Un relato de Route 1963
LEER TODO LO PUBLICADO ANTERIORMENTE. (Entregas 1 a 44).
Estábamos a más de cien
kilómetros de Valencia y sabíamos que nos buscaban policías secretos, guardias
civiles, guardias de asalto, carabineros y milicianos, es decir, miembros de
casi todas las unidades armadas de la República. Tenían nuestras descripciones
físicas y seguramente conocían también la matrícula de la moto que, aunque
falsa -al igual que nuestras documentaciones- ya no podía servirnos de
salvoconducto. Era probable, incluso, que ya estuvieran al tanto de nuestra
determinación de llegar a Valencia esa misma noche. Y frente a estos enemigos
tan diversos como poderosos, la única defensa de que disponíamos era una
pistola con solo cinco cartuchos y los buenos propósitos de Amparo Signes de
enviar un auto a tiempo de rescatarnos. Pero, ¿y si esos buenos propósitos de
aquella mujer se veían finalmente frustrados por causas o contratiempos ajenos
a su voluntad? ¿Y si aquel auto era interceptado por el camino y no llegaba
nunca en nuestro auxilio? Y si llegaba, ¿cómo podríamos saber que quien viniera
en él fuese de confianza y no un enemigo infiltrado?
Por lo demás, los escasos e
improvisados detalles acerca de esta operación de rescate que le había
comunicado Amparo Signes a mi hermano en su última conversación telefónica,
resultaban muy inquietantes y parecían elementos más propios de una película de
intriga que de una realidad que pudiera materializarse al cabo de pocas horas.
Solo sabíamos que ella tenía importantes contactos, los cuales le habían
advertido de que nos estaban buscando y abundaban los controles de carretera,
razón por la cual no podríamos llegar a Valencia en la moto, y por eso nos
enviaba un auto. ¿Pero qué razones teníamos para suponer que en un auto
podríamos eludir esos controles? ¿De qué clase de garantías, protecciones o
salvoconductos dispondría ese auto que vendría a nuestro encuentro? Y si el
rescate se suponía seguro, ¿entonces por qué tanto misterio y sigilo, por qué
recogernos a escondidas, de noche y clandestinamente en el puente de Contreras,
por qué después de habernos hecho señas con sus faros cuatro veces?
Sin embargo, lo que más me
preocupaba era la condición expresa de que fuese a esperarnos solo dos minutos
después de la última señal de sus faros, transcurridos los cuales volvería de
regreso a Valencia, estuviésemos nosotros a bordo, o no. Solo habría una
oportunidad, y yo con las muletas no podría caminar todo lo deprisa que
seguramente exigirían las circunstancias en el momento de la aparición del
vehículo. ¿Tendría prevista mi hermano esta contingencia? Estaba convencido de
que él no tenía nada previsto, ni siquiera conocía el puerto de Contreras, ni
el puente, ni el terreno en donde debíamos escondernos a esperar el auto. Era
todo una quimera enorme, imposible, inalcanzable. La luz del atardecer se demoraba
lentamente en el cielo y nosotros seguíamos en peligro.