Un relato de Route 1963
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Estábamos a más de cien
kilómetros de Valencia y sabíamos que nos buscaban policías secretos, guardias
civiles, guardias de asalto, carabineros y milicianos, es decir, miembros de
casi todas las unidades armadas de la República. Tenían nuestras descripciones
físicas y seguramente conocían también la matrícula de la moto que, aunque
falsa -al igual que nuestras documentaciones- ya no podía servirnos de
salvoconducto. Era probable, incluso, que ya estuvieran al tanto de nuestra
determinación de llegar a Valencia esa misma noche. Y frente a estos enemigos
tan diversos como poderosos, la única defensa de que disponíamos era una
pistola con solo cinco cartuchos y los buenos propósitos de Amparo Signes de
enviar un auto a tiempo de rescatarnos. Pero, ¿y si esos buenos propósitos de
aquella mujer se veían finalmente frustrados por causas o contratiempos ajenos
a su voluntad? ¿Y si aquel auto era interceptado por el camino y no llegaba
nunca en nuestro auxilio? Y si llegaba, ¿cómo podríamos saber que quien viniera
en él fuese de confianza y no un enemigo infiltrado?
Por lo demás, los escasos e
improvisados detalles acerca de esta operación de rescate que le había
comunicado Amparo Signes a mi hermano en su última conversación telefónica,
resultaban muy inquietantes y parecían elementos más propios de una película de
intriga que de una realidad que pudiera materializarse al cabo de pocas horas.
Solo sabíamos que ella tenía importantes contactos, los cuales le habían
advertido de que nos estaban buscando y abundaban los controles de carretera,
razón por la cual no podríamos llegar a Valencia en la moto, y por eso nos
enviaba un auto. ¿Pero qué razones teníamos para suponer que en un auto
podríamos eludir esos controles? ¿De qué clase de garantías, protecciones o
salvoconductos dispondría ese auto que vendría a nuestro encuentro? Y si el
rescate se suponía seguro, ¿entonces por qué tanto misterio y sigilo, por qué
recogernos a escondidas, de noche y clandestinamente en el puente de Contreras,
por qué después de habernos hecho señas con sus faros cuatro veces?
Sin embargo, lo que más me
preocupaba era la condición expresa de que fuese a esperarnos solo dos minutos
después de la última señal de sus faros, transcurridos los cuales volvería de
regreso a Valencia, estuviésemos nosotros a bordo, o no. Solo habría una
oportunidad, y yo con las muletas no podría caminar todo lo deprisa que
seguramente exigirían las circunstancias en el momento de la aparición del
vehículo. ¿Tendría prevista mi hermano esta contingencia? Estaba convencido de
que él no tenía nada previsto, ni siquiera conocía el puerto de Contreras, ni
el puente, ni el terreno en donde debíamos escondernos a esperar el auto. Era
todo una quimera enorme, imposible, inalcanzable. La luz del atardecer se demoraba
lentamente en el cielo y nosotros seguíamos en peligro.
-No andamos lejos de la carretera general -me informó Juan
sacudiendo la cabeza-, y allí es en donde nos jugamos todo a una carta. Son pocos kilómetros, pero si no llegamos a
Contreras antes del anochecer, habremos perdido la partida. Cuento contigo,
hermanito, y si hemos de morir, te prometo que moriremos juntos.
-¿Y
qué es lo que quieres que haga? -le
pregunté, encogiéndome de hombros.
-¡Sujetarte
fuerte, porque vamos a correr!
La repentina embestida de la
Brough Superior me sacudió en los riñones con la fuerza de un latigazo, y solo
de milagro no me caí de espaldas. Milagroso fue, también, que no se me cayeran
las muletas, que llevaba atravesadas sobre los muslos, pues no tenía otra
manera de transportarlas en la moto. Y entonces corrimos y corrimos
endemoniadamente a través de aquella llanura manchega que no parecía tener fin.
El vendaje de mi pie derecho había terminado por deshacerse completamente, y un
largo jirón de tela blanca iba flameando al viento como si fuera la estela
nebulosa de un cometa. Sentía un escozor ardiente en las plantas de los pies
descalzos, que llevaba apoyados dolorosamente sobre los estribos de goma de la
inglesita, y las pequeñas esquirlas de grava suelta que saltaban a nuestro paso
me acribillaban los dedos entumecidos con el ensañamiento implacable de los
aguijones de los insectos. Pero como tantas otras veces en el transcurso de
nuestra huida, el dolor no era lo peor de todo, sino el miedo a la muerte, o
para ser más precisos, el pánico que me provocaba la certeza de que podía morir
en cualquier momento y de cualquier manera, bastaba una caída de la moto, un
disparo de fusil, un golpe de bayoneta o una granada de mano arrojada a nuestro
paso por cualquiera de quienes nos buscaban.
Cuando al cabo de un rato
desembocamos en la carretera general en las proximidades de Minglanilla, un
incontrolable estremecimiento se apoderó de todo mi ser, y por la repentina
tensión de su cuerpo comprobé que mi hermano sufría una sensación semejante de
desasosiego imposible de ocultar, aunque tratase de disimularla para inspirarme
confianza.
-¿Estás
bien? -me
preguntó, y noté que le temblaba la voz.
-No te engañes, estoy tan mal como tú -le respondí sin rodeos, y
creo que mi voz era también temblona.
-Todavía no me domina el pánico como a ti -mintió-, no por lo menos hasta el punto de
paralizarme. Pero escúchame bien, a partir de aquí debemos llevar los ojos muy
abiertos. Puede suceder cualquier cosa.
Lo primero que sucedió fue que
enfilamos con la moto la calle principal de Minglanilla, pues la carretera
atravesaba el pueblo de un extremo a otro, como atravesaba en aquella época
todos y cada uno de los muchos pueblos del camino entre Madrid y Valencia, y en
nuestras particulares circunstancias esto era muy peligroso, así que en lugar de seguir el consejo de mi
hermano y mantener los ojos bien abiertos, lo que hice fue cerrarlos, porque el
cansancio y el dolor habían terminado por doblegar toda mi capacidad de
resistencia, y ya no quería ver la realidad ni enfrentarme a ella. Pasados unos
minutos, cuando la moto volvió a tomar velocidad y supuse que ya habíamos
salido del pueblo, los abrí justo a tiempo de ver el hito que marcaba el
kilómetro 227, ya en las afueras de Minglanilla. Ante nosotros se extendía una
larga recta despejada que se suponía iba a llevarnos hasta Contreras si no se
nos interponía ningún obstáculo. Nos cruzamos algunos autos y camionetas
particulares cuyos ocupantes no parecieron mostrar el menor interés en nuestra
presencia, pero por si acaso mi hermano los observaba atentamente en los
espejos retrovisores hasta que desaparecían de su campo visual. Sin embargo, lo
que más nos aterrorizaba, al menos a mí, era el riesgo de darnos de bruces con
un control de carretera, que como nos había hecho saber Amparo Signes, eran
numerosos a partir de aquel punto y estaban destinados exclusivamente a poner
fin a nuestro intento de llegar a Valencia. Si nos tropezábamos con uno, no
tendríamos escapatoria, y me resultaba impensable que Juan pudiera abrirse paso
a tiros, solo cinco tiros de pistola, aunque tampoco si hubiera tenido cien.
Sin
novedad seguimos camino, y la carretera inició enseguida un prolongado descenso
hacia el interior de lo que parecía un profundo valle áspero y desolado, el
abrupto paso del puerto de las Cabrillas, que era el nombre por el que se le
conocía entonces -como descubriríamos años más tarde consultando con curiosidad
el mapa de nuestro viaje-, la dificultad orográfica más importante en la ruta
de Madrid a Valencia. El trayecto pronto se nos presentó lleno de baches, de
curvas, de vueltas y revueltas, de pronunciados desniveles rodeados de
precipicios y barrancos. Ya estaba oscureciendo, apenas quedaba un rescoldo de
luz en la cresta de las montañas, y la aventura volvía a tornarse peligrosa,
porque no funcionaba el faro de la Brough Superior, seguramente averiado desde
la caída que habíamos sufrido en Tarancón esa misma mañana, y mi hermano tenía
que conducir casi a ciegas por aquel territorio que nos resultaba tan ajeno
como hostil. Mis temores no tenían ahora relación con los controles de
carretera, sino con el enorme riesgo al que nos exponíamos de salirnos en una
curva y despeñarnos por alguno de aquellos riscos. Juan no parecía ajeno a mi
preocupación y extremaba las precauciones en cada revuelta de la carretera,
aminorando la velocidad a paso de hombre, escrutando el terreno, asegurando prudentemente
cada una de las maniobras antes de seguir avanzando. A la salida de una de
aquellas curvas aterradoras nos detuvimos bruscamente. Se me hizo un nudo en el
estómago un segundo antes de escuchar la voz de mi hermano:
-Allí
abajo está el puente, ¿lo ves?
Hice un esfuerzo, pero no vi ningún puente, ni nada
que se le pareciese, solo los oscuros perfiles sinuosos del fondo del valle. La
noche estaba ya muy cerca de cerrarse por completo.
-Trato de imaginarlo, pero no lo veo.
-En cuanto bajemos un poco más podrás
verlo. Lo tenemos a tiro de piedra.
Reanudamos
la marcha muy despacio, pero volvimos a detenernos un centenar de metros
después. Un extraño resplandor iluminaba la carretera y se escuchaban unas
voces próximas. Juan apagó el motor de la inglesita.
-¿Qué
demonios es eso? -preguntó.
-Hay
una casa ahí delante -observé-. Las
voces vienen de allí.
Nos dejamos caer unos metros más, sigilosamente, con
el motor apagado, conteniendo la respiración, temiendo por nuestra suerte de
nuevo, cuando parecía que ya acariciábamos con la punta de los dedos la
salvación inminente. Pero estábamos equivocados, todavía el destino nos
reservaba un desagradable contratiempo.
-Son
milicianos, ¿no?
-Sí,
hermanito, sí, son milicianos, salta a la vista -susurró Juan montando la
pistola, y lo hizo más con una mueca de fastidio que de temor.
Años después supimos que aquello era la
Venta de Contreras, una antigua casa
de postas del siglo XVI, en donde pernoctaban los viajeros de las diligencias
que recorrían el Camino Real entre Madrid y Valencia, o viceversa, y que en la
noche del 1 de agosto de 1936 acogía a una partida de milicianos ociosos que
reían y cantaban a gritos sentados alrededor de unas mesas de madera en el
patio de tierra que había junto a la carretera. Corría el alcohol a raudales, y
los porrones pasaban de mano en mano y dejaban caer generosos chorros de vino
tinto sobre las gargantas ansiosas de aquellos hombres rudos y desaliñados que
parecían miembros de una cuadrilla de bandoleros. Algunos se habían despojado
de sus cartucheras y correajes militares, y sobre las mesas refulgía el metal
implacable de las hebillas doradas y de las pistolas. Otros se habían
descalzado y tenían sus alpargatas de esparto tiradas por todas partes,
confundidas con las piedras y la arena del patio. En cuanto agotaban el vino de
los porrones estallaban en una estruendosa algarada, y entonces salía de la
posada una joven lozana y desenvuelta trayendo una nueva ronda. Los más
intrépidos trataban de palmotearle el culo o de manosearle los pechos, pero la
chica era hábil y escurridiza y los esquivaba con facilidad sin perder la
compostura. Estaban casi todos tan borrachos que no podían tenerse en pie, ni
apenas sentados, pero esto no les hacía menos peligrosos para nosotros si nos
descubrían.
-Si
es con esta horda de facinerosos con los que cuenta la República para ganar la
guerra, vamos apañados -ironizó Juan.
-No
están ahí para ganar ninguna guerra -respondí-, pero sí para cobrarse nuestras cabezas en cuanto nos vean. ¿Qué es lo
que vamos a hacer?
-Llegar al puente como sea, ¿es que
tenemos otra alternativa?
-Pero tendremos que pasar ante de
ellos, y entonces…
-Pasaremos, Mariano, pasaremos. Y si no
conseguimos pasar es que se habrán cobrado nuestras cabezas, como tú dices, y
entonces ya no habremos de preocuparnos por nada.
Estábamos
parados en la cuneta junto a una pared de roca, con el motor apagado, al
resguardo de la oscuridad y a menos de veinte metros de la venta, y desde
nuestra posición podíamos ver todo cuanto sucedía en ella sin ser vistos. Había
muchos milicianos en el patio, demasiados, quizá una docena, pero enseguida supimos
de la presencia de otros tantos que salían tambaleándose del establecimiento
completamente ebrios y se sentaban en las mesas con sus compañeros. Después
descubrimos varios autos negros estacionados en las inmediaciones, algunos
atravesados en la propia carretera y seguramente bloqueando el paso en ambos
sentidos de la circulación.
-Uno
de esos controles que tanto temíamos parece que está ahí -musitó mi hermano
desconcertado-. No podremos pasar con la
moto, así es que tengo que pedirte un último acto de heroísmo.
-Quieres que camine con las muletas
hasta el puente.
-No será hasta el puente, escúchame
bien, solo hasta uno de esos autos, lo tomaremos prestado un momento por
sorpresa, están todos sin vigilancia.
-Has perdido la cabeza.
-Eso es lo que tú crees -me replicó contrariado-. Bájate de la moto y haz lo que yo te diga.
No tenemos mucho tiempo.
Me resigné. No sentía las piernas, ni los pies, solo
el tacto áspero de aquellas muletas de palo sobre las palmas de las manos.
Llevaba la mochila sobre mi espalda, con un guiso de carne con patatas que ya
estaría frío, y tenía que apoyar las muletas en el suelo y luego elevarme a
pulso con los brazos como un gimnasta sobre el potro para bajarme de la moto,
que no era muy alta. Hecho esto, mi hermano la desplazaría ligeramente hacia
adelante para liberarme. Después tendría que impulsarme con el pie sano y
empezar a caminar en la oscuridad, sin ver dónde pisaba, pero estaba convencido
de que al dar el primer paso me caería. Todas estas maniobras resultaron tan penosas
como había imaginado, pero lo más doloroso fue posar el pie descalzo sobre el
pavimento de grava punzante, que todavía estaba caliente después de muchas
horas de sol.
-No
te muevas, espérame aquí -me ordenó Juan.
-¿Adónde vas?
-A esconder la moto. No podemos dejarla
a la vista.
De repente nos sobresaltaron unos
bocinazos cortos e insistentes en la carretera, y fue entonces cuando me caí, o
más bien me dejé caer boca abajo sobre la estrecha cuneta, y allí me quedé
tendido temblando de miedo a la espera de un cataclismo. Mi hermano se bajó de
la moto y se ocultó también en la cuneta empuñando la pistola.
-¿Qué
va a pasar ahora?
-le pregunté con un hilo de voz.
-No lo sé.
Varios milicianos salieron a
trompicones de la venta y caminaron haciendo eses por la carretera hacia los autos
que habían dejado atravesados en el control. El que abría el grupo llevaba una
linterna, y los que le seguían portaban fusiles y armas cortas. Crujía la grava
bajo las alpargatas de aquellos hombres ebrios que no iban a ganar ninguna
guerra, mientras arreciaban los bocinazos, los gritos, las imprecaciones, y
enseguida se escucharon portazos, chirridos de neumáticos, acelerones y
frenazos de automóvil. Después, durante unos minutos, se hizo un silencio tenso
que alcanzó incluso a los milicianos que habían quedado en el patio de la
venta, y algunos llegaron hasta la carretera arrastrando los pies. Dos de ellos
se desabrocharon los botones de la bragueta, y hombro con hombro empezaron a
mear copiosamente sobre la grava.
-Ya asoma la Luna -dijo uno, arrastrando las sílabas.
-Luna llena, compañero -corroboró el otro, con lengua de trapo.
Y se quedaron embobados mirando
la Luna, mientras meaban plantados en mitad de la carretera, hasta que volvió a
sonar un claxon y vimos los faros mortecinos de una vieja camioneta que subía
lentamente en dirección contraria. Los dos hombres se apartaron tambaleándose,
la camioneta pasó junto a ellos, después junto a nosotros, y se perdió en la
noche como un astro fugaz.
-No
tendremos la suerte de que se marchen estos hijos de mil putas a otro sitio, no
-me lamenté.
-Mientras haya vino en la taberna no se irán -observó mi hermano-. Pero casi prefiero que se queden, porque si
pasan por aquí nos van a encontrar, por muy borrachos que vayan.
Volvió a crujir la grava de la
carretera bajo las pisadas erráticas de los milicianos que regresaban del
control. Venían riendo y dando voces, y el que abría la marcha estaba tan ebrio
que era incapaz de enfocar la linterna por delante de sus pasos, de tal manera
que el haz de luz se perdía unas veces en caprichosos círculos orientados hacia
el cielo, como si buscase unos imaginarios aviones enemigos, pero otras veces
barría involuntariamente las cunetas merodeando muy cerca de nuestra posición. Si
no llegaron a descubrirnos fue solo por casualidad, o por suerte, o porque así
estaba escrito en nuestro destino, y nuestro destino debía cumplirse por encima
de todas las cosas.
Ya estaban reunidos nuevamente
todos aquellos facinerosos en el patio de la venta y pedían vino a gritos. Mi
hermano tomó entonces una decisión inapelable:
-En
cuanto aparezca la muchacha otra vez, pasaremos con la moto con el mayor sigilo
del mundo. Todos estarán pendientes de ella. Va a salir en cualquier momento. ¿Estás
preparado?
-¿Y
qué ocurrirá luego? Esos autos bloquean la carretera. No podremos pasar.
-Ya
te he dicho que pasaremos -dijo
Juan, tomando los mandos de la Brough Superior-. Como sea, pero pasaremos. Hay menos de un kilómetro hasta el puente.
¡Venga, sube!
Con los esfuerzos y dolores
acostumbrados, me incorporé y volví a subirme en aquella maldita máquina
inglesa, cruzando luego las odiosas muletas sobre mis muslos. Entonces no lo
sabía, pero fue la última vez en toda mi vida que tuve que subirme en una
motocicleta.
-Vamos a rezar para que no se haya acabado el vino -musité.
CONTINUARÁ
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