Un relato de Route 1963
—Todos esos autos tienen gasolina —insistió mi hermano empezando a perder la paciencia—, gasolina muerta de risa, ya que no la necesitan para nada, porque están averiados o a punto de ir al desguace, pero nosotros, que somos tan obreros como tú, sí la necesitamos y no vamos a movernos de aquí hasta que nos la des, por las buenas o por las malas.
Entonces el hombre se levantó del asiento de repente y se encaró con Juan. Tenía más envergadura que mi hermano y tal vez siendo consciente de ello no encontró el menor reparo en asirle con las manos llenas de grasa de la pechera de la blusa como si quisiera levantarle en vilo, y es probable que lo hubiera intentado de no ser porque Juan reculó instintivamente unos pasos.
—Lo que les pase a esos autos es algo que a ti ni te va ni te viene, ¿me has entendido? —dijo el encargado enfureciéndose por momentos—. Y aunque tengan gasolina por arrobas no voy a darte ni una gota, porque no se me pone el gusto en los cojones, así es que ya os estáis largando de aquí.
Ya sólo quedaba un modo de conseguir aquella maldita gasolina y mi hermano comprendió que era innecesario seguir perdiendo el tiempo con semejante energúmeno. Como en un rápido y habilidoso juego de manos de prestidigitador, pasó de abanicarle suavemente la cara con el fajo de billetes a hundirle de improviso el cañón de la pistola en la garganta. Y fue entonces cuando nuestra suerte empezó a cambiar de verdad.
—Ya te he dicho que nos ibas a dar la gasolina por las buenas o por las malas —le explicó Juan recuperando la iniciativa—, y tú has elegido libremente que sea por las malas. No quiero matarte, y no lo haré, si colaboras. Pero que sepas que en todo caso, pase lo que pase, nos vamos a llevar esa gasolina, porque sólo para eso hemos venido a este taller repugnante y no pensamos marcharnos de vacío.