Un relato de Route 1963
Me tumbé sobre el asiento trasero
corrido del vehículo. Como rememoraría con frecuencia mi hermano años después,
siempre que hablábamos de nuestra odisea, aquel auto del médico rural con
matrícula de Cuenca era un Citroën Type B-12 de 1926. No tenía suficiente
anchura como para albergar mi cuerpo estirado completamente sobre su asiento,
de modo que mis pies desnudos asomaron al exterior por la puerta abierta que
daba a la carretera. Seguramente era esto lo que pretendía el médico para
realizar sus exploraciones con mayor comodidad, y enseguida sentí cómo sus
dedos me palpaban delicadamente el empeine de ambos pies y luego sus manos
torsionaban mis tobillos, primero el izquierdo y luego el derecho, que me
provocó un terrible alarido de dolor.
-No le martirizaré más -dijo el doctor compasivamente-. Es innecesario. No aprecio fractura, sólo un
fuerte traumatismo, probablemente con resultado de esguince.
-Me caí por unas escaleras -mentí, como si con esta falsa
explicación pretendiera ayudarle a emitir un diagnóstico más certero-, y me hice mucho daño.
-No iba a preguntarle cómo se ha lesionado, no me interesa -dijo el
médico con estremecedora frialdad-. Tampoco
me interesa saber adónde van con este calor y en tan penosas condiciones
montados en ese motociclo que se supone requisado, incautado, intervenido o
como mejor nos convenga denominarlo. En estas dos semanas desde que comenzó la
guerra no hago más que ver calamidades por todas partes, pero nunca hago
preguntas. Me limito a realizar mi trabajo lo mejor que sé, y lo mejor que
puedo. Voy a vendarle el pie para inmovilizárselo. Deberá guardar veinte días
de absoluto reposo desde este preciso momento. Pasado ese tiempo tendrá que
acudir a un traumatólogo.