En
las primeras horas de una tarde de junio de 2008, la enfermera Mara R.G.
circulaba por la autovía A-3 en su Skoda Fabia gris en dirección
a la costa levantina cuando sucedieron los hechos reales que aquí se van a
referir. Era un viaje de rutina para ella, un trayecto de 450 kms. que
realizaba varias veces al año para pasar unos días de descanso en el
Mediterráneo. Apenas un par de horas antes había abandonado el hospital
madrileño en donde trabajaba y se había puesto al volante dispuesta a recorrer
con tranquilidad la distancia que le separaba del mar. Como de costumbre,
seguramente llevaba encendido el aire acondicionado y escuchaba música en el equipo
del coche. No sólo era un viaje de rutina para ella, sino también una especie
de viaje ritual, en donde todos los tiempos, paradas y descansos se sucedían de
acuerdo con un guión establecido e inalterable de un viaje a otro.
Probablemente incluso la música que iba escuchando provenía de los mismos cedés
que llevaba en la guantera y que habría escuchado en otro viaje idéntico de ida
o de vuelta unos meses atrás.
El
kilómetro 226 de la A-3 marcaba el punto equidistante entre origen y destino,
la mitad precisa de la ruta, y era por tanto el momento estipulado para
detenerse un rato, estirar las piernas, repostar combustible, ir al lavabo,
tomar una chocolatina con unos sorbos de agua y fumar un cigarrillo antes de
emprender la marcha. Y así lo hizo, como venía siendo habitual, en el área de
servicio de Castillejo de Iniesta, provincia de Cuenca, a pie de autovía.
Sin embargo, esta no iba a ser una parada como
la de tantas otras veces, pues apenas si había terminado de llenar de
combustible el depósito del coche cuando se inició de improviso un tumulto
alrededor del vehículo que repostaba en el surtidor de al lado, un pequeño Peugeot
del que habían descendido sólo un momento antes tres personas, dos hombres
y una mujer de unos sesenta y tantos años. Un grupo de gente visiblemente
agitada se arremolinaba en torno al coche haciendo aspavientos y moviéndose con
ese desconcierto propio de quienes se enfrentan a una situación extraordinaria
cuya gravedad requiere de una intervención inmediata: la mujer acababa de
caerse y yacía en el suelo inconsciente. Sorprendida por este suceso, la
enfermera le solicitó al empleado de la gasolinera que despejase la zona de
gente para poder intervenir, y así fue como pudo llegar hasta la mujer para
reconocerla y practicarle los primeros auxilios. La situación era grave, desde
luego, porque la señora tenía las vías áereas obstruidas por su propia lengua y
no respiraba. Entonces la enfermera procedió con los dedos a liberar la lengua
y restablecer la respiración de la víctima insuflándole aire, pero al retirar
los dedos la lengua volvía a su posición original y obstruía de nuevo la
laringe. No había tiempo que perder, así es que Mara corrió hacia el maletero
de su coche, lo abrió, sacó el equipaje y cogió un botiquín de emergencia en
donde sabía que, no por casualidad, solía llevar siempre justamente el
instrumento apropiado para estas situaciones, una cánula de plástico denominada
guedel, que introducida en la boca del paciente evita la caída de
la lengua y la consiguiente obstrucción respiratoria.
Existen siete tamaños o calibres de guedel, pero la enfermera
llevaba sólo uno del número cuatro, pues es el más versátil para víctimas con
edades comprendidas desde los cuatro años en adelante, y fue de hecho la
correcta aplicación de este instrumento y las oportunas maniobras de una
sanitaria profesional como Mara lo que salvó la vida de aquella mujer. Pero una
vez introducida la cánula y restituida la lengua a su posición natural, la
enfermera hubo de romper el ceñido corsé que vestía la víctima y que oprimía
sus pulmones y dificultaba las maniobras de reanimación respiratoria. Fueron
sin duda unos momentos tensos y angustiosos a la espera de la llegada de una
ambulancia, que ya había sido avisada, esos momentos críticos en los que la
delgada línea que separa el todo de la nada, la ventura de la desventura, la
vida de la muerte, se vuelve aún más estrecha que de costumbre.
Diez minutos después llegó una ambulancia de la Cruz
Roja procedente del cercano pueblo de Castillejo de
Iniesta. Hasta en esto hubo suerte, porque incluso en unos tiempos tan
adelantados tecnológicamente como los actuales, la carretera sigue siendo
muchas veces un escenario, si no del todo hostil, sí por lo menos precario para
la resolución de incidencias de la gravedad de la que estamos narrando.
Informados los sanitarios de la ambulancia por la propia enfermera de todos los
pormenores del caso y de las intervenciones realizadas, así como de su
identidad, uno de ellos no pudo por menos que reconocer que esta mujer había
tenido la increíble fortuna de encontrarse en su camino con un ángel aquella
tarde de Junio (El Angel de la carretera, como la bautizó alguno de los testigos de aquel episodio), un ángel custodio y providencial que acertó a pasar
por allí casualmente en el momento en que era más necesaria su presencia para
salvar una vida. Desde luego, de no haber sido así, la señora habría muerto
casi con toda probabilidad o cuando menos le habrían quedado graves secuelas
neurológicas como consecuencia de la larga e irreversible privación de oxígeno
sufrida en este episodio.
Tan
desconcertada como atribulada por este suceso, pese a su profesionalidad y a su
impecable y oportuna intervención en el mismo, según partió la ambulancia con
la víctima, nuestra enfermera se puso de nuevo al volante sin entretenerse
siquiera unos minutos en entrar al lavabo o tomar un ligero refrigerio, como si
quisiera huir de aquel lugar cuanto antes y llegar a destino para olvidarlo. Un
mes después, ya incorporada de nuevo al trabajo, recibió en su despacho del
hospital un paquete procedente de Guadalupe (Cáceres). Contenía una pulsera de
oro con su nombre grabado como agradecimiento de aquella mujer milagrosamente
salvada y de los familiares que la acompañaban en tan delicado trance.
La carretera en general, y todas las carreteras del mundo en todas las épocas en particular,
están llenas de historias, de anécdotas, de sucedidos, de episodios a veces
concluidos con desenlaces afortunados y otras, las más por desgracia, con
desenlaces luctuosos. También la carretera ha sido siempre propicia a variadas
mitologías y generadora de tan diversas como estrambóticas leyendas urbanas
ya convertidas en manoseados tópicos tan conocidos como el de la chica de la
curva que hace auto-stop y desaparece porque es el espíritu de
alguien que falleció en dicha curva, o el de los extraterrestres
nocturnos posados con su ovni en mitad de una recta y que abducen al
infortunado automovilista cuyo coche se acaba de averiar precisamente allí. Pero
la realidad es mucho más prosaica, y lo cierto es que las probabilidades que
tiene un individuo de morir en cualquier carretera de cualquier lugar del mundo
en cualquier momento son mucho más elevadas de las que se le presentan en
la mayoría de los escenarios de su andadura vital, sobre todo como consecuencia
de los accidentes de tránsito, es obvio, factor éste inherente y fundamental de
la mortalidad en la carretera.
ANEXO
Sólo
cuatro meses después, a finales de septiembre de 2008, y no muy lejos de la A-3, la enfermera Mara R.G., El
Angel de la Carretera, tendría una nueva oportunidad de intervenir en su
ámbito natural al que parece predestinada, y precisamente como consecuencia de
un aparatoso accidente de circulación que increíblemente se saldó sólo con
heridos leves. Y en esta ocasión yo fui testigo del mismo. Estábamos detenidos a mediodía a la salida de la
AP-7 en Silla (Valencia), descansando un momento y fumando un cigarrillo, cuando
escuchamos un estruendo espantoso procedente de las cabinas de peaje de la
autopista. Lo primero que se me vino a la cabeza fue que un camión o un autobús
había golpeado con el techo de la caja el tejado metálico de la estructura del
peaje por exceso de gálibo, algo evidentemente absurdo dada la conveniente
altura del mismo, reglamentariamente adecuada para todos los vehículos, pero
apenas unos segundos después vimos un automóvil que salía disparado a toda
velocidad y dando tumbos desde una de las vías de pago en dirección Alicante
para quedarse detenido en mitad de la explanada y en lamentable estado apenas a
cincuenta metros de distancia.
El Angel de la
carretera echó a correr hacia el coche sin dudarlo un instante. Mi
obligación moral y profesional es ir para allá, recuerdo que dijo, como si
fuera una disculpa menor. Yo la seguí por inercia, y a la carrera cruzamos
todos los carriles de la autopista ante el estupor de los automovilistas que
esperaban parados su turno para pagar el peaje. Un empleado nos salió al paso
para detenernos, pero Mara le gritó que era enfermera y nos dejó continuar. En
ese momento fueron varios los pensamientos que me vinieron a la cabeza, y
ninguno de ellos demasiado tranquilizador que digamos. En primer lugar, los
ocupantes de aquel Ford Focus C-Max bien podían ser delincuentes con un
vehículo robado, puesto que acaban de saltarse la barrera del peaje y arrasado
con todo cuanto se les había puesto por delante. En realidad, una estupidez
incomprensible, pero había sucedido. En segundo lugar, muy probablemente
estuviesen muertos o heridos de gravedad, a tenor del aspecto que presentaba el
vehículo y de lo espectacular del percance. Esto último fue lo que me hizo
desistir de acercarme al coche. Yo no soy enfermero, ni médico, ni juez de
guardia. No me apetecía en absoluto ver vísceras ni sangre. No entra dentro de
mis competencias éticas (estando presentes en el momento las personas adecuadas
para ello) ni profesionales hacer tal cosa. Pero podía realizar un buen
reportaje fotográfico, así es que saqué el teléfono móvil y disparé la cámara
varias veces, con cierto pudor por si me veía alguien y me llamaba la atención,
pues mi conducta desde luego no era la más correcta en esas circunstancias. Lo
reconozco ahora.
En la confusión del momento
nadie me vio, o por lo menos nadie me dijo nada. Entretanto, El Angel de la
carretera y otras personas, entre ellas una pareja de médicos que viajaba
en otro vehículo, ya habían llegado al coche siniestrado y procedían a socorrer
a sus ocupantes. Mara, en calidad de enfermera pediátrica, tomó en sus brazos a
una niña rubia de tres años que lloraba y temblaba de miedo. Había perdido los
zapatos (casi todas las víctimas de un accidente de tráfico lo primero que
pierden es el calzado, incomprensiblemente) y tenía rasguños, magulladuras y la
cabeza llena de pequeños cristales que El Angel de la carretera empezó a
retirarle con cuidado mientras le preguntaba cosas para ganarse su confianza y
tranquilizarla, una vez comprobado que no sufría fracturas ni conmoción
cerebral.
Afortunadamente, el matrimonio no había corrido
peor suerte que la niña y sus lesiones sólo parecían leves. El padre perdió
súbitamente el conocimiento justo antes de entrar en la zona del peaje, que
también es mala suerte, y su pie derecho se quedó apretado contra el
acelerador. Y así fue como enfiló al azar uno de los carriles del peaje,
acelerando (probablemente a 80 km/h., o más) y con el coche dando tumbos sin
ningún control, pese a que su mujer, como manifestaría después, trató de tomar
el volante para evitar, de algún modo, el desastre. Es evidente que no lo
consiguió. Era imposible. Los destrozos en las instalaciones fueron notorios,
como notoria fue la crisis de ansiedad del empleado peajista de la cabina
correspondiente, que salió corriendo despavorido a sentarse en un bordillo del
arcén de la autopista con los nervios desatados, algo muy comprensible después
de semejante susto. Nadie se ocupó de él en un principio. Las prioridades se
centraban en los accidentados.
Una vez controlada la situación, volvimos a
cruzar los carriles de la autopista, ahora caminando, para llegar hasta
nuestros vehículos. No teníamos nada más que hacer allí. Como le expliqué
oportunamente al Angel de la carretera, quizá no iba a ser una buena
idea el permanecer en el lugar de los hechos para cuando se presentase la
Guardia Civil de Tráfico, que llegó primero, y luego la ambulancia, unos
minutos después. Unos y otros buscan información, testigos, personas implicadas
en el suceso, identidades, referencias, requerimientos y explicaciones.
Nosotros estamos por encima del bien y del mal, en este sentido. Ella, como
Angel de la carretera, porque su atribución se reduce a salvar vidas y
aliviar el sufrimiento de las víctimas del tráfico cuando se presenta la
oportunidad, nada más y nada menos. Yo, que bien podría postularme sin
petulancia alguna como una especie de Notario de la carretera, porque mi
cometido se limita a dar fe y constatar lo que sucede en ella. Sin mayores
méritos.
Han
transcurrido seis largos años desde los sucesos relatados en este reportaje.
Hace pues, mucho tiempo, que le debía al Angel de la carretera este
reconocimiento público, que quiero hacer igualmente extensivo a todos los profesionales
de la sanidad española, estén o no en la carretera. Ese ámbito tan propicio
para la felicidad, pero también, a menudo, para el dolor. Pero mientras uno, o
cientos de ángeles de la carretera, anónimos o conocidos, nos acompañen o se
crucen venturosamente en nuestro camino, el viaje podrá continuar
indefinidamente siempre hacia algún destino memorable.