Se trata de una filmación accidental de apenas un minuto de duración (y prácticamente experimental, podríamos decir) de Hachegé (HG), realizada el 6 de febrero de 2008 en uno de sus frecuentes viajes desde Madrid a Valencia y costas de Alicante por la antigua N-III. Fue tomada en el km 183, a pocos metros del Embalse de Alarcón (Cuenca).
ACTUALIDAD N-III HISTÓRICA
viernes, 31 de octubre de 2014
martes, 16 de septiembre de 2014
CORTOMETRAJE "NORMA"
El 29 de abril pasado publicamos en el blog esta entrada, que enlazamos ahora, aprovechando entonces la interesante y curiosa circunstancia de que el director del proyecto de un cortometraje cinematográfico se había puesto en contacto con nosotros solicitando nuestra ayuda para la localización de exteriores. Buscaban un restaurante u hostal de carretera en el entorno de la N-III para ambientar su película en los años 70 del pasado siglo. Todos los pormenores de esta búsqueda y los resultados finales de la misma han quedado descritos en la entrada citada, si bien otros detalles más concretos o específicos sobre el cortometraje decidimos omitirlos entonces.
David Rodríguez Aguilera, que así se llama el director de este cortometraje titulado NORMA, amablemente se ha vuelto a poner en contacto con nosotros para comunicarnos que la película se encuentra ya en la fase de postproducción y para presentarnos algunos fotogramas, el cartel de portada y la página de Facebook recién creada con objeto de promocionar el corto. Gustosamente nos hacemos eco desde aquí de estas satisfactorias novedades y quedamos a la espera de nuevas noticias relacionadas con este proyecto.
Y por último, como puede apreciarse en el cartel de portada del cortometraje que ilustra esta entrada, sólo nos queda desvelar que el establecimiento en el entorno de la N-III elegido por los cineastas fue finalmente el BAR-RESTAURANTE SAN BARTOLOMÉ, en La Almarcha (Cuenca), que al parecer lleva ya algunos años cerrado y que cobró repentina vida durante algunas jornadas como consecuencia del rodaje de determinadas escenas de la película.
Más información sobre este cortometraje en su página de Facebook oficial.
domingo, 31 de agosto de 2014
LA INMENSA SOLEDAD DE LA N-III. Primera parte. HONRUBIA-MOTILLA DEL PALANCAR
El pasado 24 de Mayo de 2014 volví a recorrer parcialmente en sentido Valencia el primitivo trazado de la N-III que todavía se conserva. Eran las tres de la tarde de un sábado ligeramente ventoso y desapacible cuando abandoné la autovía A-3 en Honrubia para regalarme con una nueva dosis de nostalgia en esta ruta histórica que nunca dejará de sorprenderme, para bien o para mal.
Como tantas otras veces en los últimos años, coloqué la cámara de video en su soporte habitual habilitado en un lateral del carenado de la moto, dispuesto a plasmar todo aquello que de nuevo pudiera ofrecer la vieja carretera. He de reconocer que cierto hastío animaba mis actos, ya repetitivos y monótonos, ya gastados y rutinarios a fuerza de ser usados y abusados hasta la saciedad. La misma moto antigua reventada de kilómetros (muchos de ellos recorridos en esta ruta), la misma cámara de video con su mando a distancia de funcionamiento imprevisible, la misma carretera y los mismos paisajes de siempre...
En aquel momento era irrelevante grabar video o no grabarlo y guardar la cámara, irrelevante seguir viaje hacia el Mediterráneo a través de la N-III o regresar a la autovía, irrelevante parar aquí o allá, o no parar en absoluto mientras quedase gasolina en el depósito. A veces, algunos viajes se convierten en un mero trámite más o menos impertinente cuya única razón de ser reside en el hecho de conducirle a uno a destino para caer en el olvido después. A veces, no es más interesante viajar que llegar.
Puede que el pasado 24 de Mayo de 2014 fuese uno de esos días en los que no apetece demorarse en la ruta y sí en cambio consumar el viaje cuanto antes. Pero después de todo, incluso desde la indiferencia y el hastío, mientras iba haciendo camino un poco indolentemente, decidí que tampoco estaba de más activar el botón de grabación de video de la cámara, por si acaso. Tal vez podría suceder algo destacable y digno de ser grabado para la posteridad. En la carretera nunca se sabe.
Pero lo que sucedió de destacable en el recorrido por la antigua N-III entre Honrubia y Motilla del Palancar en esta ocasión fue precisamente que no ocurrió absolutamente nada. Difícilmente podía suceder en una carretera moribunda sumida en la más inmensa soledad y en el más desconcertante de los abandonos. En otras ocasiones recientes en las que la he recorrido, el panorama había sido algo diferente, y la antigua N-III, que en tiempos llegó a ser la carretera más transitada de España, todavía conservaba un hilo de vida. Incluso unas pocas semanas después, cuando volví a recorrerla en sentido inverso, el tránsito de camiones -los únicos vehículos que suelen circular por ella en la actualidad- era lo bastante intenso como para que la vieja carretera cobrase acaso un mínimo brillo que pudiera recordar su gran esplendor del pasado.
Buena parte del transporte pesado abandona la autovía A-3 para circular todavía por la primitiva N-III. Se acortan unos cuantos kilómetros, la carretera es más distraída y las velocidades que pueden desarrollar este tipo de vehículos en esta ruta son semejantes a las obtenidas en la autovía. Sin embargo, se trata probablemente de un tránsito ocasional que se produce sólo a determinadas horas del día y sólo en determinados días, fuera de los cuales la carretera enmudece por completo. Es entonces cuando la toman para sí los ciclistas, una vez despojada de los peligros que suponen para ellos los vehículos a motor.
Pero a las tres de la tarde de un Sábado de finales de Mayo como el referido, la N-III ofrecía el aspecto más desolado que yo haya podido constatar nunca. De este modo, la grabación de video bien podía tener una interesante razón de ser: la de mostrar la realidad cruda y demoledora de una ruta histórica que, como tantas otras en España, languidece sin remedio en una lenta agonía de la que no parece probable pueda recuperarse nunca.
Puede que el pasado 24 de Mayo de 2014 fuese uno de esos días en los que no apetece demorarse en la ruta y sí en cambio consumar el viaje cuanto antes. Pero después de todo, incluso desde la indiferencia y el hastío, mientras iba haciendo camino un poco indolentemente, decidí que tampoco estaba de más activar el botón de grabación de video de la cámara, por si acaso. Tal vez podría suceder algo destacable y digno de ser grabado para la posteridad. En la carretera nunca se sabe.
Pero lo que sucedió de destacable en el recorrido por la antigua N-III entre Honrubia y Motilla del Palancar en esta ocasión fue precisamente que no ocurrió absolutamente nada. Difícilmente podía suceder en una carretera moribunda sumida en la más inmensa soledad y en el más desconcertante de los abandonos. En otras ocasiones recientes en las que la he recorrido, el panorama había sido algo diferente, y la antigua N-III, que en tiempos llegó a ser la carretera más transitada de España, todavía conservaba un hilo de vida. Incluso unas pocas semanas después, cuando volví a recorrerla en sentido inverso, el tránsito de camiones -los únicos vehículos que suelen circular por ella en la actualidad- era lo bastante intenso como para que la vieja carretera cobrase acaso un mínimo brillo que pudiera recordar su gran esplendor del pasado.
Buena parte del transporte pesado abandona la autovía A-3 para circular todavía por la primitiva N-III. Se acortan unos cuantos kilómetros, la carretera es más distraída y las velocidades que pueden desarrollar este tipo de vehículos en esta ruta son semejantes a las obtenidas en la autovía. Sin embargo, se trata probablemente de un tránsito ocasional que se produce sólo a determinadas horas del día y sólo en determinados días, fuera de los cuales la carretera enmudece por completo. Es entonces cuando la toman para sí los ciclistas, una vez despojada de los peligros que suponen para ellos los vehículos a motor.
Pero a las tres de la tarde de un Sábado de finales de Mayo como el referido, la N-III ofrecía el aspecto más desolado que yo haya podido constatar nunca. De este modo, la grabación de video bien podía tener una interesante razón de ser: la de mostrar la realidad cruda y demoledora de una ruta histórica que, como tantas otras en España, languidece sin remedio en una lenta agonía de la que no parece probable pueda recuperarse nunca.
jueves, 31 de julio de 2014
LAS ORILLAS DE LA N-III (I). ALARCÓN (Cuenca).
Decenas de años transitando sin parar frente a ese desvío de la N-III situado en el km.187 que indica a Alarcón y a su Parador Nacional de Turismo. Ante la prioridad inexcusable de los viajes de ida a la costa mediterránea o de regreso al centro del país a través de la ruta principal de la carretera de Madrid a Valencia, Alarcón se iba convirtiendo para mí, con el paso de los años, en un nombre mil veces aprendido y mil veces repetido, tanto como mil veces postergada su visita para mejor ocasión. Absorbido y cautivado absolutamente por el embrujo de la antigua N-III y su flujo mayor, sus orillas geográficas eran sólo evocaciones toponímicas de rango menor que podían ser indefinidamente desdeñadas. Y de hecho, la mayoría de los enclaves interesantes situados en esas orillas todavía siguen siendo desconocidos para mí en esta ruta. Sólo por citar algunos, y todos en la provincia de Cuenca, podemos hablar del Monasterio de Uclés, de las ruinas de la ciudad romana de Segóbriga y del Castillo de Garcimuñoz. No forman parte, estrictamente hablando, de la ruta histórica de la N-III, pues aunque muy cercanos a ésta, no son visibles desde la carretera ni desde la autovía, y hay que desviarse siquiera unos pocos kilómetros para acceder a ellos.
Por fin, y de manera accidental y totalmente imprevista, hace más de un año, el caluroso 21 de Abril de 2013, nos acercamos hasta el pintoresco pueblo de Alarcón, en donde grabamos estos dos videos de carretera, el primero de ellos alojado en Youtube en aquellas mismas fechas, y el segundo, que inaugura la serie titulada Las orillas de la N-III, que por problemas técnicos con la grabación original no ha podido ser procesado y editado hasta hoy.
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LAS ORILLAS DE LA N-III,
VIDEOS
lunes, 23 de junio de 2014
EL ANGEL DE LA CARRETERA
En
las primeras horas de una tarde de junio de 2008, la enfermera Mara R.G.
circulaba por la autovía A-3 en su Skoda Fabia gris en dirección
a la costa levantina cuando sucedieron los hechos reales que aquí se van a
referir. Era un viaje de rutina para ella, un trayecto de 450 kms. que
realizaba varias veces al año para pasar unos días de descanso en el
Mediterráneo. Apenas un par de horas antes había abandonado el hospital
madrileño en donde trabajaba y se había puesto al volante dispuesta a recorrer
con tranquilidad la distancia que le separaba del mar. Como de costumbre,
seguramente llevaba encendido el aire acondicionado y escuchaba música en el equipo
del coche. No sólo era un viaje de rutina para ella, sino también una especie
de viaje ritual, en donde todos los tiempos, paradas y descansos se sucedían de
acuerdo con un guión establecido e inalterable de un viaje a otro.
Probablemente incluso la música que iba escuchando provenía de los mismos cedés
que llevaba en la guantera y que habría escuchado en otro viaje idéntico de ida
o de vuelta unos meses atrás.
El
kilómetro 226 de la A-3 marcaba el punto equidistante entre origen y destino,
la mitad precisa de la ruta, y era por tanto el momento estipulado para
detenerse un rato, estirar las piernas, repostar combustible, ir al lavabo,
tomar una chocolatina con unos sorbos de agua y fumar un cigarrillo antes de
emprender la marcha. Y así lo hizo, como venía siendo habitual, en el área de
servicio de Castillejo de Iniesta, provincia de Cuenca, a pie de autovía.
Sin embargo, esta no iba a ser una parada como
la de tantas otras veces, pues apenas si había terminado de llenar de
combustible el depósito del coche cuando se inició de improviso un tumulto
alrededor del vehículo que repostaba en el surtidor de al lado, un pequeño Peugeot
del que habían descendido sólo un momento antes tres personas, dos hombres
y una mujer de unos sesenta y tantos años. Un grupo de gente visiblemente
agitada se arremolinaba en torno al coche haciendo aspavientos y moviéndose con
ese desconcierto propio de quienes se enfrentan a una situación extraordinaria
cuya gravedad requiere de una intervención inmediata: la mujer acababa de
caerse y yacía en el suelo inconsciente. Sorprendida por este suceso, la
enfermera le solicitó al empleado de la gasolinera que despejase la zona de
gente para poder intervenir, y así fue como pudo llegar hasta la mujer para
reconocerla y practicarle los primeros auxilios. La situación era grave, desde
luego, porque la señora tenía las vías áereas obstruidas por su propia lengua y
no respiraba. Entonces la enfermera procedió con los dedos a liberar la lengua
y restablecer la respiración de la víctima insuflándole aire, pero al retirar
los dedos la lengua volvía a su posición original y obstruía de nuevo la
laringe. No había tiempo que perder, así es que Mara corrió hacia el maletero
de su coche, lo abrió, sacó el equipaje y cogió un botiquín de emergencia en
donde sabía que, no por casualidad, solía llevar siempre justamente el
instrumento apropiado para estas situaciones, una cánula de plástico denominada
guedel, que introducida en la boca del paciente evita la caída de
la lengua y la consiguiente obstrucción respiratoria.
Existen siete tamaños o calibres de guedel, pero la enfermera
llevaba sólo uno del número cuatro, pues es el más versátil para víctimas con
edades comprendidas desde los cuatro años en adelante, y fue de hecho la
correcta aplicación de este instrumento y las oportunas maniobras de una
sanitaria profesional como Mara lo que salvó la vida de aquella mujer. Pero una
vez introducida la cánula y restituida la lengua a su posición natural, la
enfermera hubo de romper el ceñido corsé que vestía la víctima y que oprimía
sus pulmones y dificultaba las maniobras de reanimación respiratoria. Fueron
sin duda unos momentos tensos y angustiosos a la espera de la llegada de una
ambulancia, que ya había sido avisada, esos momentos críticos en los que la
delgada línea que separa el todo de la nada, la ventura de la desventura, la
vida de la muerte, se vuelve aún más estrecha que de costumbre.
Diez minutos después llegó una ambulancia de la Cruz
Roja procedente del cercano pueblo de Castillejo de
Iniesta. Hasta en esto hubo suerte, porque incluso en unos tiempos tan
adelantados tecnológicamente como los actuales, la carretera sigue siendo
muchas veces un escenario, si no del todo hostil, sí por lo menos precario para
la resolución de incidencias de la gravedad de la que estamos narrando.
Informados los sanitarios de la ambulancia por la propia enfermera de todos los
pormenores del caso y de las intervenciones realizadas, así como de su
identidad, uno de ellos no pudo por menos que reconocer que esta mujer había
tenido la increíble fortuna de encontrarse en su camino con un ángel aquella
tarde de Junio (El Angel de la carretera, como la bautizó alguno de los testigos de aquel episodio), un ángel custodio y providencial que acertó a pasar
por allí casualmente en el momento en que era más necesaria su presencia para
salvar una vida. Desde luego, de no haber sido así, la señora habría muerto
casi con toda probabilidad o cuando menos le habrían quedado graves secuelas
neurológicas como consecuencia de la larga e irreversible privación de oxígeno
sufrida en este episodio.
Tan
desconcertada como atribulada por este suceso, pese a su profesionalidad y a su
impecable y oportuna intervención en el mismo, según partió la ambulancia con
la víctima, nuestra enfermera se puso de nuevo al volante sin entretenerse
siquiera unos minutos en entrar al lavabo o tomar un ligero refrigerio, como si
quisiera huir de aquel lugar cuanto antes y llegar a destino para olvidarlo. Un
mes después, ya incorporada de nuevo al trabajo, recibió en su despacho del
hospital un paquete procedente de Guadalupe (Cáceres). Contenía una pulsera de
oro con su nombre grabado como agradecimiento de aquella mujer milagrosamente
salvada y de los familiares que la acompañaban en tan delicado trance.
La carretera en general, y todas las carreteras del mundo en todas las épocas en particular,
están llenas de historias, de anécdotas, de sucedidos, de episodios a veces
concluidos con desenlaces afortunados y otras, las más por desgracia, con
desenlaces luctuosos. También la carretera ha sido siempre propicia a variadas
mitologías y generadora de tan diversas como estrambóticas leyendas urbanas
ya convertidas en manoseados tópicos tan conocidos como el de la chica de la
curva que hace auto-stop y desaparece porque es el espíritu de
alguien que falleció en dicha curva, o el de los extraterrestres
nocturnos posados con su ovni en mitad de una recta y que abducen al
infortunado automovilista cuyo coche se acaba de averiar precisamente allí. Pero
la realidad es mucho más prosaica, y lo cierto es que las probabilidades que
tiene un individuo de morir en cualquier carretera de cualquier lugar del mundo
en cualquier momento son mucho más elevadas de las que se le presentan en
la mayoría de los escenarios de su andadura vital, sobre todo como consecuencia
de los accidentes de tránsito, es obvio, factor éste inherente y fundamental de
la mortalidad en la carretera.
ANEXO
Sólo
cuatro meses después, a finales de septiembre de 2008, y no muy lejos de la A-3, la enfermera Mara R.G., El
Angel de la Carretera, tendría una nueva oportunidad de intervenir en su
ámbito natural al que parece predestinada, y precisamente como consecuencia de
un aparatoso accidente de circulación que increíblemente se saldó sólo con
heridos leves. Y en esta ocasión yo fui testigo del mismo. Estábamos detenidos a mediodía a la salida de la
AP-7 en Silla (Valencia), descansando un momento y fumando un cigarrillo, cuando
escuchamos un estruendo espantoso procedente de las cabinas de peaje de la
autopista. Lo primero que se me vino a la cabeza fue que un camión o un autobús
había golpeado con el techo de la caja el tejado metálico de la estructura del
peaje por exceso de gálibo, algo evidentemente absurdo dada la conveniente
altura del mismo, reglamentariamente adecuada para todos los vehículos, pero
apenas unos segundos después vimos un automóvil que salía disparado a toda
velocidad y dando tumbos desde una de las vías de pago en dirección Alicante
para quedarse detenido en mitad de la explanada y en lamentable estado apenas a
cincuenta metros de distancia.
El Angel de la
carretera echó a correr hacia el coche sin dudarlo un instante. Mi
obligación moral y profesional es ir para allá, recuerdo que dijo, como si
fuera una disculpa menor. Yo la seguí por inercia, y a la carrera cruzamos
todos los carriles de la autopista ante el estupor de los automovilistas que
esperaban parados su turno para pagar el peaje. Un empleado nos salió al paso
para detenernos, pero Mara le gritó que era enfermera y nos dejó continuar. En
ese momento fueron varios los pensamientos que me vinieron a la cabeza, y
ninguno de ellos demasiado tranquilizador que digamos. En primer lugar, los
ocupantes de aquel Ford Focus C-Max bien podían ser delincuentes con un
vehículo robado, puesto que acaban de saltarse la barrera del peaje y arrasado
con todo cuanto se les había puesto por delante. En realidad, una estupidez
incomprensible, pero había sucedido. En segundo lugar, muy probablemente
estuviesen muertos o heridos de gravedad, a tenor del aspecto que presentaba el
vehículo y de lo espectacular del percance. Esto último fue lo que me hizo
desistir de acercarme al coche. Yo no soy enfermero, ni médico, ni juez de
guardia. No me apetecía en absoluto ver vísceras ni sangre. No entra dentro de
mis competencias éticas (estando presentes en el momento las personas adecuadas
para ello) ni profesionales hacer tal cosa. Pero podía realizar un buen
reportaje fotográfico, así es que saqué el teléfono móvil y disparé la cámara
varias veces, con cierto pudor por si me veía alguien y me llamaba la atención,
pues mi conducta desde luego no era la más correcta en esas circunstancias. Lo
reconozco ahora.
En la confusión del momento
nadie me vio, o por lo menos nadie me dijo nada. Entretanto, El Angel de la
carretera y otras personas, entre ellas una pareja de médicos que viajaba
en otro vehículo, ya habían llegado al coche siniestrado y procedían a socorrer
a sus ocupantes. Mara, en calidad de enfermera pediátrica, tomó en sus brazos a
una niña rubia de tres años que lloraba y temblaba de miedo. Había perdido los
zapatos (casi todas las víctimas de un accidente de tráfico lo primero que
pierden es el calzado, incomprensiblemente) y tenía rasguños, magulladuras y la
cabeza llena de pequeños cristales que El Angel de la carretera empezó a
retirarle con cuidado mientras le preguntaba cosas para ganarse su confianza y
tranquilizarla, una vez comprobado que no sufría fracturas ni conmoción
cerebral.
Afortunadamente, el matrimonio no había corrido
peor suerte que la niña y sus lesiones sólo parecían leves. El padre perdió
súbitamente el conocimiento justo antes de entrar en la zona del peaje, que
también es mala suerte, y su pie derecho se quedó apretado contra el
acelerador. Y así fue como enfiló al azar uno de los carriles del peaje,
acelerando (probablemente a 80 km/h., o más) y con el coche dando tumbos sin
ningún control, pese a que su mujer, como manifestaría después, trató de tomar
el volante para evitar, de algún modo, el desastre. Es evidente que no lo
consiguió. Era imposible. Los destrozos en las instalaciones fueron notorios,
como notoria fue la crisis de ansiedad del empleado peajista de la cabina
correspondiente, que salió corriendo despavorido a sentarse en un bordillo del
arcén de la autopista con los nervios desatados, algo muy comprensible después
de semejante susto. Nadie se ocupó de él en un principio. Las prioridades se
centraban en los accidentados.
Una vez controlada la situación, volvimos a
cruzar los carriles de la autopista, ahora caminando, para llegar hasta
nuestros vehículos. No teníamos nada más que hacer allí. Como le expliqué
oportunamente al Angel de la carretera, quizá no iba a ser una buena
idea el permanecer en el lugar de los hechos para cuando se presentase la
Guardia Civil de Tráfico, que llegó primero, y luego la ambulancia, unos
minutos después. Unos y otros buscan información, testigos, personas implicadas
en el suceso, identidades, referencias, requerimientos y explicaciones.
Nosotros estamos por encima del bien y del mal, en este sentido. Ella, como
Angel de la carretera, porque su atribución se reduce a salvar vidas y
aliviar el sufrimiento de las víctimas del tráfico cuando se presenta la
oportunidad, nada más y nada menos. Yo, que bien podría postularme sin
petulancia alguna como una especie de Notario de la carretera, porque mi
cometido se limita a dar fe y constatar lo que sucede en ella. Sin mayores
méritos.
Han
transcurrido seis largos años desde los sucesos relatados en este reportaje.
Hace pues, mucho tiempo, que le debía al Angel de la carretera este
reconocimiento público, que quiero hacer igualmente extensivo a todos los profesionales
de la sanidad española, estén o no en la carretera. Ese ámbito tan propicio
para la felicidad, pero también, a menudo, para el dolor. Pero mientras uno, o
cientos de ángeles de la carretera, anónimos o conocidos, nos acompañen o se
crucen venturosamente en nuestro camino, el viaje podrá continuar
indefinidamente siempre hacia algún destino memorable.
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AUTOVÍA A-3,
HISTORIAS DE LA CARRETERA
jueves, 29 de mayo de 2014
GRAN PREMIO CIFESA DE CICLISMO. Carrera Madrid-Valencia en una sola etapa. (Años 40 del siglo XX).
Si a nuestros
ciclistas profesionales contemporáneos les propusiéramos hoy en día participar
en una carrera de una sola jornada de trece horas de duración y más de 300 kms.
de recorrido a través de una carretera española de posguerra pavimentada de
adoquines, piedras y tierra en muchos tramos de su trazado, en plena época
estival, con temperaturas sofocantes y riesgo de violentas tormentas de
granizo, montados en toscas y pesadas bicicletas de hace setenta años, algunas
de ellas incluso sin cambios de marchas, y sin posibilidad, en ningún caso, de
reemplazar la máquina por avería o rotura de alguno de sus elementos mecánicos,
si les propusiéramos todo esto, decíamos, muy probablemente, por expresarlo
suavemente, nos mandarían a hacer
gárgaras, una expresión castellana, por cierto, muy propia de aquella época
de la que estamos hablando.
Pero no, no es
una sádica ficción deportiva, ni mucho menos, pues exactamente una carrera
ciclista con esas características tan brutales que acabamos de describir se disputó
en la España de la posguerra al menos durante cuatro ediciones entre los años
1941 y 1944. Su recorrido: los 350 kms. que separaban Madrid de Valencia por la
primitiva carretera radial de primer orden entre las dos ciudades, que hasta
poco antes todavía se denominaba de Madrid a Castellón por Valencia. Se trataba
del Gran Premio Cifesa de ciclismo, también conocido popularmente como la Madrid-Valencia, y estaba organizado por
el diario madrileño Informaciones, siendo la productora cinematográfica Cifesa
la que se encargaba del patrocinio y de los premios, cabe suponer, porque en
este aspecto y en otros de tan singular prueba las reseñas encontradas en
internet no son demasiado precisas y a menudo inducen a confusión, como veremos
enseguida. Incluso algunos de quienes vivieron aquella época recuerdan
vagamente esta carrera como una etapa más de alguna edición de la Vuelta
Ciclista a España que se celebrase por entonces, pero no es así, pues el Gran
Premio Cifesa era una competición independiente de una sola jornada, y además,
en la ronda española nunca se disputó una etapa entre Madrid y Valencia o
viceversa.
No es el
propósito de este reportaje el abordar de manera exhaustiva cuestiones
históricas y técnicas relacionadas con el ciclismo español más allá de lo
estrictamente vinculado a la carretera Madrid-Valencia, o N-III, materia
exclusiva a la que está dedicado el blog. Sin embargo, en este caso, y dado lo
interesante y curioso del tema, tal vez nos veamos obligados a hacer alguna
excepción que seguramente agradecerán los aficionados a este deporte. Y en
primer lugar, como comentábamos anteriormente, destacar el hecho de que la
información encontrada en internet acerca de tan exigente carrera ciclista es
incompleta, parcial y fragmentada. El documento más valioso que hemos
localizado es un noticiario del NO-DO fechado el 9 de agosto de 1943 en el que
se incluye un reportaje de poco más de minuto y medio sobre la III Edición de
la prueba. De dicho noticiario, cuyo enlace adjuntamos al final, hemos obtenido
los fotogramas que ilustran esta entrada.
Reseñas en prensa hemos encontrado muy pocas, igualmente dispersas y
fragmentadas, hasta el punto de que no nos ha sido posible determinar en qué
año comenzó a disputarse esta carrera, ni cuándo dejó de celebrarse, y ni
siquiera si tuvo una periodicidad anual consecutiva entre 1941 y 1944, como
suponemos, lo que nos hace pensar que sólo se celebraron cuatro ediciones, pues
con posterioridad al año 1944 no hemos hallado ninguna referencia.
Sin embargo,
cotejando las distintas informaciones localizadas en prensa con los datos
históricos de la prueba ofrecidos en el noticiario del NO-DO antes citado, tropezamos
con una incómoda contradicción que echa por tierra nuestra suposición de que el
Gran Premio Cifesa se celebró en cuatro ediciones consecutivas entre 1941 y
1944. En la III Edición, disputada en 1943 (la que se recoge en el NO-DO),
resultó ganador el ciclista Delio Rodríguez, y lo hizo por tercera vez en la historia
de la carrera. Es decir, que si esta prueba comenzó a disputarse en 1941, el
mencionado ciclista ganó las ediciones de 1941, 1942 y 1943. Pero en el
ejemplar del periódico El Mundo Deportivo fechado el 23 de julio de 1944, en el
que se informa de la inminente celebración de la IV Edición de la carrera, se
menciona al ciclista Vicente Carretero como ganador de la I Edición (no consta
su fecha) en un pie de foto adjunto a la información. Por último, el diario ABC
publicado el 26 de julio de 1944, en su crónica también de la IV Edición,
menciona al ciclista Vicente Miró como ganador de la misma. En conclusión,
tenemos documentados tres ganadores diferentes (y uno de ellos en tres
ocasiones) para cuatro supuestas ediciones de la Madrid-Valencia, y por lo tanto nos falta una, por lo menos, que no
sabemos cuándo se disputó. Y de ser así, y si se disputaron por lógica cinco
ediciones de la carrera antes de 1945, la numeración ordinal de las diferentes
ediciones establecida hasta 1944 no concuerda con los datos disponibles, de tal
manera que la de 1943 tendría que haber sido al menos la IV Edición, y la V la
de 1944, pero como queda dicho, documentadas gráficamente en la prensa y en el
NO-DO sólo están la III y IV ediciones (al menos que nosotros sepamos),
celebradas en 1943 y 1944, respectivamente. Si algún aficionado al ciclismo y a
la historia del mismo en España nos puede aportar más información y aclararnos esta
controversia, le estaríamos muy agradecidos, pues tenemos mucha curiosidad, no
podemos negarlo.
Pero en
cualquier caso, al margen de sus ganadores y de las ediciones disputadas, por
lo menos sabemos que el Gran Premio Cifesa fue la prueba ciclista de fondo en
carretera más larga de cuantas se han celebrado nunca en España, y estaba
reservada a unos pocos corredores de élite que aumentaban su prestigio
deportivo participando en ella, debido a su gran exigencia física y expectación
que suscitaba. Tampoco los premios en metálico, como veremos luego, eran
desdeñables. En consonancia con los tiempos de posguerra duros y austeros que
se vivían, una carrera ciclista que se preciara debía buscar los retos más
exagerados y hasta cierto punto disparatados que pudieran encontrarse, y desde
luego un recorrido Madrid-Valencia en bicicleta en la época y en una sola etapa
de trece horas en pleno verano, para aprovechar la mayor duración del día,
podía satisfacer sobradamente esa pretensión. Habría resultado sin duda más
espectacular esa misma prueba entre Madrid y Barcelona, o Cádiz, o La Coruña,
con casi el doble de distancia, pero los organizadores no se atrevieron a tanto
y los ciclistas tampoco se hubieran prestado a ello.
La carretera
radial de primer orden que unía Madrid, Valencia y Castellón, que años más
tarde pasaría a denominarse como nacional tres (N-III), no había sufrido tantos
daños en la guerra civil como la mayoría de las principales carreteras del
país, en donde se libraron duros combates, se produjeron masivos y precipitados
movimientos de tropas y se establecieron cambiantes frentes de batalla con
bombardeos constantes, ataques artilleros indiscriminados y voladuras de
puentes y otras infraestructuras. De hecho, la ruta de Madrid a Valencia
permaneció expedita hasta el final de la contienda, y por ella pudo viajar el
Gobierno de la República para instalar la capital del Estado en la ciudad
levantina y evacuar las obras de arte de los museos madrileños. Asimismo, este
corredor geográfico de 350 kms. tuvo una importancia relevante en el transporte
ordenado y regular de tropas de refresco, víveres y suministros a Madrid durante
toda la guerra. Sin embargo, al igual que en el resto de la red viaria
principal, las últimas actuaciones técnicas muy limitadas que se habían
ejecutado en esta carretera tenían por lo menos diez o quince años de
antigüedad, en tiempos del C.N.F.E. (Circuito Nacional de Firmes Especiales).
Finalizada la guerra se pondría en marcha el denominado Plan Peña, aún más
limitado que aquél y muy infradotado de presupuesto, con lo que el estado de la
carretera en los años cuarenta del pasado siglo resultaba realmente deplorable
en buena parte de su trazado, y lo seguiría siendo hasta bien entrados los años
sesenta, cuando se produjeron las primeras mejoras del denominado Plan Redia. Por
lo tanto, sin miedo a equivocarnos, bien podríamos decir que durante la
posguerra la carretera de Madrid a Valencia era una carretera del tercer mundo.
Visto lo cual,
lo que podían encontrarse en esta ruta los esforzados ciclistas participantes
en las distintas ediciones del Gran Premio Cifesa no era muy halagüeño que
digamos, aunque el estado de las demás carreteras españolas en las que estaban
acostumbrados a competir no fuera mucho mejor. Baches y socavones abundantes, firmes
deslizantes, curvas peligrosas sin peraltar, o mal peraltadas, grava, tierra y
barro en la calzada, cuando la propia calzada no estaba constituida por estos
elementos, profundas roderas causadas por el tránsito de camiones, ausencia
frecuente de señalización vertical y horizontal… Esto se traducía en constantes pinchazos,
caídas, e incluso rotura de algunos elementos importantes de las bicicletas. La
propia prensa se hacía eco de ello en sus crónicas de la carrera. Reproducimos
textualmente algunos párrafos significativos de las mismas:
A partir de Motilla del Palancar la
carretera se presentó en malísimas condiciones, prodigándose los accidentes. No
obstante, continuaban todos con gran entusiasmo, sin que individualmente ni por
equipos se produjera la lucha. El calor sofocante, otro de los diversos
inconvenientes de la prueba, hizo abandonar a Delio Rodríguez, vencedor del
Gran Premio Cifesa tres años consecutivos (…) La llegada (a la meta en
Valencia) del grupo primero de ciclistas
fue verdaderamente emocionante (…) todos en el mismo tiempo de trece horas, diez
minutos y doce segundos. El esfuerzo realizado por este primer grupo hizo que
se distanciaran los restantes corredores, que fueron llegando muy rezagados,
pero basándose siempre en la característica de esta carrera, que ha sido la de
los numerosos abandonos, a causa del fuerte calor, reduciendo los participantes
en el momento de llegar a la meta a menos de la mitad.
Menudearon los pinchazos y algunos corredores
llegaron a agotar los tubulares de repuesto como le aconteció a Vidaurreta.
Pero todo resultaría pálido ante la gran proeza realizada por el madrileño
Expósito, para quien cuantos elogios se prodiguen resultarán cortos. Imagínese
el lector lo que supone marchar bajo un sol implacable, kilómetros y kilómetros
con el manillar roto, sin posibilidad de arreglo, apoyándose sólo en una de las
partes del guía y cubriendo así los 104 kilómetros para
tener que abandonar finalmente la prueba en el 265, extenuado por el esfuerzo
sobrehumano que hubo de realizar en solitario y con todo en contra. No se ha
podido clasificar, pero el premio al pundonor deportivo se lo ha ganado con ese
gesto de responder a la confianza que en él habían depositado aficionados y
organizadores. Ni los minutos de diferencia que existían, ni la soledad de la
carretera en una jornada agotadora, influyeron sobre el muchacho, y esto ya
dice mucho a su favor.
En aquellos
días de carestías y penurias ni siquiera se contemplaba la posibilidad de
cambiar de bicicleta en plena competición si esta se averiaba o se rompía. Cada
ciclista tenía sólo una máquina. Su
máquina. Y tampoco eran profesionales en exclusiva y a tiempo completo como
pueden serlo en la actualidad. Más bien se les podía denominar obreros del pedal, que conservaban sus
empleos menestrales para subsistir y los complementaban con la práctica del
ciclismo mejor o peor remunerado en pruebas como la de Cifesa. En la edición de 1944 el ganador absoluto de
la carrera se embolsaba 3.000 pesetas (menos de 20 € actuales), pero se trataba
de una cantidad relativamente apetecible para la época. Y había más premios
(montaña, primas, consolación…), como puede observarse en la ilustración
adjunta. Por lo demás, se trataba de un ciclismo rudimentario desarrollado a
base de fuerza bruta, testosterona y grandes dosis de sufrimiento casi
irracional, sin conocimientos de ergonomía, de aerodinámica, de túneles del
viento, de ligereza de materiales, de medicina ni de alimentación deportiva, de
fisioterapia, de sustancias estimulantes (legales o no), de ritmos cardíacos,
de masajes musculares, de gimnasios… Simplemente el individuo se levantaba de
madrugada, se desayunaba con un par de huevos fritos con chorizo y un vaso de
vino tinto, se montaba en su pesada bicicleta (de hierro o de acero, ni hablar
de aluminio ni de titanio) con las cámaras de repuesto colgadas al cuello,
llegaba hasta el punto de salida, y con la propia salida del sol emprendía una
inhumana carrera pedaleando durante trece o catorce horas seguidas (con tres
breves descansos neutralizados) desde Madrid hasta Valencia a través de una
carretera que muchas veces no era apta ni siquiera para las caballerías. Y si
conseguía finalizar la prueba, ese era su mérito, esa era su gloria, ese era su
honor deportivo que aplaudirían las multitudes pletóricas de entusiasmo
congregadas en la línea de meta. Una heroicidad, sin la menor duda, pero así es
como se entendían las gestas deportivas en aquellos años terribles.
Dejando aparte
el mal estado de la carretera y la gran distancia a recorrer en bicicleta entre
las dos ciudades, desde un punto de vista técnico la carrera no presentaba
grandes dificultades orográficas para la práctica del ciclismo, siendo su
perfil preferentemente llano y descendente desde los 650 metros de altitud de
Madrid hasta el nivel del mar en Valencia. El único sector moderadamente
accidentado del recorrido se encontraba en el Puerto de Contreras, en donde se
estableció un muy pretencioso premio de la montaña, verdaderamente irrisorio, pues ese
paso hoy en día apenas si habría merecido la consideración de tachuela en el argot ciclista. Sin
embargo, parece ser que las Cuestas de Contreras, después de más de 250 kms. de
recorrido llano a través de las provincias de Madrid y Cuenca, llegarían a convertirse
en un rompepiernas para muchos de los
participantes. Indudablemente, de haberse realizado la carrera en sentido inverso,
desde Valencia a Madrid, la prueba habría resultado mucho más dura, al
enfrentar de subida el Puerto de Buñol y las rampas más fuertes del de
Contreras.
Un elemento
añadido de gran sufrimiento para los corredores, por si no tenían bastante con
los que llevamos descritos hasta el momento, era el terrible calor estival que
se veían obligados a padecer al disputarse la prueba en el mes de julio. Las
crónicas de prensa, como ya hemos visto anteriormente, todavía se sorprendían
de ello, como si cupiese esperar otra cosa en esas fechas y en esas latitudes
geográficas por las que discurría la carrera. De nuevo reproducimos
textualmente:
El calor, enemigo de la carrera. Nada puede
obstaculizar ni poner mayor número de entorpecimientos a una carrera como el
intensísimo calor que hemos sufrido en las trece horas que transcurrieron desde
la salida de Madrid hasta la llegada a la Alameda de Valencia. Todo el
entusiasmo que demostraron los corredores al partir tuvo freno en los primeros
kilómetros de la prueba, cuando se dieron cuenta de que el calor iría en
aumento a medida que avanzase la mañana. Y el cálculo de los corredores resultó
excesivamente corto ante lo que padecimos en esa interminable travesía de la
provincia de Cuenca. (…) Pero no pasemos por alto el gran esfuerzo realizado
por los organizadores de la carrera, el Club Deportivo Cifesa, que sin regatear
sacrificios, ha dotado a España de una carrera de gran envergadura y
resonancia. Julio Cueto, director de la prueba, ha dado impulso a esta obra
magnífica, que hoy no ha tenido en la lucha el esplendor que todos deseábamos y
esperábamos, por un factor con el que no se contaba: el calor excesivo.
Lo dicho, si
no se contaba con que hiciera calor excesivo un 26 de julio (IV Edición de la
prueba), es que periodistas, ciclistas y organizadores estaban mal informados y
salían poco de casa. Probablemente, aunque las crónicas no hablan de ello,
también hizo calor excesivo en la prueba del año anterior, 1943, pero como se
refiere en el noticiario del NO-DO e ilustran las imágenes finales del
reportaje, los ciclistas hubieron de sufrir, además, una violenta tormenta de
granizo en los últimos kilómetros de la carrera, y no sabemos qué será peor.
Volvamos al
citado noticiario del NO-DO, ya para finalizar. Las imágenes que nos deja de la
carretera de Madrid a Valencia en la época son impagables, y por ello hemos
seleccionado para ilustrar este reportaje los fotogramas más interesantes. Pero
han transcurrido más de setenta años desde entonces y la fisonomía y el paisaje
de esta ruta han cambiado tanto, que la totalidad de los lugares de paso, con
la excepción del Puerto de Contreras (precisamente el único escenario que ha
quedado suspendido en el tiempo desde que se abandonó), nos resultan
absolutamente irreconocibles por más que nos esforcemos en atribuirles una
localización precisa. No existe nada, o casi nada, que pueda parecernos
vagamente familiar. Estamos hablando de una carretera y de un tiempo remoto que
no nos pertenecen.
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