya, o qué? ¡Vamos, que es para hoy!

Es que no puedo —protesté—, me estorba la mochila.