Un relato de Route 1963
La maroma que tiraba de la moto se había partido en dos con los vaivenes del camión, pero milagrosamente mi hermano estaba ileso y empujaba la inglesita por la carretera con gesto de abatimiento. Y no era para menos. Todo se nos volvía en contra. Todas las contrariedades posibles e imposibles nos salían al encuentro y nos presentaban su peor cara. ¿Qué más podría sucedernos? Y sin embargo seguíamos vivos, rotos y agotados pero vivos, y aún con una brizna de fuerza en las piernas como para poder continuar al encuentro de lo que tuviera que ser, de lo que nos deparase nuestro destino. Tal vez inconscientemente me consolaba el hecho de comprender que otros estaban mucho peor que nosotros, incluso estaban muertos, y el saberme vivo en medio de aquella guerra despiadada le otorgaba un valor añadido a mi consuelo, un aura de intrepidez y de heroísmo, un halo de valentía y determinación.
—El chófer está en las últimas —le dije a mi hermano—. Sangra mucho por la cabeza y se ha desmayado. O tal vez ya esté muerto.
—Vamos a verlo.
Corrimos de vuelta a la cabina. Sudábamos a mares. Abrimos la portezuela de la derecha y el cuerpo inerte del hombre casi nos cayó encima. Lo empujamos hacia dentro y Juan le palpó la garganta con los dedos en busca de pulso. Un moscardón negro azulado zumbaba en torno al coágulo de sangre que el chófer tenía en la cabeza.
—Le han dado un buen cantazo en la frente —observó mi hermano—. Todavía está vivo y creo que aguantará. Tenemos que llevarle a un médico, pero para eso necesitamos primero salir de aquí y encontrar otro pueblo en donde no sean tan hostiles. ¿Nos queda agua?
—Ni una gota. Te lavaste con ella.
—Hay que vendarle la cabeza para contener la hemorragia —me indicó Juan—. Por el momento no podemos hacer otra cosa, e incluso esta la vamos a hacer mal, porque tampoco tenemos vendas. Quítate la camisa. Está un poco más limpia que la mía.