Un relato de Route 1963
Juan se detuvo entonces, y se
volvió lentamente hacia mí. Ahora que había recuperado la visión correcta y
podía verle con nitidez, pensé que me encontraría su rostro desencajado de
terror al descubrir que le estaba apuntando con la pistola. Incluso imaginé que
levantaría los brazos, o que se echaría al suelo suplicando clemencia. Tal vez
era lo que cabía suponer en esta situación. Pero los hechos no se desarrollaron
como yo esperaba.
-No sé ahora mismo qué es lo que más me apetece -me dijo con una
mueca fría y neutral-, si acercarme y
partirte la cara, o bien seguir mi camino como si no existieras. Aunque, desde
luego, te mereces las dos cosas, una detrás de otra.
Empuñé con fuerza la pistola y la
agité en la mano como si quisiera hacer más evidente mi amenaza. Era pesada,
dura y tosca como una piedra.
-¡No
te muevas! -le
grité.
-Eres
un ignorante, Mariano. ¿Qué es lo que crees que vas a hacer con esa pistola?
-Pegarte
un tiro, si te marchas. Y luego pegármelo yo. Y aquí terminará nuestro viaje.
Y era cierto, lo acababa de
decidir, no me importaba si él se marchaba o no, y ya quedaban pocas palabras
que cambiar entre nosotros. Nunca había disparado un arma, pero estaba
convencido de que a esa distancia podría acertarle en la cabeza, o en el pecho,
y luego sólo tendría que apuntarme con el cañón en la sien, o metémerlo en la
boca, y hacer un segundo disparo. Porque, de todos modos, si no íbamos a llegar
los dos a Valencia, era preferible que no llegase ninguno.
-Lamento
tener que trastocar tus planes y desilusionarte -dijo mi hermano con una sonrisa
estúpida-. La pistola está descargada.
Supuse que se trataba sólo de una
estratagema para ganar tiempo, a la espera de un milagro. Cualquiera en
semejante trance habría hecho lo mismo. Todos los condenados a muerte esperan
el indulto hasta el último minuto.
-¿Descargada?
No te creo. Piensas que soy un ignorante, pero desde que salimos anoche de
Madrid has fiado toda nuestra suerte a este arma, y sé que en ningún momento la
has llevado descargada. Tampoco ahora, que acabas de perderla.
-La he descargado por precaución, mira -y metió la mano derecha en
un bolsillo del pantalón, y la sacó enseguida mostrándome sobre la palma
abierta cinco proyectiles-, esta es toda
la munición que llevo encima.
-Sigo
sin creerte
-reiteré-. Algo me dice que la pistola
está cargada, y lo voy a comprobar enseguida.
-Allá tú -respondió Juan dándome la espalda y echando a andar de
nuevo-. Que tengas suerte. Yo sigo mi
camino.
Entonces, sin la menor
vacilación, le apunté a la cabeza y moví el dedo índice sobre el gatillo de la
pistola. Estaba trabado por el seguro y no se movió ni un milímetro.
Nerviosamente, viendo que mi hermano se me escapaba sin remedio, manipulé el
arma a la desesperada, sin saber muy bien lo que hacía, y conseguí liberarlo, y
volví a accionarlo una vez, dos veces, tres veces, y ahora sí se movió con
suavidad, pero no sucedió nada. Comprendí que tenía que montarla para llevar un
cartucho a la recámara y poder efectuar el disparo, y eso hice, recordando que
Juan desplazaba la corredera hacia atrás con un movimiento rápido de su mano
izquierda. Apreté de nuevo el disparador furiosamente y la pistola cobró vida
mecánica, clic, clic, clic, pero no escupió fuego.
-Dejad que los niños se acerquen a mí, dijo Jesucristo en Judea
-habló mi hermano sin volverse, como si recitase una irónica letanía-. Mariano, devuélveme mi pistola, coge tus
muletas, y vámonos. Mi amiga Amparo me está esperando en Valencia y ya tengo
ganas de olvidar esta puta guerra y echar un buen polvo. Deseo que la conozcas,
es una mujer hermosa y yo soy el amo del mundo, ¿me comprendes?
Lo único que yo podía comprender
en aquel momento era que la maldita Astra 400 alias puro no tenía munición, y
sin ella, mis repentinos planes se desvanecían como el humo. Estaba convencido
de que esta era la primera ocasión en todo el viaje en que mi hermano llevaba
la pistola descargada, y a saber porqué. Y lo cierto es que por tan caprichosa
circunstancia los dos seguíamos vivos en ese instante. Juan era espontáneo,
imprevisible y antojadizo, y me había infligido una severa humillación. Pero yo
había tocado fondo y ya nada me causaba contrariedad, ni aflicción, ni daño.
Cogí la pistola por el cañón y la lancé con energía. Cayó muy cerca de donde se
encontraba él, que se volvió, anduvo cinco pasos, y se agachó para recogerla.
Después extrajo el cargador del arma, tomó los cinco cartuchos que llevaba en
la mano, y repuso la munición cuidadosamente.
-¿Lo ves? Ya está cargada. Si la pierdo de nuevo, y la encuentras,
tendrás una oportunidad verdadera para matarme, pero yo creo que eso no va a
volver a suceder.
-No
tientes a la suerte, pero sobre todo, no me provoques -le advertí.
-Vamos
a olvidar este episodio
-concedió él-. Vamos a olvidar, incluso,
que has intentado matarme. Te lo recordaré algún día, cuando pasen los años y
todo esto no sea ya más que un mal sueño que tuvimos de jóvenes. Y ahora, coge
las muletas y camina. Te esperaré.
Eso hice, tomar aquellas
aborrecibles muletas e intentar servirme de ellas para caminar. Esta vez, fuese
por amor propio, fuese por rabia o por pundonor, lo conseguí. Muy despacio,
casi centímetro a centímetro, empecé a avanzar por el bosque como un cojo más
de tantos que en el mundo habían sido. Me dolían las manos y me dolía el pie
izquierdo descalzo que me servía de apoyo y con el que iba hollando a saltos
aquella tierra caliente cubierta de hojarasca, pero ni siquiera esto pudo
detenerme. Llegué así hasta el camino, en donde ya me esperaba mi hermano montado
en la Brough Superior con el motor en marcha, y desde luego pretendía que me
subiese a ella para continuar viaje.
-Si
todo sale como está previsto, te prometo que esta será la última vez que montes
en moto en contra de tu voluntad -me
dijo-.
-¿Y
cómo voy a subirme? Estoy impedido. ¿Tú has visto alguna vez a un hombre con
muletas subirse en un motociclo? -protesté-.
-No
lo he visto nunca, pero lo voy a ver enseguida. Tú verás cómo lo haces, pero
hazlo.
Y sí, lo hice. Dolorosamente,
pero lo hice. Ya no había una sola cosa que pudiese hacer sin experimentar
algún tipo de sufrimiento. La maniobra fue muy aparatosa y la moto se tambaleó y
estuvo a punto de caerse, pero Juan plantó con firmeza los dos pies en el suelo
y pudo sujetarla antes de que nos fuésemos al suelo. Después atravesé las dos
muletas apoyadas sobre mis muslos, y vi que sobresalían de la moto por ambos
lados como los remos de una barca, lo cual se me antojó completamente absurdo y
descabellado. No me imaginaba cómo íbamos a llegar así hasta Contreras.
-Estás
de suerte, hermanito-
me informó Juan ensenándome la mochila-. Conseguí
llenar el depósito de combustible en Minglanilla y me desprendí del bidón
metálico. Ahora solo lleva un guiso de carne con patatas, por si quieres comer
algo cuando salgamos de aquí y nos pongamos a salvo.
-Tal
vez pruebe un bocado, dame la mochila.
Me coloqué la mochila en la
espalda haciendo comprometidos contorsionismos que estuvieron a punto de
llevarnos al suelo otra vez. El peso ahora era liviano y soportable, y sentí un
ligero calor en la espalda. Aquel guiso todavía estaría caliente, listo para
ser consumido si no se producía una excesiva demora. Nos pusimos de nuevo en
marcha. Pensándolo bien, podía considerar que el final de la jornada estaba
siendo fructífero: a mis pocos veinte años había aprendido a disparar una
pistola descargada, a caminar con muletas y a subirme en una moto con ellas.
Jamás lo habría logrado en tiempos de paz, y hoy, setenta años después,
supongo que ya lo he olvidado.
CONTINUARÁ
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