viernes, 9 de junio de 2017

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 41ª Entrega






Un relato de Route 1963

 
 
 
Me revolví inquieto en el asiento trasero del Citroën. Para calmar la ansiedad lié un cigarrillo y estuve fumando pausadamente, intentando imaginar un desenlace muy complaciente de nuestra epopeya: Juan regresaba al cabo de una hora, nos montábamos en la moto (aunque en mis condiciones físicas me costaba creer que esto volviera a ser posible), reanudábamos viaje y llegábamos a Valencia sin más contratiempos con la última luz del día. Amparo Signes, hermosa y elegante dama, nos recibía con los brazos abiertos, nos preparaba un baño caliente y nos agasajaba con una suculenta cena que habría de saciar por fin nuestros atormentados estómagos. Mi hermano ya dormía con ella esa primera noche, esto por descontado, en tanto que a mí me había preparado una confortable cama en otra habitación de la casa, en donde caería enseguida rendido a un sueño profundo y liberador hasta bien entrada la mañana siguiente. Mientras el país continuaba desangrándose por los cuatro puntos cardinales, el 2 de agosto de 1936 nosotros comenzábamos una nueva vida, a salvo de cualquier amenaza, en aquella ciudad en donde nadie nos conocía.


Fueron tal vez las voces de aquellos hombres y las pisadas de sus caballos, que venían al trote por el camino, las que me despertaron bruscamente, pues era evidente que me había dormido, aunque no podía precisar durante cuánto tiempo. Sobresaltado, me incorporé sobre el asiento del Citroën y miré con cautela por la ventanilla. Tenía la boca pastosa y los ojos todavía entrecerrados por el sueño, pero aún así pude ver una pareja de jinetes que descabalgaban de sus monturas y se acercaban caminando hacia la arboleda. Durante unos segundos interminables me quedé con la mente en blanco, paralizado por el terror, sin atreverme a moverme ni a respirar. Aquellos hombres vestidos con ropas camperas iban armados con escopetas y casi con toda seguridad eran cazadores. ¡Mierda, mierda, mierda!, musité, enfurecido ante este nuevo y peligroso contratiempo.

-Compadre -habló uno de ellos-, es el momento de echar una meada y un cigarro, y por este orden.

-Apoyo la moción -respondió el otro.

Se detuvieron junto a unos árboles, apenas a diez metros del lugar en donde yo me encontraba, y desabrocharon los botones de las braguetas de sus pantalones para aliviarse. Pude escuchar con nitidez el sonido de los chorros de orina que caían sobre la hojarasca seca de la arboleda. Se hallaban tan cerca de mí, que sólo por casualidad todavía no habían descubierto el auto, pero estaba convencido de que lo verían enseguida y se acercarían sorprendidos a investigar. Tenía que abandonar el Citroën a toda costa, fuese como fuese, con fuerzas o sin ellas, caminando a la pata coja o reptando como una culebra, eso era irrelevante, porque de lo que se trataba era de escapar sigilosamente de allí, alejarme acaso unos pocos metros más hacia el interior de la arboleda para ocultarme a la presencia de aquellos intrusos. Ni siquiera podía estar seguro de que no terminasen por encontrarme si decidían buscarme, pues de una forma u otra dejaría algún rastro de mi existencia y de mi huida, y los cazadores tenían un gran instinto para rastrear a los animales, porque eso era en lo que yo me había convertido desde que había estallado la guerra, en una alimaña infausta y huidiza, constantemente acorralada y fugitiva, que no podía encontrar cobijo ni sosiego en ningún territorio.

Abrí muy despacio la portezuela trasera del auto y me bajé sigilosamente apoyando primero el pie sano. Intenté caminar, y apoyé luego el pie descalzo y herido, pero el dolor fue tan espantoso que no puede resistirlo y caí al suelo. La tierra estaba caliente. Me mordí los labios para no gritar, y empecé a arrastrarme boca abajo como un gusano sobre aquella superficie arenosa cubierta de hojarasca. No podía decirse que avanzase muy deprisa, y en cambio estaba haciendo demasiado ruido al moverme, lo que inevitablemente delataría mi presencia enseguida.

-¡Coño! -escuché a uno de los cazadores-. ¿Has oído eso?

-¿El qué?

-¿No has sentido el ruido de un animal entre aquellos árboles?

-No he oído nada, compadre. Pero mira, hay un auto ahí delante.

-¿Un auto? Joder, sí. Qué raro.

-Carga la escopeta y vamos a verlo.




 
Mientras los cazadores se entretuvieran en la inspección del Citroën, tal y como yo había supuesto, dispondría de un tiempo adicional para seguir huyendo, de modo que redoblé los esfuerzos y continué arrastrándome con toda mi alma hasta donde me alcanzaron las fuerzas. No conseguí alejarme mucho, apenas veinte o treinta metros, hasta que descubrí una oquedad del terreno poco profunda, y allí me oculté, tratando de recuperar el aliento. Aguzando el oído podía escuchar todavía la conversación de aquellos hombres, ligeramente distorsionada por la distancia:

-¿No es este el auto del señor Anselmo?

         -¿Qué señor Anselmo?

         -Anselmo Hinojosa. El médico de Casas Ibáñez.

         -Ya caigo. Aunque no sé si es este su automóvil.
        
         -Pero yo sí lo sé.
        
         -Pues entonces será. Lo que no me explico es qué hace el auto en este lugar. ¿No lo habrán traído hasta aquí para matar al doctor?

         -Ponte en lo peor. Y esta puerta abierta me dice que alguien acaba de bajarse del auto precipitadamente, en cuanto nos ha visto llegar. Además, el asiento trasero todavía está caliente, había una persona dentro no hace ni dos minutos. Ese es el ruido que he escuchado antes.

         -No toques nada. Este es un asunto que no nos incumbe, y me da muy mala espina. Tengo miedo. Vámonos enseguida a avisar a la Guardia Civil.

         -No se hable más. Yo también estoy imaginando cosas terribles que me ponen la carne de gallina.

         Me volví sobre la espalda en mi improvisado parapeto y respiré profundamente aliviado con la vista perdida en las copas altas de los árboles, que apenas si dejaban asomar fragmentos discontinuos del luminoso cielo de agosto. Cuando el miedo, o mejor, el terror, se comparte entre varios, le corresponde a cada uno menos miedo, o menos terror. Eso es lo que pensé en aquel momento, aunque no estuve muy convencido de que esta reflexión fuese del todo acertada. Pero acaso buena parte de mi terror -el terror que ellos mismos me habían provocado con su presencia- se lo llevaban aquellos cazadores en las grupas de sus caballos, que partieron enseguida al galope por el camino de tierra en dirección a la carretera, espoleados por la ansiedad de los jinetes, que deseaban poner cuanto antes en conocimiento de la Benemérita su desconcertante hallazgo. Pero en cuanto la Guardia Civil se personase en el lugar de los hechos, ya fuese andando, a caballo, en automóvil o en motociclo, me sería reintegrada con creces la cuota de terror que me correspondía, salvo que mi hermano Juan apareciese antes que ellos para rescatarme.



CONTINUARÁ 

2 comentarios:

  1. Ay Diosss que estoy en ascuas, para cuando la continuación??

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    1. En las próximas semanas seguirán apareciendo por aquí nuevas entradas del relato. ¡Saludos!

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