Un relato de Route 1963
A pesar de que corrían malos tiempos, muy malos tiempos, podríamos decir, puesto que estábamos en guerra, lo habitual era que los chóferes se detuvieran en la carretera cuando alguien les hacía señas en solicitud de ayuda. La solidaridad se practicaba y se socorría al prójimo muchas veces sin pensar en los posibles riesgos, o precisamente pensando en ellos, pues era preferible parar el vehículo por las buenas antes que exponerse al tacto frío del cañón de un arma sobre la nuca o a recibir un tiro por la espalda, llegado el caso. Y por otra parte, siendo como eran pésimas la mayoría de las carreteras españolas y lentos los más de los vehículos a motor que circulaban por ellas, sobre todo camiones y autobuses, darse a la fuga solía ser siempre la peor opción posible.
Fuese por todas estas o por otras razones, lo cierto es que aquel camión se detuvo unos metros por delante cuando le hicimos señas con los brazos desde la cuneta. Sin apagar el motor, que resollaba como un caballo viejo agotado por un esfuerzo excesivo, el chófer se bajó de la cabina y vino hacia nosotros. Era un hombre alto y fornido, de mediana edad, que calzaba alpargatas y vestía pantalones negros y una camisa blanca remangada por debajo de los codos y desabrochada desde el cuello hasta el abdomen. Sudaba copiosamente y según iba caminando se pasaba uno y otro antebrazo por la frente para secársela, pero se trataba de un gesto inútil, porque enseguida volvía a cubrírsele de gotas de sudor pequeñas y brillantes como perlas.
—Necesitamos ayuda —dijo mi hermano saliéndole al encuentro.
El hombre nos miró de arriba abajo con curiosidad. La Brough Superior aparcada a nuestro lado tampoco escapó a su observación.
—¿De la Ceneté? —preguntó.
—Sí.
—Yo soy de la Fai, de la sección del transporte. ¡Salud!