Un relato de Route 1963
El médico suspiró profundamente y
volvió a pasarse los puños de la camisa por la frente para secarse el sudor.
Después apoyó el codo derecho en el techo del coche y se quedó inmóvil mirando
al horizonte, allí en donde se perdía aquella larga recta de la carretera.
-¿Se
le ocurre algo que podamos hacer al respecto? -preguntó.
-Se me ocurren varias cosas. En primer lugar, por seguridad, habrá que
apartar el vehículo de la carretera y dejarlo en un lugar más discreto. Por
ejemplo, en aquellos árboles. Después le llevaré en la moto hasta Minglanilla
para que atienda a esa anciana y consiga una grúa para remolcar el auto.
Entretanto mi hermano se quedará aquí, en el propio auto, hasta que regresemos.
A pocos metros de donde nos
encontrábamos partía un camino de tierra en suave descenso que dejaba a su
orilla izquierda una espesa arboleda en donde sería posible ocultar el auto a
salvo de miradas indiscretas. El hecho de tener que quedarme esperando en su
interior por un espacio de tiempo que seguramente sería prolongado me producía
bastante preocupación, no voy a negarlo, pero dado mi estado físico no estaba
en condiciones de plantear ninguna exigencia.
-Sólo tendremos que empujar el auto hasta el camino -prosiguió Juan-
y luego nos dejaremos caer cuesta abajo
hasta esos árboles.
El médico asintió. Tampoco tenía
mejores alternativas que las que le proponía mi hermano.
-Muy bien, pues vamos a empujarlo. ¿Guiará usted?
-Sí -respondió Juan-, yo
tomaré el volante. Póngase en el lado derecho.
El Citroën empezó a moverse muy
lentamente. Habían cerrado todas las puertas, menos la del conductor, y desde
allí mi hermano empujaba apoyando el hombro en el bastidor y con una mano en el
volante, mientras el médico lo hacía fatigosamente desde el lado opuesto a
través del hueco de la ventanilla bajada. Yo seguía sentado en el asiento
trasero como el pasajero inútil que era, incapacitado como estaba para
cualquier movimiento que implicase poner los pies en el suelo. En apenas dos
minutos llegamos al camino, mi hermano giró el volante a la derecha y se montó
en el auto antes de que se embalase cuesta abajo.
-¡Vamos,
suba! -le ordenó
al médico.
El médico se montó entonces en el
Citroën y Juan lo dejó caer en punto muerto por el camino de tierra. Había unos
doscientos metros descendentes hasta la arboleda, y tuvimos la suficiente
inercia para llegar hasta allí dando tumbos y cabeceando como si navegásemos en
un viejo barco de madera. Después el auto fue perdiendo velocidad hasta
detenerse completamente.
-¡Abajo! -dijo mi hermano-. Hay que llevarlo hasta los árboles.
-No es una buena idea -intervino el médico-. Esos árboles están en una finca particular.
-¿Finca
particular? No me diga, doctor
-contestó mi hermano en tono despectivo-. Esto
es campo, y el campo es de todos, que para eso tenemos una República.
-Tenemos una República -argumentó el doctor-, pero que yo sepa la República no ha abolido todavía la propiedad
privada, y por lo tanto no dispongo de la potestad de estacionar mi automóvil
en un terreno que no es mío.
Juan comenzó a impacientarse, y
con la impaciencia se puso a golpear el volante del Citroën con las palmas de
las manos sin dignarse ahora a mirar al médico. De repente echó el freno de
mano bruscamente y se bajó del auto dando después un portazo.
-¿Sabe
lo que digo, doctor? Si no lo ocultamos entre los árboles, aquí se queda usted
con su puñetero auto averiado, y lo siento por esa abuela enferma de
Minglanilla. Nosotros seguimos viaje para Valencia en la moto. Ya nos ha dicho
antes que no le interesa saberlo, pero le vuelvo a recordar que nos va la vida
en ello. O lo toma, o lo deja.
El médico se bajó del coche en
silencio. Mi hermano tampoco dijo nada, y ambos empujaron el Citroën entre una
hilera de árboles apenas una decena de metros, los suficientes como para
ocultarlo de la vista del camino. O eso es lo que debieron pensar, porque, para
mi desgracia, estas precauciones se demostrarían más tarde completamente
inútiles y yo tendría que volver a pasar por un trance desesperado.
-Tendrás que esperarnos aquí hasta que volvamos -me dijo Juan con
cierta contrariedad, asomándose por una de las ventanillas traseras-. Ya sé que no es una situación muy agradable,
pero no queda otro remedio. Supongo que tienes miedo, y lo comprendo. ¿Quieres
quedarte con la pistola?
Su inesperado ofrecimiento me
pilló desprevenido. Yo no sabía manejar aquel arma. Y aunque hubiera sido capaz
de disparar con ella, no estaba convencido de que me hubiera podido servir de
mucho, como no fuese para volarme la tapa de los sesos y evitar que me cogiesen
vivo, si se presentaba esta terrible circunstancia.
-Con la pistola o sin ella voy a estar igualmente indefenso
-reconocí-. Prefiero que te la lleves tú.
Llegado el caso, le sacarás mejor partido.
-Muy bien, como quieras. Mi consejo es que te tumbes en el asiento y
trates de dormir. No sólo estarás luego más descansado para proseguir el viaje,
sino que además el tiempo de espera se te hará más corto. Este parece un lugar
seguro, no creo que vaya a venir nadie a importunarte.
-Márchate ya, Juan. Lo que tenga que ser, será. No te preocupes más por
mí.
-Traeré comida, te lo prometo. Ya verás cómo al final todo va a salir
bien. Esta misma noche llegaremos a Valencia.
-Tómese esto -me dijo el médico inesperadamente, asomándose también
por la ventanilla y entregándome una pastilla diminuta que extrajo de un viejo
maletín de cuero que llevaba consigo-. Alivia
el dolor e induce al sueño. Le hará bien.
Persuadido por estas poderosas
razones, sin pensar en nada más, me llevé la pastilla a la boca y me la tragué
sin vacilación. Tenía un sabor primero dulce, y luego amargo. Pero reflexioné
de inmediato: ¿y si es un veneno letal? Pues tanto mejor, concluí con absoluta
indiferencia, me dormiré y todo habrá terminado.
El doctor y mi hermano echaron a
andar hacia la carretera, en donde habíamos dejado la Brough Superior.
Caminaban muy separados, sin hablar ni mirarse. Las circunstancias de la guerra
propiciaban estas extrañas e inconvenientes compañías que resultaban
improbables en tiempo de paz. En cuanto salieron del cobijo de los árboles los
perdí de vista. Me había quedado irremediablemente solo en el interior de aquel
auto averiado que me resultaba en cierto modo cotidiano, o al menos vagamente
familiar, y pronto descubrí la causa: algunos taxis que circulaban por Madrid
en aquella época eran del mismo modelo de Citroën, y yo había montado en ellos
varias veces. Olían a tabaco rancio y a carbonilla, mientras que el auto del
doctor conservaba el olor a sudor de su propietario y un confuso aroma de
farmacia o de dispensario médico, pues seguramente llevaba o había llevado
fármacos en su interior. No tardé mucho en resignarme a mi nueva situación, y
podía decirse que, por una parte, había mejorado. Por lo menos me encontraba a
cubierto y a la sombra de los árboles, que desprendían agradable frescor, y por
primera vez en muchas horas mi mayor preocupación no era la de seguir huyendo
desesperadamente. Además, el médico acababa de ocuparse de mi lesión y nos
había ofrecido algún alimento y bebida. Pero, por otra parte, podía entenderse
que mi situación había empeorado, porque mi hermano me había dejado herido e
indefenso en aquel paraje, y si surgía algún contratiempo indeseado yo no tenía
ya la menor escapatoria. Sin embargo, no temía sólo por mi suerte, sino también
por la suya, que no podía desligar de la mía una vez que nos habíamos separado
y él iba a exponerse a riesgos imprevisibles. ¿Y si le mataban o le detenían, y
no volvía a buscarme? Antes o después, aquél médico regresaría a recoger su
automóvil, pues necesitaba repararlo para poder trabajar, pero, cuando me
encontrase allí, ¿qué haría conmigo? ¿Me entregaría a la policía? ¿Se
compadecería de mí y me procuraría algún cobijo o protección? No podía estar
seguro de esto y, en tal extremo, ¿tenía yo alguna posibilidad de llegar a
Valencia por mis propios medios, o acaso de establecer contacto con esa tal
Amparo Signes para pedirle auxilio? No, no la tenía. No podía correr, ni
caminar, ni apenas moverme. Si Juan no volvía, mi destino empezaría a depender
de terceras personas que probablemente me fuesen hostiles. Y entonces el sueño
dorado de llegar a Valencia se habría frustrado para siempre.
CONTINUARÁ
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