Un relato de Route 1963
La Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport de los años veinte era todavía en 1936 la mejor motocicleta de todos los tiempos, y no sólo por la cuidada calidad de sus componentes mecánicos, sus exclusivos acabados de un lujo exquisito del que muy pocos motoristas privilegiados podían disfrutar, dado el desorbitado precio de la máquina, que se fabricaba prácticamente por encargo —el Rolls Royce de las dos ruedas, se la llegó a denominar—, su rendimiento apabullante para las otras motos de la competencia —hasta cien millas por hora acreditadas, una velocidad excesiva para las carreteras de la época en cualquier país del mundo—, y su probada resistencia y fiabilidad ante las condiciones más adversas de utilización. Porque, además de todo esto, por si fuera poco, la Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport, así como los demás modelos de la marca británica, tenía, a decir de los entendidos como mi hermano, un carisma y una nobleza míticas sin parangón con máquina alguna, por moderna que fuese, de modo que lo que para otras era imposible para ella se convertía en realidad con el sólo objeto de satisfacer los deseos de su propietario.
Pero una cosa era el mito y otra cosa muy distinta que nuestra inglesita pudiera seguir funcionando sin gasolina y sin aceite sólo por un capricho antojadizo de mi hermano. Y sin embargo, justo es reconocerlo, algo de cierto debía de haber en ese mito que todos le atribuían a la SS100, porque cuando los carabineros que nos seguían con sus motos estaban pisándonos los talones y nosotros ya lo dábamos todo por perdido, todavía la inglesita, haciendo un alarde de la dignidad aristocrática que le caracterizaba, fue capaz de embalarse durante tres o cuatro kilómetros, suficientes como para sacarles a aquellos perseguidores una ligera ventaja provisional que nos concedió no poco respiro.
Habíamos salido de Tarancón y rodábamos otra vez por carretera abierta, sintiendo en la cara el aire templado del verano. La pareja de carabineros circulaba en paralelo —lo cual les restaba eficacia en su tarea, pero tal vez eran esas las ordenanzas del Cuerpo—, con las motos muy juntas, casi tocándose con los extremos de los manillares, y a veces parecía que aminoraban la marcha y se ponían a gesticular como si deliberasen acerca de la conveniencia de cesar en la persecución y darse la vuelta. Probablemente hubieran regresado a Tarancón de comprobar que no nos acortaban la distancia, lo que habría sucedido sin duda de funcionar la Brough Superior a pleno rendimiento, porque con sus máquinas toscas y mal preparadas las opciones de alcanzarnos eran mínimas. Pero en cambio, casi agotado el combustible en el tanque de nuestra moto, ellos habían comprendido que aún tenían muchas posibilidades de capturarnos. Seguramente les movía más la curiosidad de saber quiénes éramos que el propio celo profesional de infligir un severo escarmiento a dos fugitivos de la autoridad que acababan de hacer caso omiso a una orden de detenerse. Aunque en aquellos días de violencia e impunidad, en los que se mataba y se moría por nada, tampoco habría sido tan extraño que estos hombres vestidos de cuero negro y armados con fusiles reglamentarios salieran a las carreteras de su jurisdicción dispuestos a cobrarse un tributo de sangre al azar, sin motivo ni propósito alguno, a lo mejor tan sólo empujados por algo tan imprevisible como un pasajero cambio de humor.