Un relato de Route 1963
Aquellas muletas desvencijadas
que me había traido mi hermano con su mejor voluntad, parecían adecuadas para
cualquier cometido que no fuese el de ayudar a caminar a un cojo. Eran
viejísimas, y su madera nudosa y reseca estaba astillada precísamente en el lugar
en donde había que colocar las manos para servirse de ellas. En ambas muletas
la apoyatura superior que soportaba las axilas carecía de mullido, conservando
solo unos jirones claveteados de cuero renegrido sobre la madera desnuda. Y
además, como consecuencia de los desgastes del uso, una de las muletas era
ligeramente más corta que la otra. Sin embargo, salvo que pretendiera seguir
arrastrándome por el suelo para salir de allí, no me quedaba más remedio que
adiestrarme en su manejo, y no era fácil para un cojo sobrevenido y novato como
yo. Juan supervisaba mis torpes movimientos con aquellos apéndices de madera
fosilizada y me iba haciendo recomendaciones prácticas mientras yo trataba de
conservar el equilibrio y avanzar unos metros:
-Tienes
que impulsarte muy despacio sobre el pie de apoyo y mirar con antelación en
donde vas a pisar con las muletas cada vez. Sí, ya sé que es difícil y este no
es el sitio más adecuado para aprender, pero debes intentarlo.
Desde luego que no lo era. La
superficie irregular y sinuosa del terreno no ofrecía la menor seguridad para
desplazarse con estos artilugios ancestrales. Estábamos en mitad del campo, un
lugar no demasiado frecuentado por los cojos, y por algo sería. Los esforzados
cojos que se habrían servido con anterioridad de estas muletas eran cojos de
otro siglo, y yo me los imaginaba caminando con ellas siempre por superficies
lisas y estables, como las cubiertas de los barcos que les devolvían lisiados a
España desde las colonias de ultramar en guerra con la metrópoli, o sobre las
losas de los patios de los cuarteles o de los hospitales, o en el peor de los
casos sobre el pavimento adoquinado de las calles, pero nunca a través de
campos y bosques, y mucho menos descalzos, porque yo además iba descalzo,
después de perder la única alpargata que podía calzarme, y que con la
precipitación del momento ni siquiera se nos ocurrió buscar.
Tal vez fue por ello que Juan se
compadeció de mí, viéndome sobre todo incapaz de avanzar dos pasos seguidos con
las muletas y siempre en riesgo de volver a caerme.
-Veo
que voy a tener que llevarte a hombros hasta el camino.