Si a nuestros
ciclistas profesionales contemporáneos les propusiéramos hoy en día participar
en una carrera de una sola jornada de trece horas de duración y más de 300 kms.
de recorrido a través de una carretera española de posguerra pavimentada de
adoquines, piedras y tierra en muchos tramos de su trazado, en plena época
estival, con temperaturas sofocantes y riesgo de violentas tormentas de
granizo, montados en toscas y pesadas bicicletas de hace setenta años, algunas
de ellas incluso sin cambios de marchas, y sin posibilidad, en ningún caso, de
reemplazar la máquina por avería o rotura de alguno de sus elementos mecánicos,
si les propusiéramos todo esto, decíamos, muy probablemente, por expresarlo
suavemente, nos mandarían a hacer
gárgaras, una expresión castellana, por cierto, muy propia de aquella época
de la que estamos hablando.
Pero no, no es
una sádica ficción deportiva, ni mucho menos, pues exactamente una carrera
ciclista con esas características tan brutales que acabamos de describir se disputó
en la España de la posguerra al menos durante cuatro ediciones entre los años
1941 y 1944. Su recorrido: los 350 kms. que separaban Madrid de Valencia por la
primitiva carretera radial de primer orden entre las dos ciudades, que hasta
poco antes todavía se denominaba de Madrid a Castellón por Valencia. Se trataba
del Gran Premio Cifesa de ciclismo, también conocido popularmente como la Madrid-Valencia, y estaba organizado por
el diario madrileño Informaciones, siendo la productora cinematográfica Cifesa
la que se encargaba del patrocinio y de los premios, cabe suponer, porque en
este aspecto y en otros de tan singular prueba las reseñas encontradas en
internet no son demasiado precisas y a menudo inducen a confusión, como veremos
enseguida. Incluso algunos de quienes vivieron aquella época recuerdan
vagamente esta carrera como una etapa más de alguna edición de la Vuelta
Ciclista a España que se celebrase por entonces, pero no es así, pues el Gran
Premio Cifesa era una competición independiente de una sola jornada, y además,
en la ronda española nunca se disputó una etapa entre Madrid y Valencia o
viceversa.
No es el
propósito de este reportaje el abordar de manera exhaustiva cuestiones
históricas y técnicas relacionadas con el ciclismo español más allá de lo
estrictamente vinculado a la carretera Madrid-Valencia, o N-III, materia
exclusiva a la que está dedicado el blog. Sin embargo, en este caso, y dado lo
interesante y curioso del tema, tal vez nos veamos obligados a hacer alguna
excepción que seguramente agradecerán los aficionados a este deporte. Y en
primer lugar, como comentábamos anteriormente, destacar el hecho de que la
información encontrada en internet acerca de tan exigente carrera ciclista es
incompleta, parcial y fragmentada. El documento más valioso que hemos
localizado es un noticiario del NO-DO fechado el 9 de agosto de 1943 en el que
se incluye un reportaje de poco más de minuto y medio sobre la III Edición de
la prueba. De dicho noticiario, cuyo enlace adjuntamos al final, hemos obtenido
los fotogramas que ilustran esta entrada.
Reseñas en prensa hemos encontrado muy pocas, igualmente dispersas y
fragmentadas, hasta el punto de que no nos ha sido posible determinar en qué
año comenzó a disputarse esta carrera, ni cuándo dejó de celebrarse, y ni
siquiera si tuvo una periodicidad anual consecutiva entre 1941 y 1944, como
suponemos, lo que nos hace pensar que sólo se celebraron cuatro ediciones, pues
con posterioridad al año 1944 no hemos hallado ninguna referencia.
Sin embargo,
cotejando las distintas informaciones localizadas en prensa con los datos
históricos de la prueba ofrecidos en el noticiario del NO-DO antes citado, tropezamos
con una incómoda contradicción que echa por tierra nuestra suposición de que el
Gran Premio Cifesa se celebró en cuatro ediciones consecutivas entre 1941 y
1944. En la III Edición, disputada en 1943 (la que se recoge en el NO-DO),
resultó ganador el ciclista Delio Rodríguez, y lo hizo por tercera vez en la historia
de la carrera. Es decir, que si esta prueba comenzó a disputarse en 1941, el
mencionado ciclista ganó las ediciones de 1941, 1942 y 1943. Pero en el
ejemplar del periódico El Mundo Deportivo fechado el 23 de julio de 1944, en el
que se informa de la inminente celebración de la IV Edición de la carrera, se
menciona al ciclista Vicente Carretero como ganador de la I Edición (no consta
su fecha) en un pie de foto adjunto a la información. Por último, el diario ABC
publicado el 26 de julio de 1944, en su crónica también de la IV Edición,
menciona al ciclista Vicente Miró como ganador de la misma. En conclusión,
tenemos documentados tres ganadores diferentes (y uno de ellos en tres
ocasiones) para cuatro supuestas ediciones de la Madrid-Valencia, y por lo tanto nos falta una, por lo menos, que no
sabemos cuándo se disputó. Y de ser así, y si se disputaron por lógica cinco
ediciones de la carrera antes de 1945, la numeración ordinal de las diferentes
ediciones establecida hasta 1944 no concuerda con los datos disponibles, de tal
manera que la de 1943 tendría que haber sido al menos la IV Edición, y la V la
de 1944, pero como queda dicho, documentadas gráficamente en la prensa y en el
NO-DO sólo están la III y IV ediciones (al menos que nosotros sepamos),
celebradas en 1943 y 1944, respectivamente. Si algún aficionado al ciclismo y a
la historia del mismo en España nos puede aportar más información y aclararnos esta
controversia, le estaríamos muy agradecidos, pues tenemos mucha curiosidad, no
podemos negarlo.
Pero en
cualquier caso, al margen de sus ganadores y de las ediciones disputadas, por
lo menos sabemos que el Gran Premio Cifesa fue la prueba ciclista de fondo en
carretera más larga de cuantas se han celebrado nunca en España, y estaba
reservada a unos pocos corredores de élite que aumentaban su prestigio
deportivo participando en ella, debido a su gran exigencia física y expectación
que suscitaba. Tampoco los premios en metálico, como veremos luego, eran
desdeñables. En consonancia con los tiempos de posguerra duros y austeros que
se vivían, una carrera ciclista que se preciara debía buscar los retos más
exagerados y hasta cierto punto disparatados que pudieran encontrarse, y desde
luego un recorrido Madrid-Valencia en bicicleta en la época y en una sola etapa
de trece horas en pleno verano, para aprovechar la mayor duración del día,
podía satisfacer sobradamente esa pretensión. Habría resultado sin duda más
espectacular esa misma prueba entre Madrid y Barcelona, o Cádiz, o La Coruña,
con casi el doble de distancia, pero los organizadores no se atrevieron a tanto
y los ciclistas tampoco se hubieran prestado a ello.
La carretera
radial de primer orden que unía Madrid, Valencia y Castellón, que años más
tarde pasaría a denominarse como nacional tres (N-III), no había sufrido tantos
daños en la guerra civil como la mayoría de las principales carreteras del
país, en donde se libraron duros combates, se produjeron masivos y precipitados
movimientos de tropas y se establecieron cambiantes frentes de batalla con
bombardeos constantes, ataques artilleros indiscriminados y voladuras de
puentes y otras infraestructuras. De hecho, la ruta de Madrid a Valencia
permaneció expedita hasta el final de la contienda, y por ella pudo viajar el
Gobierno de la República para instalar la capital del Estado en la ciudad
levantina y evacuar las obras de arte de los museos madrileños. Asimismo, este
corredor geográfico de 350 kms. tuvo una importancia relevante en el transporte
ordenado y regular de tropas de refresco, víveres y suministros a Madrid durante
toda la guerra. Sin embargo, al igual que en el resto de la red viaria
principal, las últimas actuaciones técnicas muy limitadas que se habían
ejecutado en esta carretera tenían por lo menos diez o quince años de
antigüedad, en tiempos del C.N.F.E. (Circuito Nacional de Firmes Especiales).
Finalizada la guerra se pondría en marcha el denominado Plan Peña, aún más
limitado que aquél y muy infradotado de presupuesto, con lo que el estado de la
carretera en los años cuarenta del pasado siglo resultaba realmente deplorable
en buena parte de su trazado, y lo seguiría siendo hasta bien entrados los años
sesenta, cuando se produjeron las primeras mejoras del denominado Plan Redia. Por
lo tanto, sin miedo a equivocarnos, bien podríamos decir que durante la
posguerra la carretera de Madrid a Valencia era una carretera del tercer mundo.
Visto lo cual,
lo que podían encontrarse en esta ruta los esforzados ciclistas participantes
en las distintas ediciones del Gran Premio Cifesa no era muy halagüeño que
digamos, aunque el estado de las demás carreteras españolas en las que estaban
acostumbrados a competir no fuera mucho mejor. Baches y socavones abundantes, firmes
deslizantes, curvas peligrosas sin peraltar, o mal peraltadas, grava, tierra y
barro en la calzada, cuando la propia calzada no estaba constituida por estos
elementos, profundas roderas causadas por el tránsito de camiones, ausencia
frecuente de señalización vertical y horizontal… Esto se traducía en constantes pinchazos,
caídas, e incluso rotura de algunos elementos importantes de las bicicletas. La
propia prensa se hacía eco de ello en sus crónicas de la carrera. Reproducimos
textualmente algunos párrafos significativos de las mismas:
A partir de Motilla del Palancar la
carretera se presentó en malísimas condiciones, prodigándose los accidentes. No
obstante, continuaban todos con gran entusiasmo, sin que individualmente ni por
equipos se produjera la lucha. El calor sofocante, otro de los diversos
inconvenientes de la prueba, hizo abandonar a Delio Rodríguez, vencedor del
Gran Premio Cifesa tres años consecutivos (…) La llegada (a la meta en
Valencia) del grupo primero de ciclistas
fue verdaderamente emocionante (…) todos en el mismo tiempo de trece horas, diez
minutos y doce segundos. El esfuerzo realizado por este primer grupo hizo que
se distanciaran los restantes corredores, que fueron llegando muy rezagados,
pero basándose siempre en la característica de esta carrera, que ha sido la de
los numerosos abandonos, a causa del fuerte calor, reduciendo los participantes
en el momento de llegar a la meta a menos de la mitad.
Menudearon los pinchazos y algunos corredores
llegaron a agotar los tubulares de repuesto como le aconteció a Vidaurreta.
Pero todo resultaría pálido ante la gran proeza realizada por el madrileño
Expósito, para quien cuantos elogios se prodiguen resultarán cortos. Imagínese
el lector lo que supone marchar bajo un sol implacable, kilómetros y kilómetros
con el manillar roto, sin posibilidad de arreglo, apoyándose sólo en una de las
partes del guía y cubriendo así los 104 kilómetros para
tener que abandonar finalmente la prueba en el 265, extenuado por el esfuerzo
sobrehumano que hubo de realizar en solitario y con todo en contra. No se ha
podido clasificar, pero el premio al pundonor deportivo se lo ha ganado con ese
gesto de responder a la confianza que en él habían depositado aficionados y
organizadores. Ni los minutos de diferencia que existían, ni la soledad de la
carretera en una jornada agotadora, influyeron sobre el muchacho, y esto ya
dice mucho a su favor.
En aquellos
días de carestías y penurias ni siquiera se contemplaba la posibilidad de
cambiar de bicicleta en plena competición si esta se averiaba o se rompía. Cada
ciclista tenía sólo una máquina. Su
máquina. Y tampoco eran profesionales en exclusiva y a tiempo completo como
pueden serlo en la actualidad. Más bien se les podía denominar obreros del pedal, que conservaban sus
empleos menestrales para subsistir y los complementaban con la práctica del
ciclismo mejor o peor remunerado en pruebas como la de Cifesa. En la edición de 1944 el ganador absoluto de
la carrera se embolsaba 3.000 pesetas (menos de 20 € actuales), pero se trataba
de una cantidad relativamente apetecible para la época. Y había más premios
(montaña, primas, consolación…), como puede observarse en la ilustración
adjunta. Por lo demás, se trataba de un ciclismo rudimentario desarrollado a
base de fuerza bruta, testosterona y grandes dosis de sufrimiento casi
irracional, sin conocimientos de ergonomía, de aerodinámica, de túneles del
viento, de ligereza de materiales, de medicina ni de alimentación deportiva, de
fisioterapia, de sustancias estimulantes (legales o no), de ritmos cardíacos,
de masajes musculares, de gimnasios… Simplemente el individuo se levantaba de
madrugada, se desayunaba con un par de huevos fritos con chorizo y un vaso de
vino tinto, se montaba en su pesada bicicleta (de hierro o de acero, ni hablar
de aluminio ni de titanio) con las cámaras de repuesto colgadas al cuello,
llegaba hasta el punto de salida, y con la propia salida del sol emprendía una
inhumana carrera pedaleando durante trece o catorce horas seguidas (con tres
breves descansos neutralizados) desde Madrid hasta Valencia a través de una
carretera que muchas veces no era apta ni siquiera para las caballerías. Y si
conseguía finalizar la prueba, ese era su mérito, esa era su gloria, ese era su
honor deportivo que aplaudirían las multitudes pletóricas de entusiasmo
congregadas en la línea de meta. Una heroicidad, sin la menor duda, pero así es
como se entendían las gestas deportivas en aquellos años terribles.
Dejando aparte
el mal estado de la carretera y la gran distancia a recorrer en bicicleta entre
las dos ciudades, desde un punto de vista técnico la carrera no presentaba
grandes dificultades orográficas para la práctica del ciclismo, siendo su
perfil preferentemente llano y descendente desde los 650 metros de altitud de
Madrid hasta el nivel del mar en Valencia. El único sector moderadamente
accidentado del recorrido se encontraba en el Puerto de Contreras, en donde se
estableció un muy pretencioso premio de la montaña, verdaderamente irrisorio, pues ese
paso hoy en día apenas si habría merecido la consideración de tachuela en el argot ciclista. Sin
embargo, parece ser que las Cuestas de Contreras, después de más de 250 kms. de
recorrido llano a través de las provincias de Madrid y Cuenca, llegarían a convertirse
en un rompepiernas para muchos de los
participantes. Indudablemente, de haberse realizado la carrera en sentido inverso,
desde Valencia a Madrid, la prueba habría resultado mucho más dura, al
enfrentar de subida el Puerto de Buñol y las rampas más fuertes del de
Contreras.
Un elemento
añadido de gran sufrimiento para los corredores, por si no tenían bastante con
los que llevamos descritos hasta el momento, era el terrible calor estival que
se veían obligados a padecer al disputarse la prueba en el mes de julio. Las
crónicas de prensa, como ya hemos visto anteriormente, todavía se sorprendían
de ello, como si cupiese esperar otra cosa en esas fechas y en esas latitudes
geográficas por las que discurría la carrera. De nuevo reproducimos
textualmente:
El calor, enemigo de la carrera. Nada puede
obstaculizar ni poner mayor número de entorpecimientos a una carrera como el
intensísimo calor que hemos sufrido en las trece horas que transcurrieron desde
la salida de Madrid hasta la llegada a la Alameda de Valencia. Todo el
entusiasmo que demostraron los corredores al partir tuvo freno en los primeros
kilómetros de la prueba, cuando se dieron cuenta de que el calor iría en
aumento a medida que avanzase la mañana. Y el cálculo de los corredores resultó
excesivamente corto ante lo que padecimos en esa interminable travesía de la
provincia de Cuenca. (…) Pero no pasemos por alto el gran esfuerzo realizado
por los organizadores de la carrera, el Club Deportivo Cifesa, que sin regatear
sacrificios, ha dotado a España de una carrera de gran envergadura y
resonancia. Julio Cueto, director de la prueba, ha dado impulso a esta obra
magnífica, que hoy no ha tenido en la lucha el esplendor que todos deseábamos y
esperábamos, por un factor con el que no se contaba: el calor excesivo.
Lo dicho, si
no se contaba con que hiciera calor excesivo un 26 de julio (IV Edición de la
prueba), es que periodistas, ciclistas y organizadores estaban mal informados y
salían poco de casa. Probablemente, aunque las crónicas no hablan de ello,
también hizo calor excesivo en la prueba del año anterior, 1943, pero como se
refiere en el noticiario del NO-DO e ilustran las imágenes finales del
reportaje, los ciclistas hubieron de sufrir, además, una violenta tormenta de
granizo en los últimos kilómetros de la carrera, y no sabemos qué será peor.
Volvamos al
citado noticiario del NO-DO, ya para finalizar. Las imágenes que nos deja de la
carretera de Madrid a Valencia en la época son impagables, y por ello hemos
seleccionado para ilustrar este reportaje los fotogramas más interesantes. Pero
han transcurrido más de setenta años desde entonces y la fisonomía y el paisaje
de esta ruta han cambiado tanto, que la totalidad de los lugares de paso, con
la excepción del Puerto de Contreras (precisamente el único escenario que ha
quedado suspendido en el tiempo desde que se abandonó), nos resultan
absolutamente irreconocibles por más que nos esforcemos en atribuirles una
localización precisa. No existe nada, o casi nada, que pueda parecernos
vagamente familiar. Estamos hablando de una carretera y de un tiempo remoto que
no nos pertenecen.