Un relato de Route 1963
Más allá de que me encontraba
tumbado boca arriba sobre la arena caliente como un náufrago venturosamente
devuelto a tierra por el mar, no podía albergar ninguna otra certeza en aquel
momento. En mi precipitada huida había perdido la única alpargata que conservaba,
y las vendas que me cubrían el pie magullado estaban deshechas en largos
jirones de tejido imposibles de recomponer. Tenía los codos desollados y
doloridos después de arrastrarme por el suelo, la ropa y el cabello rebozados
en polvo, la boca ardiente y pastosa como si hubiera masticado barro, pero
seguía vivo una vez más, aunque ya no supiera para qué. Ni siquiera intenté
moverme para tratar de volver al auto, lo que indudablemente habría resultado
peligroso, pero tampoco para otear el camino a la espera de la llegada de mi
hermano, en el mejor de los casos, o de la Guardia Civil, en el peor de ellos.
Me envolvía un silencio denso e
implacable mientras permanecía tumbado
en aquella hondonada natural del terreno, que ofrecía cierta semejanza con una
trinchera de guerra, y no habría encontrado demasiadas dificultades para
abandonarme otra vez al sueño recientemente interrumpido, de no ser porque
comprendí que dormirme era la decisión más equivocada que podía tomar si
pretendía seguir con vida. En realidad, sólo podía hacer una cosa sensata:
esperar con resignación el siguiente episodio que el destino me tuviese
reservado. Y mientras esperaba, perdí toda noción del tiempo. No sé si
transcurrieron minutos, o transcurrieron horas, hasta que volví a escuchar el
motor de la Brough Superior que se acercaba por el camino. Podía reconocer su
sonido a cientos de metros de distancia, y todavía hoy, setenta años después,
puedo recordarlo perfectamente. Además, el ansioso batir de pistones me
indicaba que era mi hermano quien iba a los mandos, pues sólo él podía hacer
sonar la moto de esa manera tan característica. No pude reprimir un grito de
alegría mientras me preparaba para abandonar mi escondrijo, y traté de hacerlo
con la mayor presteza posible, sabiendo que Juan se asustaría al llegar junto
al auto y no encontrarme en su interior. Al menos pretendí evitarle el
sobresalto, pero no lo conseguí, porque él fue mucho más rápido y se presentó
en la arboleda antes de que yo tuviera la oportunidad de salir a su encuentro.
Mientras reptaba por el borde del parapeto, tuve ocasión de ver su semblante
angustiado cuando se asomó a las ventanillas del Citroën y lo halló vacío.
Entonces le di una voz:
-¡Juan,
Juan, estoy aquí!
Pero mi hermano, por toda respuesta, se
agitó bruscamente y empuñó la pistola mientras movía la cabeza en todas
direcciones tratando de encontrar un enemigo imaginario escondido entre los
árboles.
-¡Soy
yo, Juan, soy yo, no dispares! -volví a gritarle.
-¿Quién
anda ahí? -gritó él-. ¡Salga con las
manos en alto o le mataré!
Aterrorizado, sentí como las fuerzas me
abandonaban, y me dejé caer de nuevo al interior del parapeto. Allí fue donde
me encontró mi hermano un momento después.
-¿Se
puede saber qué haces aquí? ¿Por qué no estás en el auto? ¡Vaya susto me has
dado, Mariano!
-Tenemos
que irnos enseguida -respondí-. Permanecer
en este lugar es un riesgo.
-Pero
bueno, ¿qué es lo que ha pasado?
-He
tenido visita.
-¿Visita?
¿De quién?
-Sácame
de aquí y te lo contaré por el camino.
-Está
bien, tranquilízate. ¿Puedes caminar?
-No.
-Lo
suponía. Por eso te he traído un regalo. Y algo de comer. Y tengo además muy
buenas noticias, ¿sabes? Aguarda un momento.
-No
estoy para regalos, vámonos de aquí cuanto antes, ¿o es que quieres que nos maten?
No tardará en llegar la Guardia Civil.
Pero
Juan ya no me escuchaba, porque me había dado la espalda y volvía con grandes
zancadas hasta la moto. Regresó enseguida con dos viejas muletas de madera
carcomida que bien hubieran podido pertenecer a algún pirata del siglo XVIII.
-¿Pero
qué mierda es esta? -protesté.
-Tendrás
que acostumbrarte a ellas. Siento no haber podido encontrar nada mejor.
¿Quieres comer? Me han preparado un guiso de patatas en una fonda. Todavía
estará caliente.
-No
tengo hambre, sólo miedo. ¿Dónde está el médico? A estas horas todo el mundo le
da por muerto y creen que nosotros le hemos secuestrado para matarle.
-¿Qué
estás diciendo? -se escandalizó mi hermano-. ¿Quién le da por muerto? El doctor se ha quedado en Minglanilla, naturalmente.
Después de atender a esa anciana estuvimos buscando una grúa para remolcar el
auto. Pero no la encontramos, de modo que vendrá de camino con un arriero en un
carro tirado por dos mulas. Todavía tardarán un buen rato en llegar. Por eso
había pensado esperarles mientras comías y te contaba las buenas noticias que
traigo.
-¿Quieres
esperar también a la Benemérita, o a los carabineros? -empecé a
explicarle-. Unos cazadores a caballo
estuvieron merodeando por aquí. Tuve que salir del auto rápidamente y
esconderme. Ellos vieron el auto y enseguida supieron que era del doctor.
Anselmo Hinojosa, se llama. Es el médico de Casas Ibáñez, según dijeron. Les
extrañó mucho encontrar el Citroën en este lugar, y se marcharon como alma que
lleva el diablo a avisar a las autoridades.
Juan frunció el ceño y clavó sus ojos
en los míos con fijeza.
-¿Qué
me estás contando, hermano?
-¿Es
que no me crees?
-Por
supuesto que te creo. Apóyate en las muletas y trata de caminar con ellas.
Estamos tocando con la punta de los dedos nuestra salvación, y sería
imperdonable que se nos escapase por permanecer aquí un minuto más de lo
necesario. ¡Vámonos!
Jamás había utilizado unas muletas, y
al primer intento me caí. Fue muy doloroso. Mi hermano me ayudó a levantarme y
me sostuvo en los primeros pasos, pero me volví a caer. Apenas si habíamos
avanzado media docena de metros, y al dolor se sumó ahora la frustración. Perdí
toda esperanza de que pudiéramos salvarnos.
-¿Cuáles
son las buenas noticias que traes? -pregunté con profunda desconfianza.
-He
vuelto a hablar con Amparo por teléfono. Ella tiene importantes contactos y le
han informado de que nos están buscando. Hay muchos controles en la carretera,
no podremos llegar a Valencia con la moto, así es que nos envía un auto a
rescatarnos en cuanto anochezca. Será en el puente de Contreras, a pocos
kilómetros de aquí. El auto se detendrá en mitad del puente y apagará y
encenderá los faros cuatro veces, esa será la señal. Tendremos que estar muy
atentos, porque sólo nos esperará dos minutos. Transcurrido este tiempo, dará
la vuelta y se marchará otra vez para Valencia, vayamos nosotro a bordo, o no.
-Como
en las películas -dije-. Parece una
pésima broma del destino.
-No
te burles -me amonestó Juan-. Es
nuestra última oportunidad.
CONTINUARÁ
el puente de contreras es donde está ahora el embalse?
ResponderEliminarSí, efectivamente. Más exactamente donde está la presa.
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